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Literatura y guerra (II): La baronesa del Circo Atayde

La voz del silencio que se levanta…

Fuentes: Rebelión

Al igual que en El pianista que llegó de Hamburgo, a través del personaje, alemán, Joachim Hendrik Pfalzgraf, en La baronesa del Circo Atayde, se asiste a la narración de una crónica-histórica (en el primer caso, abierta; en el segundo, íntima), contada por un narrador omnisciente y por dos románticos de distinto tenor, a un […]

Al igual que en El pianista que llegó de Hamburgo, a través del personaje, alemán, Joachim Hendrik Pfalzgraf, en La baronesa del Circo Atayde, se asiste a la narración de una crónica-histórica (en el primer caso, abierta; en el segundo, íntima), contada por un narrador omnisciente y por dos románticos de distinto tenor, a un melodrama, con visos de ópera y opereta y trasfondo de violencia: algo que hasta ahora, en el contexto general del país, no se puede refutar ni, mucho menos, remediar, aun con las esperanzas puestas en los diálogos de La Habana. No es, por demás, nada gratuito que ya desde el título, su autor, Jorge E. Pardo, introduzca al lector en terrenos de lo que históricamente se conoce como Pan y Circo y esto se dice, claro, desde una lectura particular pero no obvia ni irrelevante. El pan se da a través de la escandalosa e histórica cifra de políticos corruptos (una suerte de pleonasmo, aquí, en el México de Peña y en la Argentina de Macri) que han desvirtuado el arte de la política y lo han reducido a la más primaria y reptiliana de las actividades, así como a través de la insufrible red de contratistas que compran votos y a los que se les compra el suyo y luego se les cambia por más contratos. El circo es «Atayde, el grupo trashumante de artistas de la carpa, que venía de Argentina» (p. 14), aunque sus dueños sean mexicanos: allí se presenta todo tipo de actos, desde los más elevados y artísticos, hasta los más pedestres y bestiales, es decir, propios de asesinos. En un país, Colombia, en el que el crimen anda agazapado a la sombra del secreto («a la sombra del secreto no trabaja sino el crimen», p. 220, se dice en la novela) y, al mismo tiempo, el crimen se consuma a plena luz y en el que la falsa historia la han escrito siempre los ganadores y los poderosos y la verdadera historia la han dejado de contar los vencidos y los supuestos débiles. En la novela, el narrador omnisciente dice de Carlos A. Aguirre: «Él sabía que la falsa historia la escribían los vencedores, la verdadera la contaban los derrotados» (p. 127).

En efecto, La baronesa del Circo Atayde, describe la relación de amor entre Carlos Arturo Aguirre y María Rebeca Pérez: el primero, un hombre orgulloso de ser carpintero, masón y comunista, lo que desde entonces y hasta ahora representa una carga inconsciente sobre la conciencia, un fardo existencial innegable: en particular para los sectarios; la segunda, una mujer independiente, a la que sólo le interesa el ahora y escoger bien al padre de sus hijos, capaz de ser y de ir libre por el mundo. Él, perteneciente al gremio de los artesanos, a una secta que pregona la libertad de culto, en fin, a una tendencia política proscrita a lo largo y ancho de la historia, por la decisión unilateral del país que a partir de la Doctrina Monroe (1823) quiso ser un continente, luego el mundo y ahora Mr. Universe, con la rodilla en tierra del resto del planeta. Ella, la Baronesa de un circo que igual podría llamarse Colombia, en lugar del mexicano Atayde, pero que desde distintas orillas tienen tanto en común: razón por la que coloquialmente se dice que aquí la clase baja quiere ser mexicana, la media, gringa, y la alta, inglesa: un país en el que al parecer no hay colombianos. Y eso para no hablar desde la incómoda posición de no tener historia ni, por ende, identidad.

