Las llamativas declaraciones (¿reaccionarias y machistas?) de la presidenta de la Comunidad de Madrid podrían ser suscritas pelo a pelo por los miembros de su propio partido, el PP, incluso más allá de la militancia conservadora, en los confines de los ultras católicos y fascistas de la derecha española y en la gran mayoría cultural […]
Las llamativas declaraciones (¿reaccionarias y machistas?) de la presidenta de la Comunidad de Madrid podrían ser suscritas pelo a pelo por los miembros de su propio partido, el PP, incluso más allá de la militancia conservadora, en los confines de los ultras católicos y fascistas de la derecha española y en la gran mayoría cultural presa de las más rancias tradiciones vernáculas.
Esa mayoría silenciosa que solo quiere vivir en paz, votando estabilidad a la defensiva casi siempre, de empleo basura, hipoteca abusiva o alquiler por las nubes, sueño libidinoso de coche en propiedad, vacaciones en lejanías exóticas bajo préstamo, fútbol a mansalva y consumismo como acontecimiento supremo de la cotidianeidad, suele comprar con facilidad esta sociología barata incrustada en el inconsciente colectivo a base de prototipos y prejuicios que hacen de la normalidad un hogar seguro, confortable y sin ruidos excesivos de complejidad intelectual y compromiso político.
En tal inconsciente pululan ideas tradicionales y retrógradas que construyen un nosotros muy definido expresado a través de sumisión y silencios inducidos por la propaganda mediática a dosis regulares: las mujeres deben mostrarse como objetos de deseo que han de sexualizar cualquier gesto nimio para adecuar su conducta a lo que se espera de ellas y los hombres, por su parte, son cazadores genéticos empedernidos e inmodificables prisioneros de su genuina biología de asalto permanente a las piezas o trofeos femeninos. Cualquier desviación de esta normalidad asumida como natural son anomalías más o menos tolerables.
Por supuesto que la mezcla de estos valores preeminentes dan como resultado una variedad de singularidades muy extensa y significativa, pero los moldes auténticos subsisten y sirven como referencia para designar a todas aquellas personas que se salen de los lindes clásicos. Decir que la mujer ha avanzado mucho desde la caverna prehistórica es una obviedad (luchando contra viento y marea, eso se oculta a conciencia). Sin embargo, tanto en las sociedades ricas como en las pobres el uso de la mujer como elemento secundario o complementario del poder patriarcal sigue siendo un hecho irrefutable.
La mujer trabaja más que el hombre, gana menos o no se retribuyen sus servicios, se ejerce una violencia sistemática sobre su condición y persiste la visión de ser mero objeto sexual o guinda bella de la vida diaria. Da lo mismo que sus credenciales profesionales y su quehacer laboral y doméstico digan otra cosa: la mujer solo es imprescindible como icono estético para calmar los impulsos eróticos del hombre y otorgar realce a su estatus de poderío fálico.
Lo que Cifuentes ha manifestado de mayor relieve, y que menos ha sido comentado por los analistas críticos, carroñeros según la dirigente del PP, ha sido que su equipo habitual de colaboradoras son mujeres feministas que se arreglan convenientemente. Arreglar o arreglarse nos lleva, en este caso, a que la mujer parte de un origen roto o defectuoso, de ahí que esté obligada a recomponer su físico, que en ella coincide totalmente con su naturaleza o ser intrínseco, para mostrarse en público sin tacha ni raspadura en su piel.
Estos arreglos han de posibilitar una imagen preciosa de la mujer, acicalamientos intensivos, rasurados a la moda, perfiles y cortes adecuados, toques pintorescos, ademanes suaves, amaneramientos edulcorados y vestimenta que resalten sus perfiles de mujer como dios manda, esto es, inscrita en esa normalidad moral y sibilina que dicta el canon de lo femenino frente a una masculinidad pujante, preeminente y hegemónica. De este marco prescriptivo nacen las que se hacen rubias para intentar domeñar las pasiones irrefrenables del macho en ejercicio de su capacidad natural de inseminar todo lo que se mueva y lleve faldas.
Ambos estereotipos se buscan, se fortalecen y se necesitan mutuamente. La relación, no obstante, resulta desigual: la mujer normalizada, una vez utilizada por el macho alfa, es tirada a la cuneta hasta la próxima ocasión. Y, a veces, la fatalidad hace que no haya una nueva posibilidad. Calmar la violencia privada, ideológica, cultural y social contra la mujer con los paños calientes de estrategias mundanas de mujer lista y fatal están condenadas al fracaso absoluto: son éxitos pasajeros, victoria pírricas, situaciones que mantienen a la mujer en una posición subalterna frente al imperio del hombre y la sociedad patriarcales.
Cristina Cifuentes y sus amigas arregladas trasladan una doctrina subliminal muy peligrosa y nociva: la mujer es en sustancia un ente al que algo le falta, por esa causa debe reparar con artificios sus lacras o taras de cuna. Una mujer que no se arregla siguiendo las directrices tradicionales es anormal, fea, antinatural, contrahecha o feminista de izquierdas (¿existe el feminismo de derechas?).
La presidenta madrileña pretende venderse como una mujer posverdad, posfeminista, posmoderna y poshistórica. Todo a la vez. Y, en este sentido, su apuesta publicitaria cala bastante bien con la normalidad institucionalizada. Las críticas que recibe aumentan su capacidad de seducción porque aísla y polariza las críticas en predios feministas de aroma radicales. Su figura se agiganta en coalición instrumental con el machismo irreverente y los moderados de turno. Ella sabe que el inconsciente colectivo está de su parte: aquellos y aquellas que no gritan pero votan por la espalda. Los resultados favorables de la derecha corrupta y de sus acólitos de la izquierda útil le dan la razón. La mujer arreglada es la mujer perfecta, la mujer-mujer por antonomasia de su idílico universo.
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