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La vivienda como lugar de combate (y IV)

Fuentes: Rebelión

Grietas” en la ciudad neoliberal

“Cuando hablamos de la autogestión del espacio, de la autoconstrucción si cabe, planteamos una delicada cuestión: la expropiación social del espacio. Las luchas urbanas han de arrebatar el territorio al poder urbanista, a los urbanistas del poder. Han de liberarlo del mercado, no para el mercado. Por consiguiente, han de resolverse mediante ocupaciones” (Miguel Amorós)

Vallcarca: la lucha contra un barricidio

“Vallcarca, el barrio barcelonés convertido en refugio de los antisistema”.

El titular previo, característico del tono sensacionalista y reaccionario de los mass media, rinde un involuntario homenaje al denso tejido comunitario y asociativo existente desde hace décadas en el barrio de Vallcarca.

Los portavoces de la Asamblea Libertaria Heura Negra describen el carácter peculiar del barrio:

“Vallcarca siempre ha sido un barrio popular al norte de Gràcia, a los pies de la sierra de Collserola, con cerca de 18.000 habitantes, un pueblo dentro de la ciudad. Sus casas bajas, sus espacios verdes y sus calles estrechas siempre han propiciado una sociabilidad y comunidad amplias”.

Se trata de un territorio situado en los aledaños del Parque Güell -un enclave, por tanto, extraordinariamente apetitoso para los especuladores inmobiliarios-, que ha vivido durante las últimas décadas una campaña sistemática de destrucción del paisaje urbano tradicional de la zona, estrechamente ligada al proceso de gentrificación diseñado desde las más altas instancias de poder de la ciudad.

Nos hallamos pues frente a un caso típico de violencia urbanística, planificada en aras de la extracción de rentas inmobiliarias, a través de la expulsión del vecindario tradicional y de la explotación del suculento botín que suponen la «turistificación» y la proximidad al centro urbano. Empero, lo significativo de este caso reside en que la imposición de la renovación radical de la zona por parte del “poder urbanista” se topó con la firme oposición de una densa urdimbre de colectivos populares, que hicieron frente de forma activa -y, al menos en parte, exitosa- al depredador diseño de la “ciudad impuesta”. El origen de la “batalla por Vallcarca” se sitúa a finales de los años 70, cuando se planea la apertura de una «autopista urbana» que atravesaría el barrio, cual profunda cicatriz, hacia unos hipotéticos túneles que perforarían la sierra de Collserola. En espera de la faraónica y ecocida intervención -finalmente descartada por inviable-, todas las obras de rehabilitación de las viviendas y de mantenimiento del deteriorado entorno quedaron congeladas:

“Esto implicó que se paralizara todo a nivel de construcción y rehabilitación de los edificios del barrio (no se concedían licencias de obras), sufriendo un deterioro considerable que vino acompañado por un abandono total por parte de la administración a nivel urbanístico”

La zona se convirtió en un apetitoso bocado para las todopoderosas constructoras y tiburones inmobiliarios -Núñez y Navarro, quizás el buque insignia del sector en Barcelona, se hizo con el el 50% de los solares-, que adquirieron, como auténticas gangas, terrenos que luego fueron expropiados por el ayuntamiento a precio de oro. Sin embargo, la “congelación” del área, a la espera de la aprobación del nuevo planeamiento que permitiera continuar el proceso gentrificador, fue la ventana de oportunidad que posibilitó, como señalan desde Heura Negra, la emergencia de la resistencia popular: “Con estas expropiaciones se produjo el abandono de bastantes casas, que poco a poco se fueron okupando. Y así surgió un pequeño movimiento okupa en Vallcarca, que apoyaba la lucha de los vecinos contra el plan urbanístico”.

El antropólogo Marco Stanchieri describe la conformación del estereotipo de barrio degradado, un “agujero urbano” sobre el que se acumulan los estigmas habituales en pos de justificar una enérgica “micropunción” urbanística, que extirpe de raíz el mal causado por el propio abandono institucional:

“En ese sentido, la estigmatizada degradación social dio impulso a la retroalimentación de una simbología de la degradación; era frecuente, por ejemplo, la asociación entre ratas y okupas, así como repetitiva era la imagen de casas sin servicios cuando se apuntaba a la voluntad higienizadora de la zona más antigua. ‘Lengua sucia’ o ‘cicatriz’ daban nombre a la zona herida entre la avenida Hospital Militar y la calle Bolívar”.

El propio Stanchieri resume el carácter paradigmático del caso de Vallcarca, como muestra de los mecanismos depredadores de la violencia urbanística, en pos de la maximización del “diferencial de renta”:

“Era un barrio liminal, que necesitaba ser reformado para adaptarlo a su entorno, donde se había concentrado una población vulnerable e indeseada en un paisaje ameno que permitía disparar el ‘rent gap’ (Smith, 1987) entre precio de adquisición del suelo —que se fijaba en alrededor de 150-200 €/m2, según su estado de conservación y vejez—, y precio de venta de los pisos —alrededor de 3500 €/m2 en 2003, y aún superior en los años siguientes”.

La “gran idea” modernizadora de los jerarcas de la ciudad, incluida en la modificación del plan urbanístico de 2002 y encaminada a desencallar el abandono de la zona en plena burbuja inmobiliaria, fue la de reconvertir la arteria principal del barrio en una “rambla verde” -un vial ajardinado con doble sentido de circulación-.

