Igual que ocurrió durante la Guerra Fría las contradicciones entre las grandes potencias del globo se dilucidan hoy mediante conflictos bélicos en la periferia pobre del sistema. El llamado Tercer Mundo resulta el escenario donde la disputa mundial adquiere sus expresiones más crueles y si antes se trataba de una dura competencia entre Oriente y […]
Igual que ocurrió durante la Guerra Fría las contradicciones entre las grandes potencias del globo se dilucidan hoy mediante conflictos bélicos en la periferia pobre del sistema. El llamado Tercer Mundo resulta el escenario donde la disputa mundial adquiere sus expresiones más crueles y si antes se trataba de una dura competencia entre Oriente y Occidente, entre «comunismo y democracia», desaparecido el campo socialista (en particular la Unión Soviética) se asiste hoy a un juego mucho más complicado de fuerzas en pugna por alcanzar la hegemonía. A los protagonistas de ayer -que en la práctica permanecen en el conflicto actual- habrán de agregarse otros nuevos, todos ellos en busca de lo mismo: materias primas esenciales, áreas de influencia, control de mercados, corredores estratégicos, bases militares, gobernantes «amigos» y en el caso de los Occidentales una obsesión de vieja data que ya aparece en las formas clásicas del colonialismo, a saber, la imposición violenta de sus valores, la forzada integración de las sociedades periféricas en el nuevo orden mundial así sea al precio de destruir culturas completas (genocidio incluído) en aras del «progreso de la humanidad».
La pugna por la hegemonía mundial aparece entonces como un transfondo insoslayable en el análisis de las guerras en curso, de los levantamientos armados espontáneos o debidamente fomentados, de los golpes de estado contra gobiernos no controlables o contra tiranos políticamente agotados, en medio de una dinámica creciente de inestabilidad política y desgarros sociales que dibujan de manera tan dramática el cuadro de casi todos los países del mundo pobre y dependiente. Por supuesto, cada conflicto tiene sus propios motivos y no es sensato reducir todo a la intervención de fuerzas extrajeras, de la misma forma que es bastante ingenuo considerar que las naciones más poderosas en pugna por el control mundial son agentes respetuosos de la soberanía y la autodeterminación de los demás, resultan inocentes protagonistas y fieles garantes de la legalidad internacional y sobre todo, que lejos de intereses espurios, en sus «misiones» tan solo les anima un sincero amor por la humanidad y el deseo de extender la democracia por el mundo. Hasta el más ciego puede constatar cómo la política internacional de las naciones ricas no es otra cosa que un discurso cínico de justificación de agresiones, desembarcos, bloqueos y toda clase de medidas de fuerza bruta que nada tienen que ver con el supuesto y jamás practicado «derecho internacional». No resulta entonces extraño que antes que el respeto universal por tratados y normas internacionales predomine de nuevo la «diplomacia de las cañoneras» y si bien algunos gobiernos intentan conservar un lenguaje retórico de respeto por los demás, cada vez se impone con mayor claridad la expresión sin tapujos del supuesto derecho del más fuerte como origen natural del poder.
Las guerras actuales tienen para quienes las alimentan y promueven ganancias de todo orden. Para el llamado complejo militar-industrial – que existe no solo en los Estados Unidos aunque allí tenga su máxima expresión- los beneficios económicos son inmediatos y seguros con independencia de los resultados del conflicto tal como se puede comprobar en la destrucción de Iraq, la batalla perdida de Afganistán, el atolladero de Pakistán, la bomba de tiempo que supone el conflicto en Palestina, la también perdida guerra contra las guerrillas en Colombia y la actual agresión contra Libia: los inmensos raudales de dinero que han recogido las empresas de la guerra arrojan un balance inmediato y ampliamente favorable así sea al alto precio de propicar mil otros conflictos y llevar a extremos inéditos las contradicciones de todo tipo aún a sus propios países. La guerra, como ocurrió antaño, juega entonces un papel importante en la búsqueda de salidas a la crisis del capitalismo, una suerte de mecanismo automático del sistema que opera con independencia de los riesgos inmensos que supone.
