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Economía y Ética

Las necesidades humanas

Fuentes: Rebelión

00 Los Upanishads son el primer texto religioso de la humanidad. Su origen, como ha ocurrido con todos los restantes textos religiosos, no es ni casual ni divino: tales escritos siempre han coincidido con el surgimiento de las primeras megapolis de la sociedad de que se trate. (La afirmación inversa es falsa). La vida en […]

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Los Upanishads son el primer texto religioso de la humanidad. Su origen, como ha ocurrido con todos los restantes textos religiosos, no es ni casual ni divino: tales escritos siempre han coincidido con el surgimiento de las primeras megapolis de la sociedad de que se trate. (La afirmación inversa es falsa). La vida en sociedades numerosas provoca una especialización incontinente de sus miembros por esferas productivas. En el caso de la India, ese proceso se tradujo en una fragmentación de la sociedad en castas y sub-castas perfecta y brutalmente jerarquizadas, cuya vigencia se dilató legalmente hasta hace apenas unos años, por lo que debe campear aún, más o menos subrepticiamente, en muchas cabezas por aquellas tierras del Ganges.

El perfeccionamiento de los procesos productivos que propicia la vida en las ciudades conduce a un incremento apreciable de la diversidad, cantidad y calidad de productos disponibles en sus mercados. Sin embargo, en contra quizás a lo esperado por los beneficiados, el monto superior de riquezas circulantes, en sí mismo, no los hace más felices (o cualquiera que sea el nombre y el contenido que se dé al estado equivalente de plenitud existencial en el que la persona siente satisfechas sus expectativas). Con frecuencia, tal estado no lo alcanzan ni siquiera los más favorecidos, toda vez que esta abundancia material solo garantiza mejores condiciones de supervivencia del grupo humano de que se trate, respecto a períodos de menor exuberancia económica. Esto es así, porque los seres humanos además de hambre, sufrimos -en no menor medida- apetito; tenemos que comer y saber que lo hemos hecho. (Las personas no somos vacas, la satisfacción -productivamente evaluable- de las cuales se consigue con una adecuada alimentación e inmunización oportuna contra enfermedades.)

Si en un mundo de grandes carencias, en el que la viabilidad y supervivencia de la especie constituía el problema principal de los humanos, y podía colegirse en él -acuciado por ellas- que la solución de las insuficiencias materiales debía en sí misma conducir a la humanidad a una suerte de «estado de gracia», en el que cada quien se sentiría satisfecho, sin temores ni dudas, y cada cual vería claramente el sentido de su existencia, la causa de su «estar vivo», y pudiera gozosamente aprestarse a cumplirlo hasta lograrlo, la vida en ciudades materialmente ricas debió servir para demostrar a aquellos primeros seres con historia -tras un período inicial de estupor- algo que ni siquiera avistaban entonces, a saber: las honduras y recovecos del problema que sería posteriormente llamado «teleológico individual humano», las sinuosidades y exigencias de su propio psiquismo, tanto menos la relación entre ambos. (No es extraño, pues, que todos los profetas hayan dicho casi lo mismo.) En el mundo actual la elevada tasa de suicidios de los países más ricos y los reducidos niveles de crecimiento poblacional son indicativos de una crisis interna similar: la posesión de riquezas, por sí sola, no resuelve el problema humano.

Como todas las escrituras religiosas, los Upanishads -el valor de cuyas especulaciones aproximativas al universo interior humano no es en modo alguno despreciable-, enfatizando la importancia de nuestra espiritualidad, ofrecen consuelo a los más desposeídos y dictan normas de conducta para hacer viable la convivencia de grandes grupos sociales.

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La tesis generatriz del hinduismo tradicional, según se recoge en los Upanishads, es la existencia de una nada inmanente (el embrión del futuro cero del lenguaje matemático), cuya degradación (empobrecimiento paulatino, declinación, envilecimiento, decadencia y sinónimos) produce el mundo material. Aquí tenemos claramente expresado que la materia es una abyección de la idea. El estudio de esa genuina dialéctica idealista, pone al descubierto tres peculiaridades muy sugestivas: a) la lógica deducible de su aceptación trasunta todo el pensamiento metafísico, epistemológico, ético y estético del hinduismo; b) la perversión referida de la idea primigenia no es uniforme, sino escalonada; c) la involución de la idea hacia la materia es un proceso reversible: volición mediante, a los seres humanos les está dado alcanzar la divinidad. (El enfoque judeocristiano e islámico, por el contrario, niega esa posibilidad al situar a dios -en un acto acrobático-mental de autodenigración digno de atención psicológica especializada- muy por encima de los seres humanos, no dentro de ellos.)

