Que la economía mundial experimente comportamientos de la inflación como no se observaba desde hace cuatro décadas es el signo de la perpetuación de la crisis estructural del capitalismo, de su modelo rentista y parasitario, y del fracaso de las políticas de austeridad fiscal también adoptadas desde los años ochenta.
Los Estados Unidos cerraron el año 2021 con una inflación del 7%, en tanto que la Unión Europea cerró ese mismo año con un 5,3% y el Reino Unido con un 5,4%. Para febrero del 2022 los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) promediaron 7,7% anual, siendo su tasa más alta desde 1990. México, por su parte, se colocó por debajo de ese promedio con un 7,3%. En sectores como los energéticos los miembros de la misma OCDE promediaron el 26,6% en el aumento de los precios. El problema también se extiende a los precios de los productos básicos, principalmente alimentos.
Aunque se atribuye con regularidad que estas espirales inflacionarias se deben a la pandemia del Covid-19 y al confinamiento global que paralizó la actividad económica a lo largo de dos años, así como a la invasión a Ucrania por parte de Rusia –iniciada el pasado 24 de febrero–, la explicación no es del todo fiable pues el problema de fondo tiene larga data y responde a acontecimientos acumulados a lo largo de varias décadas. Si bien la ruptura de la cadena global de suministros suscitada desde marzo de 2020 encareció el acceso a insumos y bienes manufacturados, y si bien las sanciones económicas que pesan sobre Rusia y que afectan con la escalada de precios, directa e indirectamente, a unos 74 países que concentran cerca de 1 200 millones de habitantes, se impone también una lógica especulativa y depredadora entre las grandes corporaciones que acaparan insumos manufacturados, energéticos, granos básicos y fertilizantes. No pocas de ellas favorecidas con la transferencia de recursos públicos hacia sus arcas durante los dos años previos
Que el arroz y el trigo aumentasen sus precios alrededor del 22% y la cebada un 31% hacia marzo del 2022, ello habla precisamente de los mecanismos especulativos dispuestos por los grandes acaparadores de los granos básicos que aún desahogan las cosechas del ciclo agrícola pasado y no las del presente año que están en vías de producción.
La crisis epidemiológica global que tuvo sus principales manifestaciones en los años 2020 y 2021, por sí sola, no es suficiente para explicar estas espirales inflacionarias inéditas a lo largo de las últimas tres y cuatro décadas. Aunque tenemos que hacer referencia a la cantidad de dinero circulante impreso por los principales bancos centrales del mundo –principalmente de los Estados Unidos y de la Unión Europea– para afianzar la transferencia de recursos públicos a manos privadas bajo el pretexto de la quiebra de grandes empresas y bancos en esas naciones. De tal manera que la pandemia fungió como la justificación del híper-endeudamiento de estos sectores públicos y como un dispositivo de re-concentración de la riqueza en manos privadas y de desgravación de las deudas del sector bancario/financiero movido por el rentismo y cuyos pasivos ascienden a más de 2 billones de dólares. Los llamados “derivados financieros” que fueron la raíz de la crisis económico/financiera del 2008/2009 aún hacen sentir sus consecuencias. Después del 2010 no cesó en los Estados Unidos la adopción, por parte de la Reserva Federal, de una expansión monetaria ligada a las bajas tasas de interés. Ello se agravó en los dos últimos años con la emisión monetaria más grande en la historia de esa nación: el 22% de los dólares que circulan en esa economía se imprimieron en el año 2020.
Aunado a ello, la Reserva Federal desde la crisis financiera del 2008 mantuvo prácticamente en cero el precio del crédito bancario, como parte de la creación de dinero en ese banco central que adquirió el endeudamiento de la banca comercial.
A su vez, la coartada de la invasión de Rusia en Ucrania funge también como una justificación de la economía de guerra impulsada por el bloque de los Estados Unidos, la Unión Europea y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Beneficiarias de las inversiones públicas en armamentos, las grandes empresas fabricantes de armas no resienten la crisis de la economía mundial, sino que se alzan como parte destacada de las grandes beneficiarias. El mismo gobierno de los Estados Unidos, desde la Presidencia de Harry Truman, afianzó esta economía de guerra como mecanismo anti-recesivo y generador de empleos; ello pese a sus consecuencias inflacionarias. Años después, hacia 1960, el Presidente Dwight D. Eisenhower –alarmado– denominó a esto como el “complejo militar-industrial”.
Los actuales alcances globales de la inflación se explican por la elevada interconexión de la economía mundial y por el efecto multiplicador generado por el aumento de los precios de los energéticos en las cadenas globales de suministro. De ahí que la escalada de precios no afecte a los países de manera aislada.
El ineficaz y pernicioso manejo de la política monetaria en los Estados Unidos y Europa a lo largo de los últimos dos años es lo que explica la tendencia alcista de los precios. La emisión monetaria descontrolada y la disminución de las tasas de interés en aras de estimular el consumo y el beneficio de las grandes corporaciones –particularmente farmacéuticas, digitales y armamentistas–, completa el cuadro. Los amplios estímulos fiscales y monetarios aplicados en estas economías nacionales no funcionaron y se entreveraron con la reducción del crecimiento económico, hasta colocar a la economía mundial a las puertas de la recesión y a lo que Paul Krugman denominó en el pasado reciente como “el retorno de la economía de la depresión”.
Lo que subyace en las escaladas inflacionarias es la pauperización de las clases medias y el empobrecimiento masivo de la clase trabajadora en un contexto más amplio de re-concentración de la riqueza y el ingreso entre quienes se benefician de esos ataques especulativos en torno a bienes y servicios básicos como los hidrocarburos, los alimentos y demás bienes y servicios de consumo masivo. Si la escalada de precios continúa afectando a los graos básicos, las hambrunas generalizadas no se harán esperar en amplios territorios del mundo, teniendo como consecuencia la emergencia de nuevas conflictividades. Por tanto, el retorno de la inflación global funciona como un dispositivo para ensanchar las desigualdades en el marco de un ataque masivo hacia las clases populares en el mundo. No es la pandemia ni la invasión rusa en Ucrania las causas automáticas de estas espirales inflacionarias, sino la persistencia de un patrón de acumulación rentista, extractivista y depredador que succiona la riqueza y la concentra en pocas manos.
Más allá de los intereses creados, es pertinente pensar en otras explicaciones en torno a fenómenos como la inflación sin sujetarnos a los grilletes de la teoría económica convencional que reduce el fenómeno a un aspecto puramente técnico y monetario. Es un fenómeno también político y ético a la vez, muy relacionado con los nuevos mecanismos de concentración de la riqueza y de desigualdad que afecta sobre todo a las clases sociales desposeídas. Esa es la verdadera “guerra”: la que se libra contra la clase trabajadora depauperada de todo el mundo.
Isaac Enríquez Pérez. Académico en la Universidad Autónoma de Zacatecas, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
Twitter: @isaacepunam
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