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Las cosas, por su nombre

Fuentes: Rebelión

No importa que la imagen haya dado la vuelta al mundo, como pretendiendo imponerse a la de los sempiternos niños de vientre hinchado y ojos salidos de órbita. Más allá de unos catárticos, terapéuticos 10 minutos de horror civilizado, muchos seguirán durmiendo a pierna suelta tras asomarse a un ámbito de africanas que, mientras dan […]

No importa que la imagen haya dado la vuelta al mundo, como pretendiendo imponerse a la de los sempiternos niños de vientre hinchado y ojos salidos de órbita. Más allá de unos catárticos, terapéuticos 10 minutos de horror civilizado, muchos seguirán durmiendo a pierna suelta tras asomarse a un ámbito de africanas que, mientras dan a sus hijos la magra comida que pueden conseguir, se atan el estómago con una cuerda para paliar las punzadas del hambre. Grotesca parodia de las bandas gástricas utilizadas en Occidente en el empeño de adelgazar, si nos permitimos el símil de David Randall y Nada Issa Domingo en la digital Rebelión.

Pero cómo diablos requerir una mínima cuota de vigilia a la «conciencia feliz», aquella que, según el filósofo alemán Herbert Marcuse, refleja la creencia de que lo real es racional y el sistema establecido, a pesar de todo, proporciona los bienes. Cómo despertar a seres con mayor capacidad para el cálculo que sentimiento de culpa, desmovilizados por la ampliación del consumo inherente a la sociedad industrial avanzada, tecnológica; al capitalismo. Tarea tan ímproba como hacer oír el ruido del agua fluyente a quienes, por habitar a la vera de una cascada, ya no lo perciben. He aquí un reto al pensamiento y la praxis emancipatorios.

Por lo pronto, insistamos en que la opción por el statu quo, el «mejor de los mundos posibles», se basa en una condición, la de primermundista, que no repara o se cisca en el hecho de que diariamente mueren de inanición 57 mil personas, un menor de 10 años cada cinco segundos; y de que mil millones viven (más bien sobreviven, malviven) en una situación de subalimentación grave y permanente, tal nos recuerda Jean Ziegler, citado en Adital por José Carlos García Fajardo.

Decididamente, habrá que aplaudir al articulista Vicent Boix, de la Universidad Politécnica de Valencia, cuando se encrespa ante ciertos informes de la FAO. Y Dios nos libre de abogar por la eliminación de esa entidad, que no ceja en proclamar la «imposibilidad de desarrollo sostenible si no se erradican el hambre y la desnutrición»; y de aseverar que «uno de los grandes defectos de los sistemas alimentarios de hoy» es que, no obstante el «considerable avance en el desarrollo de la producción de alimentos, cientos de millones de personas […] no tienen los medios para producir o adquirir los alimentos necesarios para llevar una vida sana y productiva». Incluso, de instar a los gobiernos a «establecer y proteger los derechos a los recursos, especialmente para los pobres, e incorporar incentivos para el consumo y la producción sostenibles en los sistemas alimentarios».

Se duele la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, con toda razón, de que «el hambre pone en movimiento un círculo vicioso de productividad reducida, pobreza cada vez más profunda, desarrollo económico lento y degradación de los recursos». Ello, en un contexto en que «las pérdidas y el desperdicio de alimentos ascienden a mil 300 millones de toneladas al año -en torno a una tercera parte de la producción mundial de alimentos para el consumo humano-, lo que corresponde a más del 10 por ciento del total del consumo mundial de energía calórica».

Ahora, tanta bondad institucional no impide evocar el reclamo de Tartarín de Tarascón, el personaje de Daudet, a sus incordiados vecinos: Estocadas, que no alfilerazos, señores. Porque de nada valen las exhortaciones benéficas si alrededor de 500 multinacionales controlan el 52 por ciento de la riqueza planetaria, por lo que el capital financiero viene a decidir a quién toca morir, sustituyendo en el dictamen a las Parcas.

Seamos consecuentes. Los llamados al camino recto resultarán estériles en tanto la pitanza represente un negocio, pues -esto lo formulamos con Boix- «se puede prescindir de todos los objetos que nos rodean y que supuestamente nos hacen la vida mejor; sin embargo, llenar el estómago siempre será una obligación. Así lo han entendido esas pocas multinacionales que controlan el comercio de alimentos y los inversionistas que han volcado su dinero en los mercados agrícolas».

El grito de marras devendrá acto fallido mientras la FAO, aunada al Banco Mundial y al Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, sostenga que en las naciones empobrecidas el acaparamiento de tierras deparará puestos de trabajo, transferencia tecnológica, infraestructuras rurales, seguridad alimentaria… Criterio dirigido a justificar la inversión extranjera en general, y que resonó con fuerza impar hace un siglo, «cuando ciertas transnacionales fruteras transformaron Estados centroamericanos independientes en repúblicas bananeras». No en balde existe la historia, ¿no?

Y precisamente la historia nos convida a negar la terapia de 10 minutos de horror civilizado. A bregar contra la «conciencia feliz». Al menos, a llamar las cosas por su nombre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.