Del corolario de las gradaciones de la degeneración de la idea se deduce, por ejemplo, la existencia de los chakras o vórtices pránicos (energéticos) del -llamado- cuerpo astral del individuo, vocablos todos ampliamente difundidos en nuestras culturas, mientras que, del corolario de la universalidad de la lógica aceptada, el hinduismo deriva su teoría de que cuanto más cerca de la tierra se encuentre un chakra, tanto más asociado está a funciones crecientemente pedestres.

Para resaltar el alcance del tercer corolario debemos antes apuntar que una de las características de la filosofía tradicional de la India más extravagante al raciocinio calificado de «greco-latino» es la irrelevancia de sus aspectos cosmovisivos, en comparación con los cuerpos de enseñanza equivalentes de Occidente: a los antiguos rishis no parece que les preocupara mucho cómo era el mundo que habitaban (aspecto; epistemología) ni por qué era así (esencia; metafísica), sino cómo hacer para vivir en ese mundo de la manera más plena posible (ética), según ciertos significantes que presumían del vocablo «plenitud», a fin de conseguir un estado beatífico denominado nirvana que les exoneraría del samsara (ciclo de reencarnaciones subordinadas a las leyes del par enlazado karma [actos cometidos]-dharma [justicia infalible evaluadora del karma]), y les evitaría -consiguientemente- enfrentar los prosaicos problemas mundanales de la cotidianeidad. La filosofía tradicional de la India es, ante todo, un modo de vida.

[En relación con la notable divergencia que se observa entre la respetuosa indiferencia hinduista por el entorno y la inquisitiva sensualidad helénica, es interesante e ilustrativa la observación del swami Vivekananda (1863-1902), al responder una pregunta que, en este sentido, le hiciera un occidental: «la hermosura de la naturaleza del antiguo mundo griego obligó a sus deudos a contemplarla y reconocerla» -fue su respuesta-; ella es, en sí, índice de un espíritu muy perspicaz, una personalidad muy comedida, un pensamiento muy objetivo, un alma muy elevada y -sobre todo- una cultura muy deferente.]

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Otro contraste de peso entre el hinduismo y la filosofía occidental está en la solución al ya aludido problema teleológico. Para muchos pensadores tributarios del pensamiento clásico greco-latino, el sentido principal de la vida humana es la felicidad. Ella era entendida por Aristóteles como el bien supremo que se alcanza a través del dominio de la razón y el conocimiento; los pragmáticos o utilitarios la reconocen como el mayor bien para el mayor número de personas; el epicureismo afirma que es la serenidad resultante del vencimiento de los temores; los hedonistas cirenaicos subrayan que el placer es el único o el principal bien de la vida; los cínicos aseguran que es el logro de la virtud; para san Agustín su consecución implica la supresión del pensamiento y los sentidos, mientras que Blas Pascal la entiende como recompensa en una quimérica vida de ultratumba.

Durante el Renacimiento, el problema teleológico fue abierta y espontáneamente relacionado con el problema de la predestinación. En efecto, existiendo un presunto omnisciente creador de todos los seres y cosas, es natural suponer que esa entidad conoce de antemano cuál es la misión que él asigna a cada individuo. Es claro que ante las conductas malvadas de algunos de sus congéneres y otras vicisitudes personales, muchos dudarán de la infinita bondad del susodicho, aunque siempre se puede aducir que no es dable a la mente humana descubrir los designios secretos, íntimos y últimos de tan superior inteligencia. Por consiguiente, un aspecto no menos inquietante de todo este asunto se vincula a conocer el signo divino empleado para distinguir píos de perversos. Es así que, en pleno auge del capitalismo -causa final del cisma cristiano-, el sacerdote suizo Jean Calvin (1509 – 1564) introdujo en la práctica religiosa y en su cuerpo de creencias una supuesta solución al problema teológico (llamado) «de la predestinación y el libre albedrío humano», de acuerdo con la cual dios -en virtud de sus capacidades precognitivas absolutas y omnisciencia- hace conocer a quiénes de las personas nacidas en este mundo ha elegido como justas (una de cuyas misiones retributivas ante ese dios es entonces descubrir y castigar en sociedad a los predestinados impíos) a través del éxito que ellas obtuviesen como seres sociales, entendiendo por éxito social, en primerísimo lugar -y esto es lo más relevante y demostrativo de la sapiencia celestial-, el éxito en los negocios emprendidos. Con esta ideología este clérigo ofreció al capitalismo una contundente teleología y una justificación ética a la conducta despiadada y explotadora de los capitalistas: para Occidente ser es tener, y viceversa, deus dixit.

