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Las falacias de la democracia

Fuentes: Rebelión

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“La clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida no está madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible”. Federico Engels

En cualquier país “libre”, no “autocrático” -según la terminología en uso por el globalizado discurso de la derecha, por supuesto totalmente rebatible- la democracia aparece como el bien supremo. Las penurias de las poblaciones se deben -según esa estrecha, muy peligrosa concepción en términos ideológicos- a la “falta de democracia”. Pareciera, de ese modo, que la tal democracia fuera una esencia con poderes mágicos, santo remedio para los males de la humanidad.

Anida allí una infame mentira. El modo de producción capitalista se mantiene en base a la explotación del trabajo asalariado, no importando si el mismo es de un obrero industrial urbano, un peón agrícola, un técnico con alto grado de calificación académica en trabajo remoto o una empleada doméstica. Todo el mundo que trabaja es explotado en este orden económico (también las amas de casa); si luego la forma de gobierno que rige en el territorio donde vive es este engendro llamado democracia, o no, es irrelevante. El rito estereotipado de emitir un sufragio cada cierto tiempo no influye en lo más mínimo en relación al circuito económico.

Lo que se ha desarrollado en la gran mayoría de países capitalistas como forma de gobierno tiene la denominación de “democracia”. Probablemente no hay palabra más remanida, manoseada y, hoy día, falta de precisión, que ese término. Cada vez que se acerca una elección escuchamos con insistencia que se vive “la gran fiesta democrática”, se repiten frases hechas -clichés, sin dudas- como que “con las elecciones gana el país, gana la democracia”. Si con la próxima administración no se resuelven los problemas nacionales ¿será culpa de ese gobierno electo? ¿Será entonces que la población votante elige mal? Pareciera que las penurias de la gente -y, por cierto, las hay en grado sumo- se deben a una “mala decisión” en el momento de emitir el voto. Pero debemos ir más allá de esta simplificación moralista en el análisis. ¿Acaso la misma población sufrida es “culpable” de su situación por “no saber votar”? Ese es el grado de mayor cinismo que pueda concebirse.

En las democracias representativas, supuesta panacea universal para todos los problemas sociales de la población planetaria -al menos eso nos dicen-, se repite hasta el hartazgo que el “pueblo es el soberano”. Aunque, a juzgar por la cruda realidad, parece que es más “ano” que otra cosa.

Nos bombardean diciendo que el pueblo manda a través del sufragio. Manda, sí…, pero solo a través de sus representantes. O sea que, inmediatamente formulada la que pareciera una fórmula mágica, viene la mediación (¿el engaño mejor dicho?): ¿manda el pueblo o mandan sus representantes? O ¿quién manda de verdad? ¿Mandarán quienes financian las campañas electorales desde las sombras?

En otros términos: el pueblo manda (¿manda?) el día que va a votar (al menos, así nos dicen). Después, hasta varios años más tarde, no se dedica a mandar sino a obedecer (o, más precisamente, a producir para otro, y a consumir. Y ¡cuidadito con protestar! No parece por ningún lado que allí exista la mentada “soberanía”). Si esa es la democracia representativa, mejor busquemos otra cosa, pues así parece que jamás se resolverán las penurias de los pueblos.

Ahora bien: analizadas las cosas en profundidad, parece que el pueblo, la ciudadanía votante, no manda nunca. Ni cuando va a votar (ahí es víctima de una monstruosa manipulación de mercadeo político, y termina eligiendo la mejor campaña publicitaria, al candidato/a mejor presentado, al mejor show mediático), ni mucho menos en la cotidianeidad del día a día, entre elección y elección. ¿Quién manda entonces? ¿Los representantes de la democracia representativa? ¿Esos señores encorbatados o esas señoronas muy bien maquilladas y con tacones, siempre en medio de periodistas y guardaespaldas, que hacen parte de los elencos gobernantes? Esa gente ¿cuándo consulta a sus bases para consensuar las decisiones? A quien lea este opúsculo: ¿cuántas veces tu diputado o senador, concejal o alcalde te consultó para tomar alguna medida? ¿A cuántas asambleas populares o cabildos abiertos asististe junto con tus “representantes”?

Esos “políticos profesionales” son los que hacen marchar la máquina estatal: quienes hacen las leyes, desarrollan las políticas públicas en base a esa legislación, negocian en nuestro nombre. Pero… ¿mandan? Hoy día ya se nos ha dicho hasta el hartazgo que los problemas que padecemos quienes votamos cada cierto período de tiempo (sea en el Norte desarrollado o el Sur famélico: pobreza crónica, falta de servicios como salud y educación, violencia generalizada, marginación social, represión cuando protestamos, guerras que nunca decidimos nosotros como base, catástrofe ecológica, patriarcado, racismo) se deben a que “no elegimos bien”. ¿No es una falta de respeto decir eso? ¿Qué sería entonces “elegir bien”? Salvo cuestiones un tanto cosméticas, no hay ninguna diferencia real entre todos/as los candidatos/as. Las izquierdas que llegan a ocupar sitios de poder político en el marco de este juego institucional del capitalismo, incluso presidencias eventualmente, están tan maniatadas por el sistema que, finalmente, ni parecen izquierdas. Y si pretenden ir un poco más allá de la línea roja que el sistema les impone, son sacadas del poder, con golpes de Estado cruento o “suaves”, como se hace ahora. Pero los tanques de guerra siempre están preparados por si es necesario derramar sangre. “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”, dijo vez pasada con el mayor desparpajo el entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo.