Una historia que no ha sido justa ni sensata

En contraste con lo anterior, por fortuna, esta es parte de la tarea que a partir del primer tomo de El Quinteto de la frágil memoria, El pianista que llegó de Hamburgo, se propuso Pardo, reconocer al país y a sus habitantes desde la mirada a veces más certera de un extranjero, y que continúa en el segundo, La baronesa…, ya no desde una supuesta o real mirada euro centrista y antropocéntrica, de un alemán, por suerte romántico, que huye del régimen nazi, sino desde la mirada amorosa, también romántica, nacionalista, si se quiere, de dos seres que, desde distinta orilla, encarnan y/o representan lo mejor o por lo menos lo más deseado de una idiosincrasia honesta por ética, responsable por trabajadora, arriesgada por comprometida. Aquella que labora desde el anonimato por cambiar un país y que lucha con denuedo, así se la invisibilice o ignore, para tratar de revertir una anómala situación, ya hecha costumbre, según la cual la traición es la única ave, de mal agüero, que vuela por los siniestros corredores del poder y las elecciones son el resultado de un fusil puesto en la cabeza del incauto o de un almuerzo lanzado a las manos del hambriento o de unas tejas y un cemento depositados en zonas de paramilitares, todos ellos elegidos a la hora de ser votantes y luego ignorados a la hora de ser ciudadanos, trátese de campesinos, de negros o de indios: es decir, seres sin perspectiva alguna de cambio en sus vidas ahora miserables y a las que como en Luvina de Rulfo no les queda más que depositar su esperanza en la muerte.

En los 47 capítulos, cada uno de ellos breve, Pardo expone la historia de un país que, desde la perspectiva y sobre todo el accionar de sus dirigentes, no ha sido justa ni sensata con las clases menos favorecidas ni con las disidentes, antagonistas u opuestas a sus (malos) designios, salvo, eso sí, con las clases pudientes, poderosas, privilegiadas: «Carlos Arturo se dio cuenta de que únicamente los ricos tenían garantías» (p. 80). Desde el sueño inconcluso del general Uribe Uribe y «la última guerra civil», la de los Mil Días (1899-1902); el homicidio premeditado del abogado de los artesanos, José Armando Russi, quien de mensajero de cartas de amor pasó a ser fusilado (pp. 41-45); el caso de José María Obando, ex presidente (1853-54), primero santanderista y luego liberal draconiano, acusado del asesinato, nunca probado, claro, del Mariscal Sucre; la llegada al país, en 1823 para asesorar a Pedro Nel Ospina, de la Misión Económica del Doctor Dinero Edwin W. Kemmerer, eufemismo para que los gringos «repartieran los millones por la venta de Panamá y distribuyeran el patrimonio de la expropiación» (p. 49) y por cuya gestión se crearon la Contraloría General y el Banco de la República; el borracho asesinado, que resultó luego muerto de pulmonía, por el general José María Melo, quien había ofrecido el poder dictatorial al Tigre de Berruecos y quien de Bogotá pasó a vivir en Ibagué para alternar su actividad de comerciante con la de docente (p. 54); el auge y la caída de la Flor del Trabajo, María Cano, la primera mujer líder política en Colombia, mujer socialista con ideas propias en una organización revolucionaria apenas gestándose, que a finales de los años 20 e inicios de los 30 más luchó por la igualdad laboral en defensa de las mujeres y de las obreras, en un medio patriarcal, machista y antropocéntrico, y por las ocho horas de trabajo, ocho de estudio y ocho de descanso; la lucha sindicalista de Mahecha, su posterior ida al exilio, su ocaso como quiromante en el barrio Olaya de Bogotá y su final anticipado por él mismo: «… y se dedicó a leer la palma de la mano adivinando en su derecha que fallecería a los 56 años, de muerte natural, luego de muchos atentados a bala» (p. 73).

De la Masacre de las Bananeras a la satanización del liberalismo

Desde la tristemente célebre Masacre de las Bananeras, antesala de la actual violencia y comienzo del fin de Gaitán, por defender a los labriegos que la United Fruit Company o La Compañía, como ya en La casa grande (1962) la llama Álvaro Cepeda, nunca aceptó como tales: «No importaban los muertos del general Cortés Vargas, ellos pedían ser reconocidos como empleados de la Compañía [la UFC] y no como simples contratistas para evadir las obligaciones, decía Carlos Arturo a los que él llamaba de la base, cuando ponían el tema en las reuniones del Partido [PCC]» (p. 83); la acusación del senado a Obando, a causa del golpe de Melo, por traición a la patria y su expulsión del gobierno y del país; la opresión o, si se prefiere, la absorción, en los años 30, del Partido Socialista Revolucionario (PSR) por el Partido Comunista Colombiano, que Pardo, en gesto noble, jeje, llama «acuerdo» (p. 81): «Con las derrotas del socialismo en la huelga de las bananeras a fines de 1928, en la fallida insurrección de junio del año siguiente y en la pírrica participación en las elecciones presidenciales de inicios de 1930, se impuso la autocrítica en el seno de la organización revolucionaria. María Cano, junto con Tomás Uribe e Ignacio Torres Giraldo […] fueron víctimas de la purga interna. El naciente Partido Comunista los marginó bajo la acusación de ‘putchistas’ y ‘aventureros'». (Revista Semana, La flor rebelde, Mauricio Archila) (2); el fusilamiento del Ciudadano General y eterno rebelde, tras la celada del 1º/jun/1860 (p. 86), José María Melo, quien sostenía que las constituciones políticas del hemisferio no eran más que letra muerta: «… y como el libertador Bolívar, pensaré que las constituciones políticas en Sur América, no han dejado de ser simples cuadernos» (p. 68). ¿Se requiere un croquis?