Muy por el contrario, el hinduismo tradicional ofrece el logro del nirvana (esto es, la autoanulación consciente del individuo, su autoaniquilación material, su retorno de la sustancialidad a la esencia esotérica) como meta mayor.

Fieles, por tanto, a sus concepciones rectoras, de acuerdo con las cuales la materia es despreciable (ruin, indigna, innoble, vil y similares), los primeros pensadores hinduistas elaboraron la noción de maya, cuya acepción primera es referida tanto a la sustancia creacionista universal, como a la energía ilusoria de esa materia que la hace apetecible (en otras palabras, el impacto virtual, o asumido, del mundo material sobre los seres humanos).

La principal inferencia posible de tal enfoque es que la significación que damos los humanos a lo material es completamente infundada: es el resultado de un espejismo; consecuentemente, los deseos de posesión asociados a bienes materiales son espurios y no retribuyentes. Armados de tales conclusiones, los hinduistas practicantes persiguen vehementemente el desapego y valoran mucho el ascetismo, el cenobitismo, el aislamiento penitente, y similares.

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Aun cuando el prólogo realizado hasta aquí tiene, más que todo, una clara intención cultural, no es preciso aceptar excesos para reconocer que nuestro mundo está lleno de personas poseedoras de cantidades irracionales y redundantes de riquezas materiales que viven sumidas en la insatisfacción constante e, incluso, en la desesperación, lo cual debe inducir a la izquierda comprometida, única y auténtica diseñadora del futuro, a sopesar detenidamente las relaciones entre economía y plena realización humana, en especial, considerando la influencia que la imagen distorsionada de este fenómeno, por parte de las autoridades competentes del locus ex-soviético, tuvo en la trágica implosión del socialismo irreal de la zona de Eurasia central: desde el punto de vista estrictamente material ninguna de aquellas personas vivía en la indigencia o el desamparo social; luego, hay que concluir que llegaron a la desafección hacia su régimen por otras causas.

Independientemente de la importancia individual que contengan las prácticas ascéticas hinduistas citadas, su invalidación inmediata proviene, como en el caso del voto del sacerdocio católico-budista de abstinencia sexual, de la imposibilidad (e irracionalidad no mística) de su socialización (vale decir, de su generalización social): es claro que la solución del problema humano no se encuentra en la desaparición de los humanos, débase ella a inanición, sea por cualquier otra inacción o carencia. (Tal vez no resulte ocioso subrayar que la solución de un problema implica su superación dialéctica, mediante el dominio de sus causas y la previsión de sus consecuencias, no su desconocimiento u omisión voluntaria: levantar una cerca en la frontera méxico-estadounidense no resuelve los problemas de la emigración, ni la muerte de los talibanes desvanece el terrorismo como vía comportamental posible ante la injusticia, por mucho descrédito ético que él merecidamente convoque.)

A pesar de la justeza del enunciado anterior, hay una conducta no maximalista derivable también, en cierto modo, del enfoque expuesto, que aparece no solo llena de racionalidad, sino de valores ecológicos (uno siente el deseo semasiológico de nombrar ecologicidad a la mentada categoría de «valores ecológicos»), a saber: la (mayor) eficiencia existencial, esto es, cómo lograr individualmente la máxima (más exitosa) realización humana circunstanciada con el mínimo de recursos disponibles, o sea, cuáles deben ser las condiciones materiales a disposición de un individuo, sus cualidades, y el desarrollo de sus capacidades que le permita enfrentar su realidad, sin que peligre o merme su crecimiento como persona y sea productivo para su entorno social.