Para materializarla, comenzaron a generalizarse las demoliciones, que fueron dejando el área convertida en un cráter agujereado de solares vacíos y casas en ruinas. Un “barricidio” -como lo califican los vecinos y entidades del barrio-, que se llevó por delante numerosas construcciones tradicionales, negocios de toda la vida y lugares emblemáticos con alto valor histórico. Empero, el recrudecimiento del proceso urbanicida y la acelerada degradación del entorno dieron de nuevo impulso, como relata el arquitecto Rafael de Balanzo Joue, al tejido comunitario para fortalecerse y tomar posiciones:

“La creación de la plataforma Salvem Vallcarca en 2004 permite por primera vez reagrupar la diversidad y representatividad social del barrio, mientras se opone a la destrucción del entorno y comienza la reapropiación de espacios abandonados para reconvertirlos en lugares de encuentro de la gente del barrio”.

El propio Balanzo Joue señala el fuerte sello del movimiento okupa -de su parte más politizada y menos “lúdica” o de “supervivencia”- en la conformación del tejido resistente que iba arraigando en el territorio herido:

“Esta preparación para el cambio se construye con el liderazgo del movimiento okupa como red sombra (Olsson, 2006), genera nuevas redes de proximidad y de conexión (talleres de permacultura, documentales reivindicativos, debates urbanos, puntos de encuentro, etc.) totalmente desvinculadas de las políticas oficialistas”.

Mientras tanto, en la encrucijada de la explosión de la burbuja inmobiliaria a partir de 2008, continúa la devastación de la zona, incidiendo especialmente, como reflejan los testimonios recogidos por Laura Benítez y Ángela Castrechini, en los lugares de mayor “irrigación social”: “las primeras casas que destruyeron fueron centros sociales okupados y el bar. Lugares de irrigación social ¿Por qué? Porque eran los únicos donde la gente se podía juntar, eran lugares de encuentro”.

La lúgubre impresión que la “renovación” del barrio causaba en el vecindario queda reflejada en el nombre popular -”el cementerio de Vallcarca”- que recibió el edificio donde fueron realojados algunos vecinos tras la demolición de sus viviendas:

“Después hay una cuestión simbólica muy importante, relativa tanto al edificio este como a la cuestión de los derrumbes. Porque es la simbología de la muerte… La muerte de una vida de barrio”.

Sin embargo, el abandono institucional, la urgencia de intervenir para detener la degradación acelerada de la zona y la existencia de un embrión de tejido asociativo y comunitario fueron el caldo de cultivo que, potenciado por el fogonazo de efervescencia colectiva que supuso el 15-M, propició la creación de nuevos colectivos populares, como la mencionada organización Heura Negra o la Asamblea de Vallcarca -actualmente reconvertida en la Asociación de vecinos Som Barri-, que hicieron frente a la gentrificación y a la destrucción aceleradas que estaba sufriendo el entorno.

El informe “Cargadas de razones”, un magnífico retrato de la historia del maltratado barrio, elaborado en 2016 por los colectivos que forman la Asamblea de Vallcarca, traza un palpitante fresco del vívido contraste entre la “muerte” diseñada para Vallcarca por el poder urbano al servicio del capital, y la germinación de “nuevas relaciones sociales” que hicieron frente a la agresión:

“Al compás de la rápida destrucción, la decadencia de los edificios resistentes impregna el barrio de una terrible melancolía. Sin embargo, los vecinos no se han rendido delante de la tristeza, y así decenas de asociaciones y entidades trabajan para mejorar el barrio, para entender el territorio y modificar los procesos de degradación. En todos estos casos se ha generado una nueva identificación con el barrio, unas nuevas relaciones que ya no tienen que ver con lo que fue, sino con lo que es. Pero estas nuevas relaciones y centralidades nacen amenazadas por la efímera temporalidad que constituyen, bajo la amenaza de la urbanización futura”.

Como resultado de esta reapropiación popular, en las zonas “liberadas” brotaron nuevas iniciativas -huertos y edificios okupados, solares reconvertidos en lugares de encuentro, talleres comunitarios de bicicletas, murales en los muros semiderruidos-, que insuflaron dosis de vida comunitaria en medio de la devastación procurada por las excavadoras y los bulldozers.

Uno de los participantes en el documental “Vallcarca: sobre ruinas y esperanzas”, un espléndido retrato de la lucha de los diversos colectivos del barrio agrupados en la Asamblea frente al nefasto diseño urbanístico decretado por los amos de la ciudad, señala, sin pelos en la lengua, el objetivo último del “barricidio”: «se trataba de cargarse medio barrio para hacer pisos de alto standing, para idiotas de alto standing con necesidades de alto standing«.

Como botón de muestra de esta estrategia imaginativa, consistente en hacer frente a la violencia urbanística mediante el desarrollo de iniciativas de mejora del barrio que estén realmente al servicio de los vecinos, valga el “Plan Urbanístico Popular”, desarrollado por el grupo de arquitectas de la cooperativa Voltes en el seno de la Asamblea de Vallcarca. En él se propone, fundamentadamente, una transformación del tejido urbano en las antípodas del proyecto patrocinado por el poder publico-privado a mayor gloria de la extracción de jugosas plusvalías inmobiliarias:

“Es este un plan de vivienda no gentrificador y ecológico con un urbanismo mas humano que tenga en cuenta el alma de pueblo de Vallcarca, entre otras cosas”.

Desde el colectivo Heura Negra describen la potencialidad social de la creación de redes de afinidad, resistencia y apoyo mutuo que representa la unión de los diversos colectivos en pos de un objetivo común:

“Lo primero es hacer un buen análisis del entorno, observar cuales son las necesidades y conflictos, y proponer unas soluciones y formas de actuación realistas pero radicales. En algún momento, nos dimos cuenta que, de todo el trabajo que hacíamos como asamblea, el que nos acababa dando más frutos era el trabajo de hormiguita en nuestro propio barrio. En lugar de dedicar meses a coordinar manifestaciones y campañas anarquistas al uso (de las cuales seguimos participando, a pesar de todo), vimos que enfocar los esfuerzos en acciones tan simples como recuperar un solar y construir una fuente nos ponían en contacto con multitud de personas y colectivos del barrio, con los que más adelante hemos acabado tejiendo auténticas redes de afinidad, apoyo mutuo y resistencia”.