Desde las leyes de poca monta que eran aprobadas por el Congreso, como la creación, en un país de guerra perpetua, del Día de la Paz, el 21/nov, por la efemérides de la Guerra de los Mil Días (p. 81): un verdadero exabrupto; los esquiroles o rompe-huelgas que desde los años 30, los de Olaya H. y los de López P. también en los 40, vendían a los movimientos sindicales: a cuyos líderes, por contraste, y aunque no se diga en la novela, hoy siguen matando como parte del Terrorismo de Estado, con ayuda de los paras, y no precisamente por traidores a su clase; los humanos que sabiéndose del mismo barro creen poder dominar a otros, por una visión machista ancestral, mientras la mujer siempre es capaz de proclamar la igualdad quizás no sólo sexual, más bien vital, íntegra: «Yo soy, yo soy, en ti estoy… soy tu igual» (p. 91); la articulación periódica de los personajes de El pianista… y La baronesa…, para mostrar detrás de sus vidas el devenir, antes que el desarrollo, de un país (p. 97); la cuestionada figura del general Tomás Cipriano de Mosquera, el Mascachochas, por mordedor de chochas o monedas, y no por otra cosa, a raíz de un balazo que recibió en el maxilar, varias veces presidente, buscador de préstamos en Europa, como tantos otros ayer y hoy también en EE.UU, que a mitad de su cuarto gobierno se proclamó dictador y a sus 78 años perdió la prudencia, lo que llevó a que los liberales fueran satanizados: «En Palacio gritaban a sus subalternos que el católico no puede ser republicano. Sus enemigos contestaron que el que es liberal no puede ser católico. Desde entonces el estigma satánico de ser liberal y católico se propagó, sirvió de escudo en los púlpitos y de justificación de asesinatos sin pecado.» (p. 100); los generales que se turnaban en el Gobierno, mientras la mujer de Saúl Aguirre huía con un comerciante deslumbrada, tal vez como pretexto, por la revolución de las máquinas industriales, y los dueños del poder se perdonaban entre sí en un hecho que indignaba a las familias por la traición de sus falsos héroes: «Saúl […] veía crecer su familia mientras los Generales se turnaban el ejercicio de la presidencia; cuando [Saúl] logró salir en astral […] tenía cinco hijos y su mujer se marchó con un comerciante de telas que pasó por su taller hablando de la revolución de las máquinas industriales. […] Fue el mismo año en que el General Mosquera, por el que se jugaron la vida muchos de sus amigos, regalaba al general Santos Acosta, que [sic] lo depuso y lo desterró, la espada que lo acompañó en tantas victorias.» (p. 103).