Aunque por el momento nos resulte nebulosa la noción intuitiva de «máxima (más exitosa) realización humana circunstanciada», diríase indiscutible que la factibilidad de semejante objetivo exige un orden social racional y antropocentrado, al menos por el hecho de que, dadas las exigencias y facultades de nuestra naturaleza más íntima, cualquier realización humana exitosa es un fenómeno social, puesto que solo en sociedad ella se comprende en tal calidad, y de que el individuo de referencia debe haber sido pertinentemente y oportunamente atribuido por esa misma sociedad para lograr tal empeño.

La meta recién aducida está en exacta oposición a los objetivos colegibles sin esfuerzo del capitalismo (tanto «puro» como apellidado). En efecto, a juzgar por la conducta consumista galopante, patológica, compulsiva y desbordada que el capitalismo alienta, la virtud -sin ser esta afirmación un chiste- semeja estar en la antípoda conceptual de lo dicho, o sea: en cómo lograr individualmente la menor (también, peor) realización humana con la mayor dilapidación eventualmente posible de recursos.

La agudeza del antagonismo entre «realidad» y «propósito» en torno al criterio de eficiencia existencial aconseja detenerse a considerarlo. La importancia de este tema proviene del hecho de que en una sociedad socialista (sociedad construida, lo cual implica por definición racionalidad), la diversidad, cantidad y calidad de los recursos materiales (producción y mercado) deben estar funcionalmente relacionados con el propósito de que sus miembros alcancen la mayor eficiencia existencial posible.

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Cualquiera que sea el contenido del concepto eficiencia existencial es obvio que está íntimamente relacionado con las necesidades humanas, esto es, con aquellos requerimientos biológicos y psicológicos de los individuos humanos, cuya insatisfacción prolongada pone en riesgo la viabilidad, subsistencia y crecimiento del sujeto de referencia.

Como se comprende con facilidad, las mencionadas necesidades humanas no son estáticas; dependen fuertemente de la cultura y de la época, pero es posible encontrar un grado de generalización, ligado a sus esencias, que permita prescindir de particularizaciones extremas. Por ejemplo, todos los seres humanos necesitamos alimentación, aunque para unos esto signifique maíz y para otros, arroz.

Al mismo tiempo, los desastrosos acaecimientos ocurridos con el socialismo irreal del siglo pasado aconsejarían obviar los enfoques demasiado holísticos de la integralidad psicosomática que somos y considerar disgregadamente las peculiaridades de estas dos mitades (psiquis y soma) de la misma realidad humana.

Dentro de las necesidades humanas hay algunas, asociadas a exigencias somáticas, cuya cobertura es imprescindible para la viabilidad de los seres humanos. Ellas conforman una suerte de «núcleo duro». Individualmente analizado, este «núcleo duro» incluye agua, aire y alimentación. Cuando se piensa en la subsistencia o viabilidad de un grupo humano, hay que incorporar a las mencionadas la vivienda y la protección. Las necesidades humanas vinculadas a exigencias biológicas pueden ser comprensiblemente llamadas necesidades vivenciales humanas o simplemente necesidades vivenciales. Consecuentemente, aquellas apetencias ineludibles asociadas al psiquismo humano se denominarían necesidades existenciales.

Las necesidades existenciales no son caprichos, ficciones subjetivas ni entelequias, porque -aunque no son vulgarizables, fisicalistas, mecanicistas ni reducibles- su naturaleza es absolutamente biológica y su satisfacción se afinca en la materialidad del entorno en que se desarrolle el individuo en cuestión. Las necesidades existenciales son la expresión de la sustancialidad biológica e interacción compleja de los elementos componentes del psiquismo humano, conectadas a las capacidades que exhibe su poseedor en su relación consigo mismo, con el medio físico, con la sociedad y con el conjunto de todos esos elementos. (Por ejemplo, la recepción de información, al igual que la socialización, es una necesidad humana, puesto que está experimentalmente demostrado de antaño [Ver por ejemplo, «The fifth need of man«, John Rader Platt, Horizon, Vol. 1, Num. 6, July 1959] que si los sentidos del individuo humano no reciben con la intensidad y periodicidad adecuadas estímulos que de alguna manera puedan ser interpretados por su sistema nervioso como «información novedosa», respecto a alguna anterior «conocida» pertinente -tal como podría ocurrir en el cosmos o en otras situaciones similares extremas-, este se ve literalmente aniquilado y su viabilidad se pone en riesgo. Muchos sistemas de tortura conocen estos asertos.)

