El estallido, a finales de 2005, de los jóvenes franceses suburbanos descendientes de inmigrantes asustó al gobierno, pero también dio margen para que el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, candidato in pectore a la presidencia con un proyecto fascista, tratase de dividir a los jóvenes estudiantes y trabajadores de las víctimas de la desocupación y […]
El estallido, a finales de 2005, de los jóvenes franceses suburbanos descendientes de inmigrantes asustó al gobierno, pero también dio margen para que el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, candidato in pectore a la presidencia con un proyecto fascista, tratase de dividir a los jóvenes estudiantes y trabajadores de las víctimas de la desocupación y del racismo e intentase canalizar hacia la represión policial y el racismo la protesta de varios sectores -incluso obreros o de las clases medias pobres- ante el incendio de sus autos o de sus talleres y comercios por sus vecinos desesperados y empujados a la violencia. La nueva Ley de Primer Empleo es, en efecto, una clara provocación, porque reduce la edad para dejar la escuela de 16 a 14 años y quita toda protección laboral, durante dos años, a los menores de 26, los cuales podrán ser despedidos sin indemnización, justificación ni aviso previo durante ese periodo «de prueba», en el que están a la merced del patrón. Los más marginales de los explotados entre los 14 y los 26 años (o sea, entre su pubertad y la edad en que forman familia) podrán tener algunos empleos si aceptan cualquier sueldo, no se sindicalizan, son sumisos y colaboran a bajar así los salarios y la seguridad en el empleo a los mayores de 26.
Sarkozy-De Villepin, aunque se disputen la representación de la derecha, coinciden pues quieren incorporar a su esquema un subproletariado, para dividir a los obreros y a los estudiantes y reducir los salarios reales. Eso, lo saben perfectamente, no es posible sin romper la resistencia de la mayoría de la población y sin imponer la represión generalizada. Por eso las manifestaciones que se suceden y la huelga general del martes, más que contra una ley salvaje que hace volver a fines del siglo XIX, marcan la creciente resistencia política contra la única vía que le queda al capital: la fascistización, la «guerra preventiva», esta vez no sólo fuera de Europa sino en el corazón de Europa misma y contra los trabajadores, los estudiantes, la democracia y las mismas tradiciones republicanas que caracterizan a Francia. ¡No pasarán!
Francia entra en el terreno de Bush y del establishment de Estados Unidos, que con su racismo, sus leyes antinmigrantes, su Patriotic Act, su fundamentalismo antislámico y su «choque de civilizaciones», sus prisiones y sus torturas, prepara una profunda modificación en sentido fascista de la sociedad estadunidense. La Francia de la liberté, la égalité y la fraternité, con Nicolas Sarkozy y Dominique de Villepin se transformaría en la Francia de la desigualdad sobre bases racistas; de la supresión de las libertades tradicionales y de las conquistas de la civilización; de la opresión infame contra las clases trabajadoras, que incluyen a los jóvenes desocupados. La Francia bushista saca su cabeza de la madriguera y la otra Francia, la republicana y socialista, se alza ya para enfrentarla.
Los hijos de trabajadores manuales y de las clases medias pobres se manifiestan en las calles junto a los beurs y otros descendientes de la inmigración reciente, esos franceses discriminados y oprimidos que no pueden integrarse en una sociedad que los considera un cuerpo extraño. La lucha contra la ley, en efecto, quiere cerrar el camino al trabajo precario que se les ofrece a éstos y garantizar, para los que ahora están menos peor, un mínimo de seguridad. Pero lo que predomina en ambos sectores no son las diferencias de intereses y de situación sino el odio común contra el racismo (que es también antijuvenil) y contra la represión, la brutalidad y la arbitrariedad de Sarkozy y sus CRS (policías de choque). Porque incluso entre los estudiantes y jóvenes obreros, el odio a los trabajos precarios y a la incertidumbre en el mercado laboral es una de las motivaciones principales (aunque Negri opine lo contrario al sostener que los jóvenes rechazan un trabajo estable y la disciplina consiguiente).
Lo cierto es que obreros, estudiantes, inmigrantes y desocupados están juntos en un solo frente contra el intento fascista que quiere oponer entre sí a los sectores oprimidos y explotados creando barreras de color, de raza, de lengua, de estatus o religiosas y crear una Francia en tres velocidades, con estratos bien diferenciados horizontalmente.
No estamos ante un nuevo 68, porque éste se produjo en un periodo de prosperidad que dio base a un movimiento libertario de las clases medias y, sobre todo, de los estudiantes, pero en el campo de las libertades, de la familia, de la estructura política nacional y, paralelamente, pero sin conexión profunda con el primero, a un movimiento obrero que ocupaba las fábricas no para disputar la propiedad al capitalista sino para obtener reivindicaciones postergadas desde los años 30 del Frente Popular socialista-comunista y, además, reconquistar jirones de la democracia sindical frente a los aparatos burocráticos, como el de la CGT. Pero sí tiene con el movimiento del 68 un rasgo común: la Francia plebeya busca, como siempre en ese país ejemplar, el fondo político del asunto y le da una respuesta objetivamente política, radical. El actual movimiento todavía tiene como consigna-enlace entre los suburbanos y los trabajadores y estudiantes hacer que De Villepin y Sarkozy se traguen su ley y renuncien. Eso podría llevar agua al molino de los socialistas y de una candidatura única de izquierda, pero los manifestantes no esperan, por ahora, cambiar las cosas en las urnas y en las instituciones sino, según la tradición francesa, en los bulevares y en los combates callejeros, oponiendo la legitimidad de los objetivos populares a la legislación fascistoide y el poder de hecho al poder de los poderosos en Matignon y en el Eliseo. ¡Solidaridad con el pueblo francés en lucha antifascista!