Recogiendo alhajas y limosnas para hacer la guerra

Desde la conspiración del borracho José M. Marroquín a Manuel A. Sanclemente, en quien éste había delegado sus funciones y la posterior entrega de Panamá por el autor de La perrilla, Marroquín, quien cuando fue vituperado por el hecho, respondió alcohólico-cacofónico: «¿Y qué más quieren? Me entregaron una república y yo les entrego dos.» (3); la reconstrucción del pasado, por parte de Carlos Arturo y María Rebeca, para revivirlo, con base en las sensaciones olfativas de las flores y el agua de colonia y cuyos olores hacían parte del goce cuando jugaban a no dejarse nunca, cosa que no se atrevieron a confesar (p. 108); las diferentes batallas de la Guerra de los Mil Días, como Peralonso, Palonegro (citada en la novela «Palo Negro», p. 112), La Rusia, en las que, como cuando se trata de votar, nadie sabe por quién lo hace y, en este caso, «la mayoría, sin saber la verdad de la contienda» (p. 112); las torturas, una práctica que no se acaba, llevadas a cabo por el jefe de policía Aristides Fernández, como gobernador de Cundinamarca, en el antiguo Panóptico, hoy Museo Nacional, en una especie de vuelta de tuerca, ya no literaria, para pasar olímpicamente del horror al arte: «Implantó atroces sistemas de tortura en el Panóptico, aplicados a más de cinco mil presos políticos durante los tres años de la conflagración.» (p. 114); el deseo de Marroquín de entregar la zona de Panamá, para la construcción del canal, a los gringos con el objeto de obtener un soborno para acabar con el conflicto interno: «Marroquín quería entregar a los norteamericanos la franja del Istmo de Panamá para construir el canal, a cambio de una compensación económica que destinaría a financiar los gastos militares necesarios para sofocar de manera definitiva la rebelión interna.» (p. 115); la historia del obispo español, hoy beato Ezequiel Moreno (4), «enemigo y perseguidor de los liberales», quien pregonaba que «ser liberal era pecado, que el ejército de Jesucristo derrotaría a los blasfemos» (p. 116), similar a la del beato Miguel Ángel Builes (5), a quien se cita en una novela que no figura en el canon de la literatura colombiana, con méritos de sobra, Marea de ratas (1960), de Arturo Echeverri: dice el Capitán que en Los Andes o Andes, tierra de Gonzalo Arango en Antioquia, «un jerarca de santidad reconocida bendecía mi fusil antes de cada acción.» (1994: 216) (6).

La guerra civil como forma de suicidio colectivo

En fin, desde el llamado a los hombres a la guerra para luego regresar desechos, mutilados, escindidos, traumatizados, resentidos y con ánimos de venganza y «otros envueltos en banderas o en pequeños cofres húmedos» (p. 119) y ahora, en el colmo de la ignominia y el desprecio por la vida humana, en vulgares bolsas plásticas negras, sobre todo cuando se trata de guerrilleros o, lo que no es igual, de «guerrilleros muertos en combate», por lo general civiles acusados de tales y asesinados extra judicialmente, eufemismo por falsos positivos, frente a los cuales aún nadie responde y alguien debería responder: principalmente, el presidente de la época, Uribe, y su Minguerra, Santos, hoy, qué ironía Nobel de Paz; como si se tratara de simple basura para botar en La Escombrera, pasando por la posibilidad de abrir cupos para las mujeres en la Universidad («Nada mejor que un país para ellas, reafirmaba [Carlos Arturo] con la certeza de que las alianzas entre trabajadores y gobierno serían para asegurar el futuro. La esperanza, siempre la esperanza», p. 125), hasta la Guerra contra el Perú que se hizo comprando una flotilla de barcos viejos en Europa por iniciativa de Alfredo Vásquez Cobo; pidiéndole un préstamo de 500.000 dólares a los gringos por cuenta de Olaya Herrera a cambio de darle todas las garantías y exenciones de impuestos a la United Fruit Company para su operación en la Zona Bananera, lo que al filo del tiempo trajo como resultado la Masacre del 6/dic/1928, que no sólo ocasionó la pérdida de incalculables vidas humanas sino el futuro sometimiento del país, el comienzo del fin de Gaitán, la generalización de la Violencia, la persecución de todo lo que signifique o no o pueda significar izquierda y/o comunismo, así como el saqueo de sus riquezas y de sus recursos; y. como se dice en la obra de Pardo, recogiendo alhajas entre las esposas de los ricos y anillos de boda de los políticos «para fundirlas en un solo bloque que pesó cuatrocientos kilos de oro puro para financiar la guerra.» (p 132). De ahí en adelante en la novela, todo es despojo, saqueo, horror, enfermedad y muerte, una sucesión de guerras internas y conflictos que los distintos gobiernos sucesivos jamás reconocieron como tales, sabiendo, quizás, que como dice el abuelo Saúl Aguirre: «Una guerra civil es, de muchas formas, un suicidio colectivo» (p. 137). Vienen luego, ya para terminar, la desaparición, primero, de María Rebeca, en medio de sucesivas e imaginarias muertes -pues no se sabe con certeza de su deceso ni del lugar donde pudo o puede haber ocurrido, si Colombia o México, sino sólo de su nacimiento en 1900-, como la ocurrida en el circo. ¿La causa? «Un cuchillo, lanzado por un celoso de su voluptuosidad, se clavó en su pecho mientras la rueda giraba y el despreciado impulsaba sus aceros contra la madera. La sangre de La Baronesa […] empapó la arenilla y el público la aclamó, festejó el número mientras, arrastrada hacia el camerino, con sus lentejuelas fisuradas, extraían el arma que penetró hasta la empuñadura» y cuyo lanzador «se entregó a las autoridades y fue condenado a cadena perpetua y apareció degollado en su celda solitaria.» (p. 141); luego, la del abuelo Saúl, enfermo de la gripa española, pensando en ascender al Oriente gracias a la caja que hizo (el ataúd de Russi) «con las manos de la inocencia y la esperanza del porvenir» (p. 147) y cansado de pensar en la eterna posibilidad de lograr la paz, no sin antes señalarle a su hijo que ahí en el escaparate estaban los libros, «lo que verdaderamente debía leer, que El Tiempo y El Espectador eran de los ricos y lo que decían sus páginas estaba al servicio de sus intereses.» (p. 146); y, claro, la de Carlos Arturo, quien ya desecho por la ruina económica y socio-política de un país que aún no aprende de su historia, sus derrotas ni sus errores, afectado por el extravío existencial y emocional, delirante entre aguardiente y vodka, oyendo boleros, rancheras, tangos, sabiendo que un hombre no debe llorar y que el tango es como La Comedia Humana, muere de leucemia viendo los restos del retrato despedazado de su heroína en el inodoro, pero antes exhala el último suspiro «de su brújula del amor para que ella fuera nube» (p. 241). Al final, supo Matilde, su padre tenía razón: «[…] todas sus muertes habían muerto. El cielo azul no tenía nubes.» (p. 244).