Antes de detenernos en otros detalles acerca de las necesidades humanas, es adecuado definir estados generales respecto a su satisfacción, derivables de la sociedad.

Parece sensato convenir en que, tocante a las peculiaridades materiales del entorno que enfrenta, un individuo humano puede estar en condiciones de precariedad (indigencia, pobreza extrema, pobreza o suficiencia), abundancia y exceso. Estos estados se corresponden con distintos grados de satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales básicas, incidentes en las siguientes posibilidades reales de viabilidad, subsistencia, productividad y crecimiento que tenga el individuo:

Indigencia – La precariedad material y de otro tipo reinante en el medio hace que la persona sea inviable. Su subsistencia es un evento casual que no depende del individuo mismo, lo que los hace socialmente improductivos en todos los planos. En la indigencia los seres humanos no ven cubierta regularmente sus necesidades básicas materiales ni espirituales.

Extrema pobreza – La precariedad material del entorno convierte a la persona en un ser individualmente viable, pero no es genéticamente subsistente, o sea, en este estado el individuo ve cubierta sus necesidades materiales básicas con cierta regularidad (aunque la regularidad de la satisfacción mencionada no depende del sujeto en cuestión, por lo que su productividad social es circunstanciada o esporádica) y subsiste, pero su familia (de tenerla) viviría en la indigencia. Los seres humanos que viven en extrema pobreza no ven satisfechas sus necesidades espirituales básicas.

Pobreza (suficiencia) – La persona es genéticamente subsistente ya que sus necesidades materiales básicas se cubren regularmente, y dicha regularidad depende fundamentalmente del propio sujeto en cuestión, puesto que son seres socialmente productivos en muchos planos de la realidad; mientras tanto, en este estado de suficiencia, la cobertura de las necesidades espirituales del individuo es casual, por lo que su crecimiento individual y plenitud vivencial se torna evento puntual de naturaleza aleatoria.

Abundancia – Las personas tienen cubiertas todas sus necesidades materiales y espirituales básicas, con una regularidad que depende en gran medida de ellas mismas, o sea, en la abundancia los individuos humanos son permanentemente productivos en todas las aristas sociales, lo que les da un grado muy elevado de autosuficiencia y autonomía. Las producciones redundantes o injustificadas son muy irregulares. La abundancia garantiza el crecimiento individual y plenitud vivencial de todos los miembros de la sociedad de que se trate; el fracaso individual se convierte en un evento casual. En la abundancia, resultado de la mesura individual y la concertación productiva social, se alcanza la máxima eficiencia existencial, puesto que cada persona encara los riesgos y enfrenta los retos que genera su propio crecimiento, de acuerdo con las metas que se haya propuesto, en virtud de las complejidades de su interrelación social. Los individuos no se plantean la satisfacción de ambiciones, sino el cumplimiento de sus propias aspiraciones.

Exceso – El exceso material de una sociedad es el fruto de un estado caótico de la producción y el mercado, en el que se generan y comercializan multitudes de artículos redundantes, inútiles e innecesarios, esto es, de artículos espurios, no asociados a ninguna de las gradaciones de las necesidades humanas, sino a las exigencias del propio mercado, mismas que pueden conducir (y conducen) a los individuos -más que socializados- fuertemente manipulados, por la virtualidad de su realidad y condición, a desarrollar una heteronomía social patológica respecto a ellos, en detrimento de la satisfacción de sus propias humanas necesidades. El exceso es insostenible, desde todos los puntos de vista, por lo que la regularidad de la satisfacción de las necesidades vivenciales y existenciales se convierte en una magnitud aleatoria, dependiente de los individuos humanos de forma indirecta y compleja. El crecimiento individual y plenitud vivencial se torna fenómeno puntual y estocástico; la de todos los miembros de la sociedad de que se trate, es imposible. El fracaso individual se transforma en una regularidad, porque la persona está espiritual y cognitivamente desprovista para enfrentar riesgos y retos; la virtualidad en que vive le dificulta el planteamiento coherente de metas enriquecedoras o aspiraciones: ellas se reducen, en lo fundamental, a la calidad de «ambiciones». Los seres humanos se transmutan en consumidores desenfrenados y la sociedad se doblega ante el consumismo y el despilfarro, dos puntos de una misma recta.