Este invento moderno de la “democracia” como supuesto gobierno de todos es una mentira bien organizada; la casta política (similar en todos los países capitalistas, ricos explotadores o pobres explotados), es decir: los gobiernos electos, son quienes llevan adelante los procesos administrativos que manejan el Estado y, por tanto, organizan la sociedad. En ese contexto valen las palabras sarcásticas de Paul Valéry al definir “política”: “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”. Deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. Insistamos: ¿cuántas veces fuimos consultados para opinar/debatir/aportar sobre una ley? “La ley es lo que conviene al más fuerte”, enseño Trasímaco de Calcedonia hace dos mil años; no se equivocó. El Estado, por último -nunca más oportuno recordar a Lenin- es “el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. Es por eso que planteos de izquierda, en tanto no se destruya el Estado capitalista -que está hecho para oprimir a la masa trabajadora-, no pueden trascender como propuesta auténticamente transformadora. Es cambiar algo superficial para que no cambie nada en la base.

Nos hacen creer que elegimos algo cada cuatro, cinco o seis años, pero el producto de esa elección no es más que un gerente, un administrador. O, si queremos ser más específicos aún, el capataz de la finca (“El consejo de administración de los capitalistas”, dijeran Marx y Engels). Los verdaderos patrones no necesitan dar la cara: tienen su propio “partido” que no cambia nunca, y los distintos candidatos reciben sus financiamientos. Quien paga al músico pide la canción.

En Guatemala, empobrecido y desconocido país centroamericano (hasta la próxima catástrofe natural, que lo volverá la estrella mediática por unos días) hace ya casi cuatro décadas que retornó esto que llaman “democracia”, luego de una de las más cruentas guerras civiles de toda Latinoamérica, con 36 años de combate e interminables daños. Pasaron desde entonces 11 presidentes (los hay para todos los gustos), pero las causas profundas por las que el país sigue siendo el segundo en desnutrición en toda Latinoamérica, con 15% de población abiertamente analfabeta, fundamentalmente entre mujeres (sin hablar del analfabetismo funcional, que llega al 80%), haciendo que alrededor de 200 personas diarias migren al “sueño americano” porque aquí no encuentran oportunidades, con racismo y patriarcado insultantes, se mantienen inalterables. Esas causas encendieron la guerra interna en la década de los 60 del siglo pasado. ¡No han cambiado, ni pueden cambiar con la elección de un nuevo presidente/gerente/capataz!

Por otro lado Estados Unidos -para hacer más patente el mensaje que se quiere transmitir- en el mismo período (años 80 a la fecha) tuvo 8 mandatarios, siempre elegidos entre sus dos partidos tradicionales, demócratas y republicanos, y el país no cambió un ápice en su significado histórico: nación hiper industrializada y vorazmente consumista, agresiva para con el resto del mundo, con una profunda cultura de violencia y muerte que la recorre de cabo a rabo, con una clase trabajadora con buen nivel de vida y adormecida completamente (Homero Simpson es su ícono representativo), y megacapitales impresionantemente abultados que inciden en la marcha del planeta en forma contundente. ¿Quién manda ahí? Wall Street y el complejo militar-industrial, independientemente del presidente de turno.

Es cierto que muchos funcionarios públicos -eso es más evidente en el Sur que en el Norte- cometen actos corruptos, robando recursos que son del erario público. Eso es totalmente condenable ¡pero no está ahí la auténtica causa de las penurias! Radica en la forma en que se reparte la riqueza nacional. Últimamente, como producto de la manipulación mediático-ideológica que realizan los capitales dominantes, se instauró la idea que “la corrupción” es el monstruo a vencer, la verdadera causa de las aflicciones de la especie humana. Es corrupto que un funcionario compre ostentoso una mansión costosa, sin dudas, de esas que un trabajador necesitaría más de un siglo para adquirir con su salario. ¿Pero por qué en un terrateniente multimillonario, un gran empresario o banquero eso se ve como normal? El capataz de la finca -quizá corrupto- no es el verdadero problema. La corrupción es un síntoma -no más que eso- de la estructura económico-social. Ahí está el verdadero núcleo de la cuestión.

Conclusión: la democracia como “gobierno del pueblo”, en los países capitalistas no puede pasar de mera ficción, de burla muy bien empaquetada y presentada como remedio universal. “Con la democracia también se come y se educa”, vociferaba el otrora presidente argentino Raúl Alfonsín en su campaña proselitista, mientras los planes neoliberales -que ni él ni ningún argentino decidieron- empobrecían al país, haciendo reaparecer la tasa de analfabetismo y orillando a que población hambrienta sacrificara algún cuadrúpedo del zoológico para comer, en el “país de las vacas”. Es evidente que esta democracia formal solo sirve para mantener el statu quo. Es decir: sirve para mantener un 15% de la población global que vive sin demasiadas penurias (trabajadores del Primer Mundo), y el ostentoso lujo inaudito e inmoral de un pequeñísimo grupo de privilegiados (0.0001% de la población mundial) que se siente dueño del mundo (un automóvil Rolls Royce de 28 millones de dólares, un reloj Patek Philippe Grandmaster Chime de 28 millones de euros, una suite en el hotel más lujoso de Las Vegas de 100,000 dólares la noche), decidiendo el destino de la humanidad. ¿Eso es la democracia?

Si eso es, hay que inventar algo nuevo, algo que ya existió embrionariamente, y dio resultados: los soviets en el inicio de la Revolución Bolchevique en Rusia, las asambleas populares en Cuba socialista, las fábricas recuperadas en diversos puntos del mundo, la Comuna de París en 1871, numerosos grupos de autogobierno en experiencias de REAL Y AUTÉNTICA democracia de base, democracia popular directa -no representativa-, la experiencia de las Comunidades de Población en Resistencia -CPR- en Guatemala, y un largo etcétera que demuestran que sí es posible ir más allá de esta infame democracia representativa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.