En vez de para nacionalizar la banca, la crisis ha servido para privatizar el estado. Resulta asombroso observar al sector público convertido en avalista del sector privado, obsequiándole con generosidad sus fondos, sin que los ciudadanos, sus legítimos dueños, hayan opuesto la más mínima resistencia a semejante atraco, perpetrado con total desfachatez y a plena […]
En vez de para nacionalizar la banca, la crisis ha servido para privatizar el estado. Resulta asombroso observar al sector público convertido en avalista del sector privado, obsequiándole con generosidad sus fondos, sin que los ciudadanos, sus legítimos dueños, hayan opuesto la más mínima resistencia a semejante atraco, perpetrado con total desfachatez y a plena luz del día.
¿Acaso puede haber algo más natural que alguien que no puede pagar la hipoteca, ayude a su banco a que no quiebre para que pueda embargarle su casa? Perdonemos a nuestros acreedores, y bendigamos u especulación y su usura que tanto bien hacen a la economía (al menos a la suya).
La izquierda no ha sabido movilizar a una sociedad paralizada por el miedo, que se ha sometido dócilmente al chantaje de un capital que le amenazaba diciéndole, mi problema es el vuestro, si yo me arruino, vosotros os hundís conmigo: os quedaréis sin ahorros, sin pensiones, sin vivienda, sin empleo… todos tenéis algo que perder si yo desaparezco del mapa.
El capital sabe que no corre riesgo alguno porque su impunidad está garantizada. Como no tiene principios sino intereses, en el momento en que se ha visto en peligro, no ha dudado en arrojar por la borda, como si de un fardo inservible se tratase, su doctrina de no intervención en el libre mercado, para exigir a los poderes públicos que volasen presurosos a salvarlo.
El mito de la mayor eficiencia del sector privado se ha derrumbado como un castillo de naipes. Sobreproducir para obtener más beneficios, tener a la gente ocupada, y colocar los excedentes a base de publicidad y de endeudamiento, no da más de sí. La crisis ha puesto en evidencia que los dogmas de mercado son solo para consumo de los asalariados, no suyo. El capitalismo no es tan tonto como para hacerse a sí mismo el harakiri tomando de su propia medicina, y se comporta como esos altos ejecutivos que predican el despido libre, mientras por detrás blindan sus contratos y se llevan jugosas indemnizaciones como premio a su ruinosa gestión.
Entre gánsteres anda el juego. Esperar que desaparezcan los paraísos fiscales, que los gobiernos vayan a aumentar los impuestos a los ricos o a imponer controles al capital, es creer en los reyes magos. A un capitalismo basura, un mercado basura y una banca basura, solo pueden corresponder soluciones basura.
Cuando no se pueden saquear las arcas privadas, hay que saquear las arcas públicas. Mientras las reglas del casino global no se modifiquen, a las empresas les seguirá saliendo más barato comprar políticos que activos tóxicos. Al fin y al cabo, en democracia, el gobierno es tan solo una subcontrata del capital. Prueba evidente de ello es que después del desplome de su cotización, al erario público le hubiera costado menos quedarse con los bancos insolventes, que aportarles capital y garantías sin cuento para saneárselos gratuitamente a sus dueños. Pero el negocio va a continuar adelante, adobado con despidos, y con la misma receta de siempre: moderación de salarios e inflación de beneficios.
La crisis para el que trabaja.
Decir que han fallado los reguladores, los auditores o las agencias de calificación, es quedarse en la anécdota. Excusas de mal pagador. El sistema está podrido y falla por su base, aunque por una vez, y sin que sirva de precedente, nadie podrá echar la culpa de la debacle financiera y del terrorismo inmobiliario a Al Qaeda.