De suyo se comprende que, desde el punto de vista social global (o sea, considerando a la humanidad como una entidad) los estados de penuria y exceso están íntimamente relacionados por una proporcionalidad directa: el exceso es posible en ciertos grupos poblacionales a costa de la precariedad de los restantes, y tanto mayor será el exceso en los primeros cuanto mayor sea la precariedad en los otros. Luego, mientras la abundancia exige equidad, sinergia y cooperación entre grandes poblaciones humanas o naciones, el exceso no puede prescindir de un orden internacional que garantice la imposición de la desigualdad y de la explotación de unos grupos humanos por otros. Por estas razones, el exceso no es un estado que se alcanza mediante la dialéctica interna del progreso de una sociedad; la eficiencia existencial en él es mínima toda vez que implica la imposibilidad de su consecución tanto para los individuos de las naciones (y grupos sociales) que lo «disfrutan» como para las de aquellas (y aquellos) que lo «sustentan».

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A pesar de la profundidad de los cambios aparentes que la revolución tecno-científica ha traído a la vida de los seres humanos, la esencia de nuestros problemas no ha variado: somos apenas una mancomunidad de homínidos sofisticados que, para enfrentar la asumida certeza de la temporalidad de cada quien, aguijoneados por el ansia (ineludible por instintiva, paliativa ante la percepción personal, plenamente inextricable siempre) de lograr -al menos- nuestra perpetuidad en tanto especie, hemos diseñado y erigido un universo, paralelo al natural, en el que nuestra esencialidad cobra refinada concreción; en él tenemos historia, y somos causales y efectivos respecto a sus eventos. Como antaño nos asaltan dudas, temores, insatisfacciones, y necesitamos comer y protegernos, aunque la obtención expedita de fuego sea tarea primordial y ardua solo para unos pocos (para vergüenza de todos los restantes, existen tales personas).

Al mismo tiempo, gracias justamente a los éxitos de la tecnología, pese a las profundas desigualdades que se observan en el mundo, siguiendo una tendencia dialéctica completamente plausible y coherente, aumenta el número de personas que van crecientemente desplazando su atención de la satisfacción de sus necesidades vivenciales hacia el vencimiento de objetivos existenciales.

Como era de esperar, similar camino de desarrollo se observa en los avances científicos de la humanidad: los albores del siglo XX, simultáneamente a la profunda crisis sufrida entonces por las ciencias físicas y matemáticas (tras el momento de gloria de la mecánica), inauguró un período de fértiles especulaciones en el campo del psiquismo humano que dieron pábulo a estudios antropológicos científicamente fundamentados en muy diversas direcciones. Sin embargo -a juzgar por lo acaecido en los países de la esfera soviética-, el socialismo soviético, régimen social nacido como solución a las insalvables contradicciones del capitalismo -a pesar de los innegables beneficios que trajo a sus poblaciones, relacionados con la superación de sus carencias vivenciales-, postergó inicialmente (como es natural) e ignoró a la postre el peso de las necesidades existenciales humanas. Tras la muerte de una persona de la vastedad y luces de Vladímir Ilích Ulianóv (a. Lenin), sus líderes -mayormente muy limitados desde el punto de vista cultural, cuyo caso más notorio es Iósiff Visariónovich Dzhugashvili (a. Stalin)- alentados por un materialismo acartonado y enclenque y acosados por la ferocidad agresiva del imperialismo mundial y del fascismo, además de desconocer, minimizar y ridiculizar la trascendencia de tales necesidades, impusieron aposta regulaciones extravagantes que impidieron la ventilación social y eventual superación de la crisis existencial en que se sumían poco a poco los ciudadanos soviéticos: después de conseguir el «módulo material dispuesto» (apartamento jruchoviano, televisor «Krim», refrigerador «Minsk», ventilador «Orbita» y lavadora «Aurika», con escasas posibilidades de auto «Zhigulí», teléfono particular y viajar -con limitaciones y bajo sutil vigilancia conductual- a los países socialistas); imposibilitados de incidir directamente, efectivamente y sin limitaciones en los asuntos políticos y económicos; sin acceso a información diversa, enriquecedora, contradictoria, plural; sin vías para exponer sus obras propias y no dictadas, sus creaciones genuinas y no exigidas, sus puntos de vista originales y no convenientes; sin caminos para socializar abiertamente, limar las diferencias, encontrar paridades, superar divergencias en entera libertad; sin acceso a sistemas cognitivos de referencia, sin la libertad de errar en cuestiones no relacionadas con actos y discutir de cualquier asunto sin condicionamientos; sometidos a la presión remachante de vivir en el «mejor de los mundos» (no «posible», sino «a secas»); bajo el agobiante peso que supone una implacable jerarquización ético-partidista, coronada de líderes impolutos y omniscientes; vacunación mínima y educación garantizadas (no como resultado de lo anterior, sino a pesar de ello), ¿qué queda?. (No es raro, pues, que ante semejante situación, los ex-soviéticos se dedicaran afanosamente y con donaire a la práctica del deporte nacional: el vodkingball.)