Uno de los símbolos de la porfiada resistencia del barrio a su destrucción en el altar del “becerro de oro” es el edificio okupado La Fusteria, situado en la plaza principal y salvado in extremis por los vecinos de la demolición que afectó al resto de las construcciones de su misma calle.

Desde Heura Negra describen el carácter de aglutinador de activistas y colectivos que tiene el simbólico lugar:

“La Fustería es un espacio comunitario que se abre con la voluntad de reunir diferentes sectores sociales bajo un mismo techo, y así crear nuevas simbiosis. Y, quizá, atraer a más personas al proyecto político de crear un barrio popular”.

Actualmente, la lucha contra el barricidio continúa. El consistorio del socioliberal Jaume Collboni ha reactivado la puesta en marcha del obsoleto plan urbanístico de 2002, que preveía la destrucción de gran parte del barrio para construir una rambla “verde” -un ejemplo pintiparado del más rancio greenwashing– para higienizar “el agujero de Barcelona”, como lo califica un tabloide probusiness local.

“Esta no transformación del barrio nos ha llevado a un contexto de vulnerabilidad que no nos podemos permitir (sic) como ciudad de Barcelona”. La afirmación anterior, rezumante de clasismo paternalista, corresponde a la jerarca municipal Laia Bonet. Se trata, una vez más, de la sempiterna justificación de los mamporreros del poder real, que se arrogan el derecho a decidir el destino de la ciudad, siempre, obviamente, bajo la falaz coartada de servir a los intereses de los ciudadanos más “vulnerables”.

En el Sindicato de Vivienda de Vallcarca no son en absoluto del mismo parecer que la “bienhechora” regidora del distrito:

“Lo que está pasando en el barrio es un caso paradigmático de gentrificación salvaje porque solo pretenden echarnos, demolerlo todo y reconstruirlo desde cero con una nueva población”.

El último paso del consistorio “gentrificador” ha sido decretar el desalojo expeditivo de un solar, habitado principalmente por inmigrantes en condiciones precarias y ejecutado manu militari en mayo pasado, y de tres fincas de su propiedad afectadas por el plan urbanístico, bajo la falsa coartada -para agilizar el desahucio- de que se trataba de infraviviendas.

Sin embargo, gracias a la movilización de las entidades del barrio y al apoyo de centenares de personas, el desalojo ha sido, de momento, paralizado. Como afirma el veterano activista Iruberto Moner, uno de los afectados por el frustrado desalojo, la resistencia del barrio a su destrucción y la germinación de fuertes vínculos comunitarios son un modelo inspirador para el resto de las luchas en curso: “Vallcarca es un barrio orgulloso de sí mismo. Hasta hace dos décadas, prácticamente nadie lo situaba en el mapa. Ahora sabemos que somos un ejemplo de barrio con fuertes vínculos comunitarios”.

El alentador ejemplo de las luchas llevadas a cabo por el denso tejido popular del barrio de Vallcarca no es, por fortuna, un caso aislado. A pesar de la inexistencia -salvo para estigmatizarlos- de los brotes de vida comunitaria para los medios de comunicación dominantes, los frutos de la “ira justificada” contra los destructores del territorio crecen por todos lados, germinando en los lugares más inopinados y produciendo resultados sorprendentes.

Estas experiencias de autogestión popular y de resistencia frente a la violencia estructural que procura el poder “urbanicida” encajan como anillo al dedo con el clásico modelo anarquista del sindicalismo social. Se trata, como muestra el siguiente texto de la PAH Vallekas, de una forma de organización horizontal y transversal, cuya base territorial es el centro social autogestionado, que pugna por tejer alianzas entre los distintos sectores afectados por las múltiples crisis provocadas por el neoliberalismo salvaje:

«Como decíamos al principio, el sindicalismo social se podría definir como la construcción de comunidades autoorganizadas, en lucha a través del apoyo mutuo y con el foco puesto en el conflicto (…). Lo que une a la comunidad es la lucha y las estructuras comunes que construye; estar cada vez más de acuerdo, compartir diagnósticos y análisis, es una consecuencia de la lucha, no lo que la desencadena».

En la gentrificada y turistificada ciudad de Barcelona aparece, en el año 2015, el Sindicato de Barrio del Poble Sec -uno de los muchos que han surgido en toda la geografía española desde el violento estallido de la burbuja inmobiliaria-. Se trataba, en sus propias palabras, de crear «un lugar donde poder dar cuerpo a las ideas de justicia social, comunidad y acción directa (…). De unir las dos grandes tradiciones que recorren los movimientos obrero y social de la ciudad: el sindicalismo combativo de tradición libertaria y el barrio, la suma de una extensión territorial concreta y de las redes de relaciones humanas que se desarrollan a lo largo del tiempo».

Tras presenciar el crecimiento imparable de la violencia inmobiliaria en su entorno -un goloso barrio céntrico en proceso de gentrificación galopante-, deciden centrar su actividad en las luchas concretas frente al poder urbanista que destruye las vidas de la gente: «Despacio, a través de una lucha concreta, se nos hace evidente cómo el poder convertido en sistema se protege a sí mismo; cómo la propiedad privada se convierte en privilegio. Tener un título de propiedad pasa por encima de las vidas de la gente, de sus vínculos, de sus necesidades; significa tener toda una maquinaria legal, judicial y de legitimidad social a disposición permanente».

