Somos un pueblo encerrado en una historia de espejos móviles, historia sin lineariedades, anticartesiana, barroca y, sobre todo, mágica. El rey de Creta encomendó a Dédalo el laberinto -palacio de pasadizos intrincados, donde las personas se perdían, excepto Teseo, gracias al hilo de Ariadne, que lo condujo a la salida. Menos de una semana antes […]
Somos un pueblo encerrado en una historia de espejos móviles, historia sin lineariedades, anticartesiana, barroca y, sobre todo, mágica.
El rey de Creta encomendó a Dédalo el laberinto -palacio de pasadizos intrincados, donde las personas se perdían, excepto Teseo, gracias al hilo de Ariadne, que lo condujo a la salida.
Menos de una semana antes de morir, el 10 de diciembre de 1830, Bolívar se sobresaltó cuando su médico le recomendó confesarse antes de recibir los sacramentos y dijo: «¿Qué significa eso? ¿Estoy tan enfermo que me vienes a hablar de testamentos y confesiones? ¿Cómo podré zafarme de este laberinto?»
En un laberinto se entra y después todo es misterio y sorpresa: curvas, bifurcaciones, retorno al mismo punto cuando se imagina que avanzaba, encrucijadas, ocultamiento de las salidas, caos aparente, líneas distorsionadas, senderos que no conducen a ningún lugar y obligan a rehacer el camino, búsqueda incesante de alternativas.
Gabriel García Márquez escribió «El laberinto» para tratar de descifrar lo que Bolívar quiso decir al citar esa metáfora. Jorge Luis Borges no hizo otra cosa en su vida más que imaginar laberintos perfectos, lineales, rectangulares y circulares, espaciales y temporales, materiales y espirituales. Imaginó un laberinto de laberintos que abarcaría el pasado y el futuro, e incluso las estrellas.
Octavio Paz, en su «El laberinto de la soledad», describe a los españoles perdidos en un laberinto de nostalgia e introspección. De hecho el cuadro «Las meninas», de Velázquez, de 1656, es el espejo del espejo del espejo…
Miró pintaba laberintos para intrigar y entretener. Buñuel tenía una visión laberíntica del mundo. Sin embargo el gran inspirador de todos los laberintos fue Cervantes, perdido en los corredores de la razón y de la locura, de las luces y de las sombras, entre Erasmo y Maquiavelo. Don Quijote somos todos nosotros, los latinos, que nos negamos a hacer la distinción entre sueño y realidad, ilusión y hecho, quimera y concretez, utopía e historia. La Mancha, con sus molinos de viento, es nuestra patria espiritual.
Nuestros héroes son figuras míticas impregnadas de esa ambivalencia. Manipulados por el poder, vaciados de su rebeldía, figuran en nuestros libros didácticos o congelados en estatuas públicas como el reverso de lo que fueron. Así, los revolucionarios mineros son llamados «indiscretos», que significa delatores, indignos de confianza. La rebelión es llamada indiscreción. En expresión actualizada sería Traición Minera. Y los exploradores, inmortalizados hoy en monumentos, calles y carreteras, no están lejos de la versión barroca del escuadrón de la muerte rural.. Que lo digan los pueblos indígenas.
Estos versos de Sor Juana Inés de la Cruz, la primera poetisa latinoamericana, retratan bien nuestro carácter: «Confusa, mi alma / se divide en dos: / una es esclava de la pasión, / la otra sirve a la razón».
Los brasileños nos movemos en dos laberintos fantásticos: el primero es la burocracia estatal, a la que tememos y de la que no podemos escapar. Dependemos de ella, aunque horrorizados: infinitos papeles, solicitudes y requisitos, tasas y filas, tributos incesantes. El derecho concedido como favor; el burócrata travestido de sultán, dotado de poderes mágicos.
El segundo laberinto es el carnaval, la fiesta en que nos escondemos tras las máscaras y nos vestimos con la fantasía de lo que no somos. Allí se desintegra nuestra identidad y se reconstruye en aquel otro ser que se esconde en los escondrijos de nuestra alma -ésta también laberíntica, andrógina, compleja y cordial.
El carnaval es el gran ritual en el que ofrecemos a Momo, en el altar de la alegría, en el panteón de las carrozas alegóricas, nuestra rebeldía travestida en fiesta para gozo de los señores del poder que, desde la cima de sus camerinos de lujo, estampan cervezas en sus camisetas y descorchan champán, felices porque el ritual sublima la confrontación directa, el pueblo de allá abajo está disfrazado de reyes y reinas, mientras arriba ellos reinan de verdad; el pueblo de saco y sombrero mientras ellos mandan; el pueblo ridiculizando el poder, y ellos borrachos; además de tener el control sobre sus almas, disfrutan dionisíacamente de la belleza de los cuerpos desnudos, en aquel espacio en que la sangre se cambia en sudor, y la sensibilidad alcanza el ápice como expresión fortuita de una libertad que es negada fuera del confinamiento orgiástico, prisión de todas nuestras pulsiones libertarias. Allí son virtualmente rotas las fronteras de raza y sexo, clase y poder.
Los espejos móviles del laberinto reflejan la dádiva de Momo; advierten que sólo es por unos pocos días. Después, sin máscara ni fantasía, la realidad pone a cada uno en su debido lugar. Y que nadie intente sobrepasar los límites. Ni ose alargar el hilo de Ariadne y encontrar la salida del laberinto.
[Autor de «El desafío ético», junto con Veríssimo y otros, entre otros libros. Traducción de J.L.Burguet]