En aquellos momentos, disímiles pensadores progresistas, inquietos por las insuficiencias raigales y hondas carencias que mostraba la edificación del socialismo soviético, elaboraron algunas propuestas y esquemas filosóficos de dispar valor, dotados en su mayoría de un marcado sesgo e intención humanista. Con mayor o menor claridad es posible encontrar en tales ideas un énfasis en las necesidades cognitivas, de socialización y creativas de los seres humanos.

La absurdidad que rige la estructura y funcionamiento de las relaciones de poder internacionales, indudablemente dificulta la definición de etapas y propósitos a los procesos gubernamentales comprometidos con la edificación de sistemas nacionales que persigan un progreso integral para sus ciudadanos, pero es tarea imprescindible, so pena de despojar de metas visibles al ciudadano común enfrentándolo a una situación sin disyuntivas, que no por real es menos asfixiante.

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Resulta tautológico afirmar que el socialismo debe garantizar la abundancia, o que la abundancia es el estado consustancial al socialismo, o que el socialismo se construye para garantizar la abundancia, o que la abundancia solo es posible en el socialismo. Merece la misma calificación la declaración de que el imperio de la abundancia generalizada no es posible sin un nuevo orden económico internacional, al que ha de llegarse no a través de la reforma del vigente, sino de su superación dialéctica, destrucción previa mediante. Estas afirmaciones son tautológicas pero contradictoriamente necesarias, porque los enemigos viscerales del proceso cubano, por ejemplo, han tenido cierto éxito en la propalación entre incautos del bulo de que las insuficiencias económicas que sufre ese país (inmisericordemente bloqueado por casi media centuria, después que sus rasgos económicos fueran aberrantemente deformados por otros cinco decenios), son endémicas del sistema, cuando en verdad son, en lo fundamental, hijas de la ramplona pobreza reinante en el sur. (La responsabilidad imputable a impericia en el manejo de los recursos, insuficiencia en la administración de la economía, mala fe en la realización de las potencialidades nacionales, miopía en la aplicación de medidas necesarias, ingenuidad en el mercadeo, corrupción estatal «generalizada» y otras alegadas estulticias son francamente despreciables, no inexistentes, ante la mirada desprejuiciada de esta realidad.)

A pesar de las serias limitaciones que introduce el orden mundial vigente a los esfuerzos de edificación del socialismo en las naciones del sur, condenadas a centrar sus empeños en vencer la indigencia y la pobreza extrema heredada a una parte de sus habitantes, la distribución equitativa y el empleo racional de los recursos, con fines fundamentalmente sociales, permite el desarrollo circunstanciadamente pleno de las capacidades individuales de un sector no insignificante de sus ciudadanos, desde el punto de vista material. El socialismo crea -o puede hacerlo- espacios de abundancia, aun cuando no sean generales ni permanentes, especialmente en áreas de gran repercusión social (ciencias, deportes, salud, cultura), y para grupos humanos aislados, incluyendo personas «marginadas-de-siempre» como los minusválidos.

