Recuperamos este interesante texto de Rafael Sánchez Ferlosio (publicado el 25 de noviembre de 2002) con ocasión de la entrega del Premio Cervantes 2004 que se efectuó ayer. LA ONU no podía conservar ningún prestigio o «relevancia», porque no puede conservarse lo que ya se ha perdido; y los había perdido dejándose conminar por un […]
Recuperamos este interesante texto de Rafael Sánchez Ferlosio (publicado el 25 de noviembre de 2002) con ocasión de la entrega del Premio Cervantes 2004 que se efectuó ayer.
LA ONU no podía conservar ningún prestigio o «relevancia», porque no puede conservarse lo que ya se ha perdido; y los había perdido dejándose conminar por un gobierno que hacía meses venía proclamando a muchas voces su absoluta libertad de iniciativa para atacar a Irak: a lo sumo, podría haber empezado a recobrarlos tan sólo si una votación en contra hubiese echado abajo la propuesta de resolución de los americanos. Esta propuesta seguía casi al dictado -como ya he dicho aquí hace unas semanas- el programa fijado por James Baker en su artículo «La manera correcta de cambiar un régimen» («The New York Times», 25-VIII-02), en el que, aun sin conceder la más pequeña posibilidad de dejar de hacer la guerra, recomendaba, sin embargo, promover ante el Consejo de Seguridad una propuesta de resolución que impusiese al gobierno irakí, bajo las más severas amenazas, la vuelta de los inspectores de armamento. El hecho de que, a pesar de dar por totalmente descartada cualquier opción que no sea la de la guerra, recurrir a la ONU siga siendo, para Baker, «la manera correcta» nos lo explica con «la ventaja en la razón moral» que supondría para los americanos el poder transferir sobre los que votasen en contra de su resolución la carga de la culpa de «defender a un régimen ilegal». Es una extraña concepción de la moral como una mercancía de cambalache, pero parece que es así.
La indecente propuesta mal podría decirse que le asignara al Consejo de Seguridad ni tan siquiera la función de organismo consultivo carente de poderes vinculantes, sino tan sólo el denigrante papelón de mamporrero moral para que los Estados Unidos se sintiesen cargados de razón moral para una guerra que ya se habían manifestado repetidas veces autosuficientemente autorizados y dispuestos a emprender al margen de todas las ONUS de este mundo. En cuanto a Kofi Annan, con su casi evidente actitud de «qué lindo sería si los 15 aprobasen por unanimidad la resolución americana», ha venido a ejercer como de madre superiora: «Ea pues, cantad todas a una: «Venid y vamos tooodas…»!».
La situación en que ha sido aprobada la propuesta americana -casi ajustada a los términos de Baker-, convirtiéndose en la «Resolución 1.441» de la ONU, no es muy distinta de la que en un momento ya avanzado de los prolegómenos de la Guerra del Golfo, y siendo entonces secretario de Estado el propio Baker, se presentaba el 29 de noviembre de 1990, fecha de la «Resolución 678», que igualmente se recomendaba como «una última oportunidad al gobierno irakí», aunque aquélla para que se retirase de Kuwait y ésta para que acepte la vuelta de los inspectores de armamento. Es cierto que hoy no hay, como en aquella ocasión, 200.000 soldados desplegados alrededor de Irak, pero sí se ha hablado de unos 600 oficiales organizadores en un lugar de Bahrein, de algunos millares de soldados de «fuerzas especiales» en diversos puntos de las cercanías y de un portaaviones en el Golfo Pérsico, en espera de que se le unan otros dos que ya han zarpado o están a punto de zarpar, pero aún más relevante es que la guerra contra Irak se viene pregonando por lo menos desde principios de febrero. Y aunque no sea más que un síntoma anecdótico del espíritu reinante, ya a mediados de mayo un diplomático británico de la ONU, tras mostrarse de acuerdo con Rumsfeld en cuanto a la compulsiva contumacia armamentística de Saddam Hussein, declaraba por su parte: «Irak debe enterarse de que una vez acabadas las conversaciones (no ya las últimas, sino las de Viena, que fracasaron el 5 de julio, fracaso ante el que los americanos no ocultaron su alegría), tanto si Bagdad rechaza la vuelta de los inspectores como si la acepta, los misiles acabarán cayendo sobre sus cabezas».
Tras diez meses de alardes de guerra, declamaciones y aspavientos y tanto tamborearse con los puños el resonante pecho de gorila, lo que uno se pregunta es en qué puede ir a parar la «Resolución 1.441» de la ONU, porque si hay una cosa en este mundo que el honor guerrero -emocionalmente elevado, por añadidura, como ha demostrado el éxito del GOP en las recientes elecciones, a la categoría de «honor nacional»- no puede en ningún caso tolerar jamás es que se agiten las armas en vano. Y una vez más la ley del samurai: «La espada que ha salido de la vaina tiene que matar». De modo que está pasando lo que tenía que pasar, lo que con admirable clarividencia se anticipó a señalar Claire Tréan, comentarista de Le Monde, nada menos que el 20 de septiembre: «Queda pendiente una cuestión más estratégica, que no está en el programa del jueves próximo (26 de septiembre) y que con especial acritud se les plantea a los americanos: tras haber hecho subir la tensión internacional hasta el punto en que ha subido en estas últimas semanas y, por lo que a los propios Estados Unidos corresponde, haber jurado la perdición del régimen de Saddam Hussein, ¿podrá uno contentarse con ver al señor Blix y a sus adláteres haciendo las maletas para salir camino de Bagdad?».
Los investigadores de armamento parten, de hecho, ya desautorizados y desacreditados, pero no porque nadie dude de su honestidad, sino porque el gobierno americano -y en un grado difícil de medir, los que le han declarado su adhesión no sabemos todavía hasta qué punto incondicional e inquebrantable- no tiene interés alguno ni el más mínimo deseo de averiguar si el gobierno irakí está mintiendo o diciendo la verdad. Es una voluntad de no creerle que se parece como un huevo a un huevo a desear que mienta, de tal manera que los bombarderos despegarán por sí o por no. Así parece haberlo entendido por lo menos aquella Madeleine Albright, que otrora tuvo en la ONU el puesto hoy ocupado por John Negroponte y después el de secretario de Estado, que hoy tiene Colin Powell, según lo que declaraba en un artículo publicado por «El mundo» el 14 de septiembre, en el que preconizando el bombardeo «sin previo aviso» de las instalaciones irakís sospechosas de tener o producir armas «non sanctas», si el gobierno obstruía las inspecciones, decía lo siguiente: «Incluso si después se demostrase que esas sospechas no eran ciertas, la culpa recaería íntegramente sobre Irak por denegar el acceso a los inspectores y nunca sobre los Estados Unidos por intentar hacer cumplir la voluntad del consejo de Seguridad». Ahí puede observarse no sólo el mismo recurso que ya se ha visto en James Baker, en lo que atañe al descargo de conciencia mediante la proyección de toda responsabilidad sobre el que se resista a las propias intenciones, sino también la prefiguración de un novísimo género de guerra que desborda incluso los términos de «guerra preventiva» y sería más apropiado designar como «guerra por-si-acaso».