La desgracia, habitual compañera de la Historia

Los hechos anteriores ofrecen un panorama desolador de un país al que terca y tontamente se le sigue designando como el segundo más feliz de la tierra, uno donde la historia es una de las más trágicas. «La historia y la felicidad rara vez coinciden», escribió Nietzsche y esto es no sólo cierto sino demostrable en La baronesa del Circo Atayde, novela que recuerda que es la desgracia, más bien, la habitual compañera de la historia: sin la cual, a propósito, no hay novela. En su libro En esto creo, Carlos Fuentes sostiene: «No hay novela sin historia. Pero la novela, introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente, históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.» (Seix Barral, 2002: 203). Y Pardo nos introduce en la historia del país a través de dos personajes de sexo opuesto, una rara pareja libertaria con búsquedas complementarias más que opuestas, para buscar el camino fuera de la historia oficial y, no pocas veces, en forma paralela pero para desmentirla, cuestionarla, descomponerla, con el objetivo de que podamos reconocernos en ella y a nosotros mismos a ver si, por fin, podemos ser no solo auténticamente históricos sino trascender hacia el encuentro de la identidad, para dejar de ser víctimas de la historia. Esto es, pasar de ser objetos pasivos a sujetos activos de la historia, capaces de reconocer salidas colectivas a través de la construcción de puentes comunes y no basados en el ego, la vanidad, el éxito. Puentes como los que intenta erigir Carlos Arturo Aguirre desde la Sociedad de Artesanos, la masonería, el Partido Comunista o María Rebeca Pérez desde su posición de artista circense, de mujer autónoma e independiente, de madre de la bailarina Sofía y de Matilde, muerta muy joven, a quienes siempre les inculcó el amor por el arte y no por el oropel material o la duración engañosa de la fama, esos 15 minutos de los que habló Andy Warhol pero que hoy son sólo segundos. No obstante los esfuerzos del autor por presentar un mundo lo menos desastroso posible, la lectura de La baronesa del Circo Atayde deja al final el sabor amargo de una experiencia literaria, aun así generosa: amargo, obvio, no por esta, la experiencia literaria, sino por los desajustes, los desequilibrios, las mentiras que hacen parte del mapa cotidiano socio-político de un país dependiente de una potencia que no requiere nombrarse por evidente y menos cuando se sepa que tiene diez bases militares en suelo colombiano y que, además, es el promulgador oficial-clandestino del pretexto original que impulsa a los paramilitares en el país: destruir a los simpatizantes del comunismo. En la historia que a partir de un robo Saúl Aguirre relató a su hijo Carlos Arturo, no sólo hablaba de su participación en las guerras, en las muchas guerras civiles que Colombia tuvo en apenas el siglo XIX (se habla de nueve) sino que, mediante caricaturizaciones, «demostraba cómo se atornillaba y desatornillaba el poder desde la traición y cómo la política en Colombia era el resultado no solo de las armas sino de las argucias» (p. 20). Un balance somero, a vuelo de pájaro(s), deja las siguientes nueve guerras civiles: 1. Guerra Civil Centralistas vs. Federalistas (1812-15); 2. Guerra de los Supremos (1839-41); 3. Guerra Civil 1851; 4. 1854; 5. 1860-62; 6. 1876-77; 7. 1884-85; 8. 1895; 9. Guerra de los Tres Años o de los Mil Días (1899-1902). Balance tan espeluznante como problemático, siempre invisibilizado por los gobiernos como quien intenta tranquilizar a la población o llama a la Ley del Silencio para que no se conozca la verdad.