En el socialismo la corrupción no es una regularidad, mucho menos un mal sistémico, porque vivir en el exceso no es una meta: aparece como un fenómeno aislado en personas que se dejan vencer por la ideología mundial dominante y que confunden «aspiraciones de crecimiento» con «ambiciones de posesión» (bienes, poder, brillo y oropel, todo es la misma tontería intrascendente).

Las personas que han acogido el socialismo conscientemente como su «sistema de vida» (hay muchas personas que no lo hacen, esto es, como demuestra la historia con vehemencia, vivir en un país socialista no lo hace a uno «socialista» ni significa la identificación individual automática con sus precepciones) intentan alcanzar la abundancia con el fin de cumplir sus retos y satisfacer sus aspiraciones, asociadas a la realización de sus potencialidades cognitivas, amatorias y creativas, o sea, buscan maximizar su eficiencia existencial. Es previsible que muchas de esas personas se propongan alcanzarlo sobre la base de su crecimiento cultural integral y la proyección de su actividad social ilimitada, a través de la expresión potenciada de sus capacidades, en sociedades crecientemente libres. No se trata de rechazar las posibilidades que la realidad ofrece, sino de aprovecharlas al máximo.

Semejante actitud se puede convertir en una vocación muy peligrosa para los dueños de grandes consorcios.

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En Cuba existe un proverbio: «Cualquiera se toma la cerveza fría: el mérito está en tomársela caliente y gozarla».

A diferencia de las personas que luchan por maximizar su eficiencia existencial, las sometidas a la ideología mundial dominante están listas para «disfrutar de los excesos». Son esclavos de sus deseos, antojos y de los caprichos que sus gustos -o la moda- les dicten. Les parece natural poseer cualesquiera equipos, dispositivos, artefactos, enseres, artilugios y similares que existieren, aunque no los usen ni dominen. Requieren de personas que les ayuden en la solución de sus problemas cotidianos más nimios, pero evitan el establecimiento de compromisos responsables. Exhaustivamente y sin desfallecer, están dispuestos a buscar la causa de todos sus males en quienes les rodean, en la incomprensión de que ellas hacen gala hacia los apuros de sus semejantes, en las conductas que los otros siguen, en las limitaciones que las circunstancias propias y ajenas imponen al curso de los acontecimientos: son implacables hacia el exterior y comprensivos y tolerantes hacia sí mismos, puesto que encuentran que la vida es mucho más severa con ellos de lo que merecen. Así, su principal instrumento regulador de las relaciones interpersonales es la Ley del Talión, y únicamente aceptan -como equilibrado y justo- el sistema legal basado en ella. Su pasado no les sirve de acicate o de enseñanza, sino de refugio y justificación.

Dicho de otro modo, esas personas fuertemente manipuladas están dispuestas a: vivir «bien» (vale decir, «tener de todo»); seguir las reglas socialmente aceptadas acerca de qué es lo bueno, lo bello y lo virtuoso, respecto a gustos y placeres; juzgar al prójimo; tenerse lástima y ser autocompasivos; buscar la heteronomía ajena y propia; entender la obediencia como una virtud y la autosuficiencia como un vicio; luchar por tener lo más posible y por ocupar posiciones que despierten la envidia en quienes los rodean; suponer que la vida, el destino, el azar o algún ente divino, impone los cambios de circunstancias que luego experimentan sin que ellos nada puedan hacer para propiciarlos o evitarlos… Además, no están dispuestas a vivir (ni siquiera intentar vivir) fuera de esos preceptos. Toda su capacidad de modificación y la variabilidad de caracteres que se observa dentro de esa mayoría se mueven entre unos hipotéticos valores mínimo y máximo de las convicciones señaladas… Esas personas visceralmente comunes, como cualquier otro ser, merecen amor (a no dudarlo), pero… ¡son tan aburridas!

Los gobernantes de los países euroasiáticos de socialismo irreal, temerosos, ignorantes y encandilados por el boato especular del «estado de bienestar general» que los países tercermundistas han sufragado y sufragan en las naciones ricas vecinas, despreciando las posibilidades de conseguir estados parciales de abundancia para sus poblaciones, se sintieron fracasar históricamente por no haber alcanzado el exceso. No persiguieron maximizar la eficiencia existencial; ni siquiera la plantearon. Pocos de los ciudadanos de sus países la erigieron como meta; ellos, menos que ninguno.

Es una pena.