Tampoco se hacen ilusiones acerca del «Sí se puede», de las posibilidades reales de las pseudoreformas que vienen desde arriba, aunque se trate en esa época de un ayuntamiento del «cambio«: «Partimos de la predisposición a dialogar con quien haga falta e ir donde sea para tratar de cambiar la situación, mientras somos plenamente conscientes de que solo desde nuestra acción directa diaria esto será posible (…). Exceptuando la primera reunión (por la novedad que representaba), del resto salimos frustrados por la evidencia de que no llevaban a ningún lado. Un lodazal burocrático se revolvía delante de nosotros, pero no íbamos a permitir que marcasen nuestra agenda desde fuera».

Los ejemplos anteriores, espigados entre otros muchos, muestran que no estamos, como señala Moishe Postone, ante ensimismadas “comunas privadas”, que dan la espalda al mundo, ni ante cenáculos teóricos de refinados estrategas revolucionarios, alejados de las impurezas de las luchas cotidianas:

“No se trata de comunas privadas como las que había en Alemania o en Estados Unidos, sino de colectivos que funcionan realmente en el campo de lo social, a nivel local, en pequeñas ciudades. Se trata de formas de imaginar un mundo sin dinero, un mundo sin trabajo asalariado”.

Bien al contrario, como muestra el apasionado relato de Sophie Lewis, acerca de la ocupación durante la reciente pandemia de una plaza céntrica de Filadelfia, para dar cobijo y cuidados a los “parias” excluidos de la ciudad neoliberal, la lucha por abrir grietas en la “pared de ladrillos” del poder genera “un ligero sabor de autogobierno colectivo” que abre posibilidades insospechadas:

“Puede parecer algo arriesgado plantear conclusiones tan enormes a partir de una acampada en medio de Filadelfia. Pero si has experimentado, aunque solo sea durante unos días, el mundo social alternativo que se desarrolla en la utopía de ocupar un bulevar de una ciudad, sabes de que estoy hablando. Es flipante: las personas adquieren un ligero sabor de autogobierno colectivo, de protección y cuidados mutuos y, de repente, la lista de demandas, objetivos, metas y deseos se convierte en algo mucho más largo y ambicioso que simplemente una “vivienda asequible”.

El horizonte anhelado sería, en definitiva, como expone Emmanuel Rodríguez, “generar un archipiélago lo más denso posible” de instituciones autónomas, que permita hacer frente a la barbarie a fuego lento que procura de forma implacable para los “de abajo” la degradación de la organización social capitalista:

«Ateneo, cooperativa, sindicato; o si se prefiere centro social, comunidad de trabajo y organización de defensa laboral o de derechos sociales. Puede parecer algo extemporáneo y pobre, una propuesta insuficiente cara a la oleada de destrucción masiva que enfrenta el planeta, la crisis civilizatoria que acompaña al colapso de las viejas instituciones capitalistas y la caída continua del dinamismo económico manifiesta en la serie continua de crisis económicas. Y sin embargo, en la apuesta por generar un archipiélago lo más denso posible de instituciones autónomas reside quizás la única posibilidad de reinventar la política, y con ello, de encontrar en el desierto aquello que salva».

Tales «grietas» -en los poéticos términos de John Holloway- de resistencia anticapitalista y de creación simultánea de lazos de vida comunitaria, que brotan en los territorios amenazados por la explotación desaforada de las «zonas de sacrificio», ejemplifican, como resume Jérôme Baschet, la esencia de las luchas cotidianas por una existencia cualitativamente diferente: «Entonces, no es posible elegir entre construir una realidad nueva y luchar en contra de la que existe».

La ciudad utópica

“La ciudad autónoma. Una historia de la okupación urbana” es el título del espléndido trabajo del geógrafo Alexander Vasudeban. El texto permite contemplar panorámicamente las múltiples intersecciones entre las luchas urbanas por el “derecho a la ciudad” y los anhelos por abrir grietas en el muro de la alienada vida burguesa, mediante la construcción de nuevas formas de convivencia y de organización de la vida cotidiana. La liberación del espacio urbano de las lógicas depredadoras de los procesos gentrificadores y urbanicidas, mediante la acción directa y la reapropiación de los lugares para darles usos colectivos, ha sido la primera línea de defensa de las clases populares frente a la voracidad del capital financiero-inmobiliario y la violencia legal del Estado a su servicio.

No existe mejor contraprueba del potencial subversivo de la okupación que el tratamiento sensacionalista y rabiosamente agresivo que recibe por parte de los mass media y de los mastines de la caverna ultra: “habitantes de las cloacas”, “nidos de ratas”, “gorrones”, “vagos y drogadictos”… son algunos de los “cariñosos” epítetos atribuidos a quienes optan por cuestionar “el orden de cosas establecido”. Como señala el sociólogo Mario Domínguez, se trata de exorcizar el peligro de que cunda el ejemplo de la insubordinación popular ante los atropellos del poder y el vacío de la alienante vida cotidiana, precisamente en el ámbito más goloso para la extracción de rentas del actual capitalismo parasitario:

“La imagen del okupa que llega a la gente oscila entre el joven ‘punk’ y el aprendiz de terrorista, pero sobre todo triunfa la sospecha de no ser más que vagos y drogadictos. Además, cuando los okupas con sus acciones ponen en entredicho algún aspecto del orden de cosas establecido (la propiedad privada, la resistencia a las fuerzas de seguridad, el deterioro de la ciudad) entonces se recurre a la segunda imagen, poco tranquilizadora, de extremistas rabiosos, completamente aislados de la sociedad”.

Vasudeban abunda en la intensificación, bajo la lógica “securitaria” y represiva imperante en nuestras fortalezas primermundistas, de la criminalización sistemática de los “violentadores del orden”: “Se trata de una historia de lucha y resistencia que ha sufrido un ataque continuo y sistémico que no ha hecho más que intensificarse. El número de okupas que han sido criminalizados, marginados y vilipendiados en Europa y Norteamérica continúa aumentando”.