En tal sentido, el escritor checo-francés Milan Kundera recuerda que la novela es una perpetua re-definición del ser humano como problema. Al respecto Carlos Fuentes: «Todo ello implica que la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.» (2002: 205). Y esto parece tenerlo muy en cuenta Pardo en La baronesa... Su novela revela muchas nuevas cosas sobre el conflicto incesante que ha sumido a Colombia durante casi todo el periodo republicano, con algunos baches de paz; recuerda otras tantas que han sido olvidadas, que el Establecimiento mismo pretende olvidarlas, como quien busca hacer pasar un vendaval por una ventisca. Su novela es también voz del silencio que grita sordamente reconociendo los errores de un pasado cuyas cabezas del terror y de la corrupción se reproducen como las de la hidra. Y alas para el deseo de todo aquello rebajado por la injusticia, la desidia, la intolerancia, de todo aquello a lo que no presta atención el oído (anagrama de odio) a quien desde su orilla de la marginalidad grita ¡oídme! (anagrama de miedo), siendo apenas víctima del odio y sin haber sido escuchado: al que apenas se le deja hablar para estigmatizarlo, para condenarlo, para matarlo.

Desde la escritura se anuncia un mundo nuevo

Por todo esto, en conclusión, duele y es amargo el sabor que dejan las 47 historias que cuenta La baronesa del Circo Atayde, así sea al calor de una cerveza, un aguardiente, un vino, un brandy o un vodka, mientras suenan esta vez ritmos populares, mucho más que en El pianista… que se inclina hacia el clasicismo romántico de Brahms, Beethoven y compañía: como bolero, ranchera, tango y uno que otro exponente de la llamada música clásica, como Tchaikovski por ejemplo, para detrás de toda esa conjunción sonora mostrar las pasiones altas y bajas de un pueblo que si quiere transformarse debe verse a sí mismo y al resto del mundo como proyecto inacabado, seres humanos permanentemente incompletos y voces que no se sientan, nunca, diciendo la última palabra. Si quiere transformarse debe articular sin descanso una tradición y promover la posibilidad de ser hombres y mujeres que no sólo están en la historia sino que hacen la historia, su propia historia. Un mundo en vertiginoso cambio propone redefinirse de forma permanente como seres problemáticos, no sin conflictos sino resueltos a interpretarlos y luego a resolverlos o, por lo menos, a intentarlo, pero nunca como portadores de verdades reveladas, de respuestas dogmáticas o de asuntos finiquitados, de realidades concluidas. Lo que se evidencia en La baronesa… a través de una estructura literaria construida minuciosamente, con un rigor que anima a leer y cómo no a escribir, sin pensar en la novela como guion de cine, y con una desbordante imaginación y una concentrada memoria, como quien recuerda al Giardinelli de Santo oficio de la memoria, que a través no de un hombre sino de una mujer, la abuela Sebastiana, lega a la historia una frase capital: «La memoria es el único tribunal incorruptible» (Seix Barral, 2000: 380): llamado a la responsabilidad histórica y tácito desacato a los desafueros del Poder, a la extralimitación de quienes se creen Mesías, a la perversión de los que sin decirlo quieren un paisaje de sólo oprimidos. Esto se puede inferir de la propia experiencia vital y artística de Carlos Arturo y de María Rebeca, personajes representados más desde lo vital, la vista (observar), el gusto y el olfato (sabores y aromas), el tacto (contacto con la piel, lo más profundo), que desde una óptica psicológica (introspección, monólogo interior o torrente de conciencia), seres humanos que proponen la posibilidad de una imaginación verbal como realidad no menos real que la historia misma, que anuncian desde la escritura del texto un mundo nuevo, inevitable e inminente que se opone a otro caduco, pervertido, desvirtuado, como quienes saben, por vía del autor, que después de la terrible guerra dogmática, inoculada en el pueblo por vía del imperialismo europeo, inglés, español y, cómo no, gringo, la historia se ha convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Ambos creían conocer el mundo, ambos deben, antes de empezar a ver las flores desde la raíz, imaginarlo ahora para el lector, en un gesto de generosidad compartido con el autor.