Por supuesto, no solo gana el complejo militar-industrial. Los beneficios a mediano y largo plazo se suponen comunes para todos los grupos de la clase dominante metropolitana. Despúes de la agresión inicial vienen la ocupación, el saqueo y por supuesto la «reconstrucción», asegurándose el objetivo central de la cruzada que no es otro que controlar los recursos naturales del país sometido, al precio más bajo y en las mejores condiciones posibles.
El gran inconveniente de esta estrategia de nueva colonización es -tal como sucedió en el pasado- que lejos de trascurrir en armonía y amistosa cooperación entre en las potencias interesadas se producen inevitables roces que alimentan una dinámica de confrontración de impredecibles consecuencias. Los Estados Unidos aparece como la gran potencia que aspira a hegemonizar este proceso de saqueo planetario, admitiendo a Europa como una especie de socio menor, incómodo pero necesario. Pero en el escenario mundial se mantiene Rusia, que a pesar de sus dificultades temporales tiene un potencial nada desdeñable y sobre todo sigue siendo una potencia nuclear imposible de ignorar, al tiempo que a la palestra suben economías en ascenso como Brasil, India y sobre todo China. Algunas aspiran al menos a hegemonías regionales pero Estados Unidos y China, dadas sus dimensiones, buscan una influencia y un dominio planetarios y tienen todas las condiciones para conseguirlo. Para muchos analistas Estados Unidos es ya una potencia en declive en tanto que China lo es en ascenso, convertida ya en la segunda economía del mundo y con aspiraciones a convertirse en la primera antes de una década. Así, se dan pues todas las condiciones para una confrontración multipolar que bien puede desembocar en una guerra generalizada. Todo conduce a pensar que en lugar de una era de entendimiento y paz lo que se está gestando es probablemente una versión nueva y más terrible de las guerras mundiales del siglo anterior. Y es así porque desplazar el enfrentamiento entre potencias a la periferia del sistema tiene sus límites. Solo es cuestión de tiempo que el cerco militar a China por parte sobre todo de los Estados Unidos y la estrategia de hostilizar y desmembrar Rusia desemboquen en una confrontación directa de incalculables resultados.
En Latinoamérica y el Caribe la confrontación no parece hoy tan aguda como en Asia y África pero se produce igualmente. Brasil es sin duda el mayor obstáculo para una potencia como Estados Unidos que debe aceptar ya la presencia de China, Rusia, Japón y Europa en una región que siempre consideró suya en exclusiva. Hay demasiados recursos en juego y procesos sociales y políticos muy agudos que bien pueden servir para propiciar intervenciones bélicas mediante las cuales se busque recuperar protagonismo. De nuevo, antes que enfrentarse a Brasil directamente, Europa y los Estados Unidos en particular activan conflictos en la periferia de este coloso suramericano (en Venezuela y Colombia, de manera particular) con la finalidad de debilitar sobre todo el proceso de integración y reducir en lo posible las nuevas relaciones con China que en países claves de la región ya reemplaza a los Estados Unidos como socio preferente. Por supuesto, se mantiene la estrategia de ahogar a Cuba por todos los medios y frustrar el posible surgimiento de experiencias similares en el área. Pero de momento, la región se beneficia de las urgencias que otros frentes imponen a las potencias occidentales.
Por supuesto, en todo este incierto panorama los pueblos tienen un protagonismo decisivo. Los movimientos sociales en Latinoamérica y el Caribe, los levantamientos en el mundo árabe, las luchas nacionalistas en Asia y el descontento creciente de la misma población metropolitana encierran un potencial inmenso que puede determinar una salida que no sea la guerra o convertir ésta en una oportunidad para dar nacimiento a una nueva era. Como se afirmaba entonces, existe la posibilidad de que la guerra desemboque en una revolución o que una gran revuelta ciudadana detenga la locura de la guerra.
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