¿Cuáles son la genealogía y los rasgos principales de este incesante combate por liberar el espacio urbano; de esta pugna por vivir, en palabras de Vasudeban, “de manera diferente, una especie de comuna urbana construida a través de nuevas maneras de entender el cuidado y la generosidad, la protesta y la resistencia”?

Las nuevas luchas urbanas -de las que la okupación es, sin duda, el buque insignia- brotaron simultáneamente en múltiples lugares, en coincidencia con la explosión de vitalidad social y de renovación ideológica que supusieron el fogonazo de 1968 y la emergencia de los nuevos movimientos sociales.

Su aparición súbita, tras el final abrupto del sueño de progreso equilibrado y de conciliación de clases del llamado Estado del Bienestar y el arranque inmediato del “encarnizamiento terapéutico” de las políticas neoliberales, refleja la necesidad de renovar los enfoques críticos y las prácticas y estrategias de lucha de los que aún creen que “otro mundo es posible”.

Vasudeban destaca la virulenta reacción, por parte de los guardianes del orden, que provocó el inicio de la okupación transgresora en Londres, y el cordón sanitario que se trazó con la okupación “responsable”, apoyada por los partidos y sindicatos de la izquierda tradicional, que existía históricamente en la ciudad para responder al gravísimo problema de acceso a la vivienda de las clases trabajadoras.

“Por un lado, estaban las familias ‘responsables’ de clase trabajadora de Redbridge, que se veían obligadas a okupar una vivienda por necesidad. A diferencia de los okupas de Redbridge, los ‘comuneros’ fueron ampliamente criticados en la prensa, que se refería a ellos como ‘matones hippies’, ‘gorrones’ y ‘parásitos inadaptados’. Incluso la campaña de la okupación en Londres trató de distanciarse de los okupas de Piccadilly, quienes, en su opinión, ‘solo se estaban divirtiendo’. Lo que estaba en juego aquí era la distinción entre quienes merecían ser llamados okupas y los que no, entre aquellos que okupaban edificios por necesidad y aquellos que lo hacían por razones culturales y políticas”.

El relato de uno de esos “parásitos inadaptados” establece la drástica separación entre las “familias responsables”, las víctimas de la violencia inmobiliaria que solo buscan un lugar donde vivir, y los “peligrosos radicales”, que cuestionan gravemente los pilares del orden social:

“Para mí, vivir en Villa Road significa más que el simple hecho de okupar un lugar y vivir de la seguridad social; significa vivir con personas que están tratando de encontrar alternativas para sí mismas, y para cualquier otra persona que ya no pueda aceptar lo que la sociedad ofrece o lo que se está haciendo a sí misma. Alternativas, por ejemplo, en cuanto a la vivienda y las formas de convivencia, la educación, los cuidados comunitarios, las actitudes sexuales, el trabajo y la tecnología”.

El Frente Proletario de Hamburgo, citado asimismo por Vasudeban y coetáneo del movimiento londinense, desarrolla esta estrecha imbricación entre la resistencia frente a la violencia urbanicida y la lucha por construir nuevos modos de convivencia, en las antípodas de la reclusión que procura la estructura capitalista de las viviendas diseñadas como “cajas de zapatos”:

“Desde Proletarische Front argumentaron lo siguiente: Okupar significa destruir la trama capitalista de nuestros barrios. Significa rechazar el alquiler y la estructura capitalista de las viviendas en forma de caja de zapatos. Significa construir comunas y centros comunitarios. Significa reconocer la potencialidad social de cada barrio. Significa superar la impotencia”.

Como resalta de nuevo Domínguez, el objetivo es simplemente “construir un espacio”, un lugar comunitario donde reapropiarse de la potencialidad social agostada por la alienación circundante:

“Pero el objetivo final no es okupar un lugar, sino construir un espacio. Un lugar es un inmueble abandonado, con precio pero sin valor (social); un espacio es un inmueble okupado, sin precio pero con valor (de uso). En suma, “reapropiarse la riqueza existente de manera directa”.

Estamos, en fin, ante una forma de “resurrección” urbana, de devolver la vida a lugares “muertos”:

“El período que va de 1979 a 1984 fue el punto culminante del movimiento okupa en Berlín Occidental. Se trató, sin duda, de una lucha contra la renovación urbana, la precariedad de la vivienda y la desigualdad social. Pero también fue una lucha por la creación de nuevos espacios que cuestionaran los conceptos predominantes del hogar, la familia y el trabajo. Si una casa parecía estar ‘muerta’ a primera vista, poco a poco se le devolvía la vida. Por consiguiente, el acto mismo de la okupación se entendía como una forma de ‘resurrección’”.

Resulta imposible, por tanto, separar la resistencia frente a la gentrificación y la violencia inmobiliaria que implica dar nueva “vida” a un inmueble abandonado, de la subversión de los pilares de la ideología dominante en la sociedad burguesa. Esta politización de la existencia posibilita asimismo la superación de la sempiterna escisión entre la militancia y la vida cotidiana, entre la vida pública y la privada, característica de los militantes de la izquierda tradicional y de los activistas de los movimientos sociales, cuyos hábitos y valores «privados» resultan en la mayoría de los casos homologables a los de la sociedad “biempensante”.

