Somos los muertos de otras civilizaciones, de otros tiempos. Existimos en las tierras medievales, en las barracas de los antiguos recogedores de algodón. Un día fuimos esclavos liberados, republicanos, insumisos; conseguimos ser tan ricos como merece ser cualquier hombre. Pero llegaron ellos, los de arriba (que querían ser más ricos de lo que un hombre […]
Somos los muertos de otras civilizaciones, de otros tiempos. Existimos en las tierras medievales, en las barracas de los antiguos recogedores de algodón.
Un día fuimos esclavos liberados, republicanos, insumisos; conseguimos ser tan ricos como merece ser cualquier hombre. Pero llegaron ellos, los de arriba (que querían ser más ricos de lo que un hombre merece).
Nos dieron dictaduras. Nos dieron el hambre. Cambiaron aquéllas de nuestras legislaciones que perjudicaban su economía de explotación. Nos aplastaron los votos, y cuando pudimos acceder a las urnas nos cambiaron al candidato que elegimos por otro -entonces el mundo estaba a dos bandos, y querían implantar el suyo en nuestra casa, en todas las casas-. Los de arriba. Los que poseían los huertos de algodón, hace siglos.
Preguntamos el por qué del cambio de dirigente. El por qué de sus marines en nuestra tierra. El a cuenta de qué su control sobre nuestros recursos, su intervención en nuestras políticas. Pero los de arriba nunca necesitan dar explicaciones; si acaso, algún chiste racista para justificar otra invasión más.
Y asumimos los costes. Cuando cambiamos las casas de madera por las de cartón, comenzamos a temer a los terremotos. Cuando tuvimos que vivir en las calles, comenzamos a temer a las epidemias. Antes nunca habíamos tenido miedo.
Y cuando ya estábamos destrozados llegaron ellos, ¡los mismos!, con otra cara, con otro rol. Nos miraron con pena y nos dieron limosnas y deseos de democracia, y el mundo les dio a ellos algún que otro aplauso. Sus televisiones nos enfocaban entonces más que nunca, a nuestros enfermos y nuestros muertos y nuestras tierras arrasadas; decían que todo era culpa de la perversa naturaleza, de nuestra miseria, de nosotros mismos. Y la gente suele creer a las televisiones, ya sabemos.
Ahora nosotros estamos lejos del lugar del que partimos. Ya no podemos tener caridad: sólo podemos recibirla. En eso se basa el aplastamiento extremo del hombre.
(Pero nada puede aplastarse eternamente, sin que salte. Eso es lo que temen ellos; ése es nuestro último consuelo).
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Foto: Fotografía: Emilio Morenatti, Agencia AP