Un mundo quizás no agradable, en todo caso más humano

Hombres y mujeres, los de Pardo en su novela, que lejos de los reflectores de la farándula, las charreteras de la autoridad, las marionetas del Poder, en fin, las maquinarias de la burocracia, son los que han ayudado desde el anonimato a construir un país menos desigual, más justo tantito así (Che decía, no hay que confiar en los gringos «ni tantito así»), menos dependiente y ojalá más democrático en verdad. De vez en cuando viene bien contar la historia desde los derrotados, ofendidos y humillados, no para satisfacer a la galería, sino con un fin harto más noble y un compromiso tanto menos obligatorio: hacer de la novela el derecho de criticar al mundo pero antes mostrando capacidad para auto-criticarse en ella. Sólo así se revela la labor del artista y, ante todo, del arte, tanto como la dimensión social y, por qué no, socializante de una obra. Socializante, involuntaria, eso sí, sin obedecer a intenciones, nada más produciendo efectos y tan cercana a la emoción antes que a la coherencia que es lo que de forma natural pretende el arte. O, mejor dicho, es el arte: emoción antes que coherencia. Al cabo, obedece más a los abismos y demonios del artista que a su lógica o a su razón: estas, las que dan orden y sentido, para el lector, a un discurso de por sí confuso, caótico, indescifrable pero que, paradójicamente, con sólo mostrar una aldea puede ofrecernos un mundo quizás no agradable, más bien amargo, en todo caso más humano: uno en el que la voz del silencio, ya no sorda, se levanta cada vez más fuerte.

Notas:

(1) Novela: II volumen de El quinteto de la frágil memoria, Cangrejo Editores: Primera Edición: Bogotá, abril 2015, 246 pp.

(2) http://www.semana.com/especiales/articulo/la-flor-rebelde/60093-3 

(3) https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Manuel_Marroqu%C3%ADn 

(4) En plena Guerra de los Mil Días (1899-1902), que asoló a Colombia con más de cien mil muertos, atizó contra los liberales la violencia: los consideraba enemigos de la religión católica. Muchas veces predicó este sectarismo. En varias cartas, siendo obispo, exhortó a los feligreses a empuñar las armas: «La guerra, sin duda, es un mal que tiene su origen en los pecados de los hombres, y es un castigo que Dios permite para purificación de la nación. Es preciso, pues, arrepentimiento, oraciones y penitencias. Pero es necesario también empuñar las armas, y no prestar oídos a los liberales pacifistas, hombres que pasan por honrados y prudentes, «que con nadie se meten,» como ellos dicen, que tienen sonrisas afectuosas para la Religión y sonrisas complacientes para sus enemigos». Fuente: Wikipedia.

(5) Miguel Ángel Builes, «el obispo más violento de Colombia», va en camino a la santidad: https://www.las2orillas.co/el-obispo-mas-violento-de-colombia-puede-terminar-de-santo/ 

(6) Echeverri Mejía, Arturo. Marea de ratas, Editorial Universidad de Antioquia, 1994, 314 pp.: 216. 

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Su libro Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores, 2017) fue lanzado en la XXX FILBO, dentro de la Colección 50 Libros de Cuento Colombiano Contemporáneo: 50 autores y dos antologías. Hoy, autor, traductor y, con Luís Eustáquio Soares, coautor de ensayos para Rebelión.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.