La coincidencia de la eclosión de las luchas urbanas con la emergencia de los nuevos movimientos sociales se refleja, por tanto, en la “interseccionalidad” de los combates que se desarrollan en los espacios liberados contra la ciudad neoliberal y los valores retrógrados que representa. El feminismo, el ecologismo, el pacifismo -en el caso del Estado español, la insumisión al servicio militar- y el antirracismo forman parte indisoluble, como señala de nuevo Vasudeban, de la idiosincrasia de los nuevos “entornos radicales”:

“Eran espacios basados en la lucha por la liberación de las mujeres y, como tales, proporcionaban un entorno radical en el que se desarrollaron nuevas formas de resistencia contra las estructuras de poder patriarcal, la violencia sexual endémica y otras formas de opresión. La lucha por la liberación de la mujer también estaba vinculada a la cultura gay radical de los años setenta en Londres y el cuestionamiento queer de las identidades y los roles sexuales que surgieron durante esa época. Desde una perspectiva crítica racial y feminista, podría decirse que algunas de las luchas por la okupación en Londres fueron, en cierto modo, interseccionales”.

En la misma época estaban germinando también en Italia el movimiento obrero autónomo, una corriente profundamente renovadora de los principios y las estrategias de la izquierda ortodoxa, y la Segunda Ola feminista, centrada en la crítica del trabajo doméstico, del carácter retrógrado de la familia tradicional y en la denuncia de la doble explotación de las mujeres “en el hogar y en la fábrica”. Vasudeban describe la fusión entre estas nuevas formas de politizar lo cotidiano -”lo personal es político”, como reza el renombrado eslogan feminista- con la creación de una infraestructura urbana radical basada en la necesidad de vivir de “manera diferente a las familias”:

“Y, sin embargo, mientras que las formas anteriores de okupación se habían centrado (de manera comprensible) en la lucha por el derecho a la vivienda, la ola de okupaciones que acompañó al movimiento autónomo a mediados de los setenta se basó, al igual que sucedió en el resto de Europa, en una interpretación más amplia de las necesidades políticas y culturales de los okupas, que no solo okupaban viviendas, sino también otros edificios, con el objetivo de vivir ‘de manera diferente a las familias’».

No obstante, sería un error omitir que las nuevas formas de convivencia que brotan en los “espacios liberados” siempre arrastran adherencias del tóxico entorno circundante. Resulta por tanto imposible aspirar al aislamiento completo de las violencias, discriminaciones y demás rasgos inicuos del ecosistema capitalista y patriarcal, lo cual justifica la creación de entornos seguros en los que poder seguir construyendo comunidad, pero evitando los comportamientos machistas, misóginos o incluso racistas, camuflados bajo la patente de corso del discurso antisistema.

La Eskalera Karakola es la experiencia de okupación feminista más longeva y conocida que se ha dado en el Estado español. Su nacimiento en 1996, su proceso de legalización, mediante la cesión de un local municipal a cambio de un alquiler, y su actual realidad como Kasa Pública de Mujeres La Eskalera Karakola, nos sitúan ante casi tres décadas de militancia feminista en el corazón de Madrid.

Se trata, como señala Laura Gaelx, de un espacio autogestionado, que ha servido de referente histórico del feminismo autónomo y anticapitalista:

“Cuando se habla de la Karakola, una de las primeras palabras que surge es siempre, inevitablemente, la de referente. Referente del feminismo autónomo, autogestionado, al margen de los partidos. Referente, también, del movimiento okupa y de la historia de los centros sociales (…). Permanecer, en un mundo tan voluble, donde muchos proyectos autogestionados son flores de una noche, durante más de un cuarto de siglo es, en sí mismo, una profunda muestra de radicalidad».

Cristina Vega, una de las participantes desde los albores de la okupación, resalta la feracidad, la efervescencia y la potencia de convocatoria del nuevo espacio liberado:

“Se juntaron muchísimas mujeres, hicieron miles de talleres, y esa primera fase tuvo su momento más álgido durante los Segundos Encuentros Zapatistas, cuando ya se había okupado el Laboratorio en verano del 97. Para entonces, las integrantes de la Karakola organizamos una mesa de género que fue un éxito absoluto, llegaron muchísimas mujeres y la Karakola se convirtió en un hervidero”.

Otra de las protagonistas de la experiencia, Silvia L. Gil, describe el innovador proyecto “Precarias a la deriva”, un recorrido común de investigación y de establecimiento de alianzas con múltiples colectivos afectados por la precarización de la existencia en el inhóspito universo de la ciudad neoliberal:

“Desde 2005 participé en la Oficina Precaria Todas a Zien, que fue la puesta en práctica del Laboratorio de Trabajadoras de Precarias a la Deriva. Ahí trabamos dos alianzas: por una parte, con las trabajadoras domésticas, lo que dio lugar a Territorio Doméstico, colectivo que aún se mantiene vivo como proceso de autoorganización, autoformación y acción en relación con los cuidados; por otra parte, con las personas con diversidad funcional, que dio lugar a un libro colectivo titulado Cojos y precarias, haciendo vidas que importan. Estas alianzas tenían como hipótesis de partida varias cosas: 1) necesitábamos construir procesos de politización que fuesen más allá de nuestros reducidos espacios activistas; 2) teníamos que partir de problemas y realidades concretas, no de ideologías; 3) teníamos que poner sobre la mesa temas que ni los sindicatos ni los partidos estaban tratando (cuidados, precariedad, migración, feminismo); 4) teníamos que autoformarnos y construir organización para resistir ante los procesos de dispersión, exclusión y precarización del neoliberalismo”.

La semilla que sembró La Eskalera Karakola brotó asimismo en lugares insospechados. La casa okupada La Karakola, que tomó su nombre inspirada por su “hermana mayor” madrileña, fue una experiencia de okupación feminista en un caserón abandonado del barrio de Horta de Barcelona, que funcionó como centro social autogestionado hasta su desalojo en 2020.

Una de las partícipes de la okupación, Valen González, recuerda con emoción todo lo que la Karakola “demolió” y la vivencia liberadora que supuso para sus protagonistas: “Esto fue, literalmente, romper una pared. Pero simbólicamente supuso romper con los cimientos que la Iglesia, la familia, la religión o la sociedad me habían impuesto (…). Todo lo institucional cayó. Los diez años de facultad se fueron. El papel que había jugado como hija también se fue. Todo eso es lo que la Karakola demolió. Fue duro y liberador a la vez”.

La solidaridad hacia los refugiados y los migrantes ha jugado asimismo un papel muy importante dentro del movimiento de okupación, que tradicionalmente ha sido profundamente antirracista, antifascista y antiimperialista. En el contexto actual de agudización de la represión y la estigmatización de la inmigración por parte de las rampantes hordas reaccionarias, las interacciones entre los okupas y los migrantes se han intensificado en los últimos años, a medida que los nuevos centros sociales y otros espacios okupados han puesto en evidencia la “exclusión residencial” a la que muchas personas migrantes han tenido que enfrentarse. Sirva como botón de muestra el sistemático racismo que sufren las personas racializadas a la hora de buscar un piso de alquiler.

Uno de los núcleos principales, como describe Vasudeban, de ese proceso de acogida y de apoyo a los “desplazados forzosos”, arraigó en el tupido tejido antagonista y popular del barrio de Exarchia de Atenas:

“En septiembre de 2015, varios activistas okuparon un edificio gubernamental abandonado en el número 26 de la calle Notara con el objetivo, como proclamaron sus organizadores, ‘de territorializar nuestra solidaridad con los refugiados e inmigrantes y cubrir sus necesidades inmediatas (alojamiento, comida, asistencia médica)’. ‘Este proyecto’, continuaron, ‘no es un ejemplo de filantropía, ya sea estatal o privada, sino que se trata de un proyecto de solidaridad autogestionado, en el que las personas del vecindario y los refugiados e inmigrantes toman juntos las decisiones. El órgano decisivo es una asamblea abierta, donde todas las personas son bienvenidas a participar sin excepciones’.

La fraternidad y la ayuda mutua hacia los excluidos del falso confort de las sociedades “opulentas” se replican a miles de kilómetros de distancia.

«Convertimos un espacio de muerte en un espacio de vida», son las apasionadas palabras de Alma, activista del Espacio del Inmigrante e impulsora de La Caracola, un espacio okupado en el Raval de Barcelona.

La Caracola, desalojado en el invierno de 2021, era un conjunto de naves, previamente usadas por narcotraficantes, que se convirtió durante la pandemia en uno de los centros neurálgicos del apoyo mutuo y de la solidaridad popular del castigado barrio del Raval: acopio y reparto de comida, producción de mascarillas y batas, cobijo en plena ola de frío y cuidado de quién lo necesitase.

El reportaje de Mar Joaniquet sobre la experiencia, verdaderamente “interseccional”, de La Caracola recoge el testimonio de Alberto, vecino del barrio, que describe el lugar como “una aportación de humanidad al barrio, porque le da vida”: “No hay ningún problema con ellos a nivel vecinal, dan color, calor y alegría a la zona. Y además se unen a todas las luchas a favor del barrio, contra la gentrificación y la transformación de la zona en pisos turísticos. Damos apoyo a la causa del Espacio del Inmigrante y de los manteros, de las luchas sociales que sean a favor de la vida y de una sola humanidad; contra el capitalismo salvaje sin rostro humano que los expulsa de sus tierras”.

Otro componente esencial de las luchas populares contra la devastación del territorio es sin duda la recuperación de los medios de vida tradicionales, mediante la generación de proyectos agroecológicos que planten cara a la «dictadura del hormigón», mientras ponen en práctica formas de vida comunitarias. Miguel Virizuela y Pablo Oliveros relatan el aparatoso desalojo del colectivo Otxantegi Herri Lurra en mayo de 2024, un grupo de activistas que había okupado las tierras de los terratenientes de la familia Aguirre-Lipperheide en el municipio vizcaíno de Berango. Los objetivos de la okupación se centraban en convertir «una huerta comunal en un espacio productivo y de encuentro», y en una forma de resistencia frente a las dinámicas urbanizadoras especulativas -en este caso, el «ladrillazo» al uso implicará la construcción de casi 3000 viviendas en un entorno natural muy fértil- que caracterizan al parasitario y rentista modo de acumulación del capitalismo patrio:

«Comprometidos como están con la dimensión comunitaria y ecológica, transformaron una huerta comunal en un espacio productivo y de encuentro, con una vocación similar a la de los centros sociales y gaztetxes más virtuosos».

El valor real de la experiencia de resistencia antidesarrollista trasciende el caso particular ya que, como afirma un portavoz del colectivo de Otxantegi, su importancia reside en su carácter de “semilla”, presta a germinar de nuevo en cualquier otro lugar:

«Durante dos años hemos trabajado la tierra, hemos convertido el espacio en un punto de encuentro para aprender juntos, y estamos dispuestos a seguir haciéndolo. Las semillas sembradas en Otxantegi florecerán en el mundo gris que queréis construir».

El Centro Social Okupado y Anarquista l’Horta es otro ejemplo de esas simientes de modos de vida realmente sostenibles, que combinan la dimensión comunitaria y la ecológica con la vocación de estrechar lazos con múltiples colectivos hermanos. Se trata de un espacio liberado y abierto al barrio valenciano de Benimaclet, cuyo objetivo es, en sus propias palabras, «nutrirnos del barrio y enriquecerlo con nuestra aportación, relacionándonos con otros proyectos afines y con los vecinos, haciendo nuestras las luchas valencianas y de todas partes ofreciendo un espacio para la reflexión y la acción colectiva».

El periodista Marc Campos describe la tupida red de colectivos alternativos en la que el Centro Social se ha insertado y su profunda vocación internacionalista y ecologista -en la finca se han instalado 8000 metros cuadrados de huertos autogestionados-:

“El CSOA l’Horta ha tejido numerosos vínculos con otros espacios y proyectos políticos, especialmente en el barrio donde crece, Benimaclet, como la Asamblea Feminista, el Centro Social Bar Terra o la Asamblea Vecinal Cuidemos Benimaclet. También ha participado en proyectos a escala de ciudad como Juntas sin Miedo, Valencia no está en venta o Entre Barrios, y siempre con la mirada puesta -de vocación internacionalista- en compañeras de otras partes del mundo, como ha quedado patente con la visita de las Brigadas Internacionales a lo largo de los años, y la de la Gira por la Vida en 2021 del Ejército Zapatista (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena.

Los protagonistas de la fecunda experiencia dejan clara asimismo su vocación antagonista, de fuerte raigambre libertaria: “Durante 10 años se ha convertido en un espacio donde llevar a término las diferentes luchas -como por ejemplo la lucha por la vivienda y por el territorio-, orientar una transformación social, un nuevo mundo, por la autogestión, la okupación y el transfeminismo. El CSOA no ha dejado de expandirse y de tejer una red social revolucionaria fortalecida con dinámicas basadas en la solidaridad, el apoyo mutuo y, en definitiva, la anarquía”.

Estos retazos de vida comunitaria, que se vuelven incontrolables para la gobernanza del poder público-privado y que plantean además la peligrosa amenaza de que cunda el ejemplo, deben ser extirpados de raíz. Pero a pesar de su carácter intrínsecamente efímero, debido a la durísima represión jurídico-policial -por no mencionar la proliferación de escuadristas fascistas camuflados de empresas de desokupación-, siempre queda, como recuerda Vasudeban, la huella de su existencia fugaz y su vocación de semilla:

“Es cierto que muchos de los lugares y espacios que son de suma importancia para esta historia han desaparecido o, en los últimos años, han asumido una nueva forma frente a la renovación y el desplazamiento incesantes. A pesar de que, a menudo, es difícil reunir y dar sentido a los fragmentos de las historias del pasado, así como hacer justicia a las inversiones emocionales de los activistas, los okupas siempre han sido grandes documentalistas”.

Sin embargo, las tensiones y sinsabores generados por el carácter siempre precario de las experiencias, la fortísima presión por parte del entorno hostil y las ineludibles contradicciones y conflictos que surgen en el desarrollo de las luchas, pueden provocar desaliento e incluso el cuestionamiento de la utilidad de los “espacios liberados”.

El propio Vasudeban resume las “miserias” de la okupación, los conflictos recurrentes y agotadores en cuanto al estatus legal de los espacios liberados, el desgaste personal y colectivo que provoca la tensión inherente al «ilegalismo» y su lado “oscuro” relacionado con su papel, en ocasiones ambiguo, en los procesos de gentrificación:

“El libro reconoce la existencia de la okupación furtiva y producto de la privación, llevada a cabo con mayor frecuencia por o en nombre de personas sin hogar y otros aspirantes a okupas desesperados. También admite que la okupación tiene un lado oscuro: la relación tensa que mantiene con la lógica de la renovación y regeneración urbanas, sin mencionar los muchos desacuerdos, fracasos y pérdidas que a menudo marcaron -v.gr. la eterna discusión en torno a la legalización, el alquiler o incluso la adquisición de los lugares okupados- y dieron forma a la experiencia de la okupación”.

Empero, y pese a todos sus peligros y sinsabores, la okupación representa, ante la inutilidad del reformismo legalista y la irrealidad de la impaciencia revolucionaria, la dicotomía en la que están atrapadas la mayoría de las organizaciones políticas y movimientos sociales «alternativos», la única vía efectiva para ejercer realmente el “derecho a la ciudad”, servir de estímulo y de lugar de acogida de otras luchas y desarrollar, aquí y ahora, una existencia cualitativamente diferente. Como explica uno de los testimonios recogidos en el libro de Jordina Subirachs “Okupémonos de okupar”, en un entorno de violencia estructural, acrecentada por la desaforada agresión inmobiliaria y la desposesión de las clases populares que presenciamos actualmente, la okupación se convierte en una necesidad y en la semilla de otras formas de convivir alejadas del prurito crematístico: “Los espacios autogestionados son imprescindibles para la vida. En un modelo social basado en la discriminación y las violencias estructurales poder tener un espacio relacional seguro se convierte en una necesidad. Requiere compromiso colectivo pero el efecto ‘mancha de aceite’ existe. El movimiento okupa ha sido la semilla que ha dado pie a otros formatos”.

Y siempre quedará, en cualquier caso, la vocación de continúa regeneración, la “resurrección permanente” de las semillas de libertad encarnadas en las «grietas» de vida comunitaria cuyo alcance va, como señala el siguiente texto del Centro Social El Laboratorio, una de las okupaciones históricas de Madrid, mucho más allá de la lucha por una vivienda asequible:

“Ampliar y descentrar pues el horizonte de las luchas y de las realidades que pueden reconocer al propio centro social como volante o fulcro de las luchas que, partiendo del derecho a la vivienda y a espacios autogestionados, pasen por la liberación de la esclavitud del trabajo y lleguen, por ejemplo, hasta una existencia y un ambiente de vida cualitativa y globalmente mejor. Y es que la okupación también puede vivirse como una expresión radical de alegría, de vida, de emergencia de la potencia colectiva para suprimir el miedo, la soledad y la impotencia frente al poder (…). Superar la impotencia y expresar la potencia del vivir insumiso en desencuentro con el tiempo hueco del capital”.

Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.com/2025/09/06/la-vivienda-como-lugar-de-combate-y-iv/

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