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Cronopiando

Las redes terroristas, la seguridad y los medios de comunicación

Fuentes: Rebelión

Todos los días, en algún lugar del mundo, es desarticulada una red terrorista islámica vinculada a Al Qaeda. Y con la red quedan igualmente desarticulados sus integrantes y sus maléficos planes. Es tal la eficacia que muestran las policías del mundo desarticulando constantemente redes terroristas que si no fuera porque Al Qaeda aún es más […]

Todos los días, en algún lugar del mundo, es desarticulada una red terrorista islámica vinculada a Al Qaeda. Y con la red quedan igualmente desarticulados sus integrantes y sus maléficos planes.

Es tal la eficacia que muestran las policías del mundo desarticulando constantemente redes terroristas que si no fuera porque Al Qaeda aún es más eficaz rearticulándolas, nadie más que esas policías se merecerían el premio internacional a la eficiencia. En todo caso, los grandes medios de comunicación, en su denodada cobertura a la lucha contra el terrorismo que dirige, precisamente, George Bush.

Estados Unidos y Europa se sitúan a la cabeza en la desarticulación de tramas terroristas pero es tal el cúmulo de redes islamistas en el mundo y la velocidad con que se reproducen que no hay continente, tampoco país, en el que no se asiente alguna a la espera de ejecutar sus siniestros planes. Hasta de países como la República Dominicana llegan, ocasionalmente, noticias de la neutralización de alguna trama. En un país en el que no hay más imperdonable terror que el que padecen las mujeres y en el que no hay más tiros que los que prodigan los «polincuentes», curiosamente, a raíz del 11 de septiembre, se creó un batallón de lucha antiterrorista, no para combatir la violencia machista o el alza de los precios, no para enfrentar la corrupción, el desempleo o las tantas otras lacras de la sociedad dominicana, sino para preservar su paz amenazada por las hordas de Al Qaeda. Y no tardaron en presentarse las amenazas. Una tarde era desarticulada una célula terrorista islámica, compuesta por cinco peligrosos libios, a punto de abordar un avión para Estados Unidos. Al día siguiente, ya eran cuatro y, horas más tarde, se publicaba que los tres detenidos eran libaneses. Apenas unos pocos supimos, días después, que los dos libaneses no eran más que ilegales sin papeles, buscando su arribo a la tierra prometida en busca de trabajo. Pero el éxito de la operación ni desalentó a las autoridades ni desanimó a los terroristas y, al poco tiempo, era detenido en Santo Domingo un destacado miembro de Al Qaeda que, tras ser investigado, resultó ser un estudiante de medicina paquistaní, sin que se le formularan cargos siquiera por mala práctica médica.

Al margen de estos apuntes «tercermundistas» sobre el peligro que representa el eje del mal, en el primer mundo, no podía ser menos, los planes conspirativos son mucho más complejos y, sobre todo, terribles y constantes. Atentados contra aviones, contra redes de transporte, contra pozos de petróleo, refinerías, bases militares, grandes personalidades… frustrados por la pericia policial.

Y es que nada ni nadie escapa a la amenaza terrorista. De ahí la importancia de desarticular redes terroristas en todo el mundo y todos los días.

También en el Estado español se han dado pruebas de la eficacia policial contra las redes islamistas.

Entre otros ejemplos, en enero del 2006, la policía lograba desarticular dos redes «yihadistas» en Madrid, Cataluña y el País Vasco, con ramificaciones en Francia, Bélgica, Holanda, Argelia, Marruecos, Turquía, Siria e Iraq, y detenía a sus 20 integrantes. Su misión era captar y reclutar suicidas. Las operaciones policiales «Chacal» y «Camaleón» frustraban los objetivos de los terroristas a quienes, si bien no les encontraron armas ni explosivos, les fueron intervenidos «ordenadores, documentos y teléfonos móviles».

Para cerrar el mismo año, en otra operación realizada en Ceuta, era desarticulada una nueva célula terrorista. En esta oportunidad, además del acostumbrado arsenal de ordenadores, móviles y documentación, también se les ocupó a los 11 desarticulados, dinero y un machete.

Antes, durante el gobierno de Aznar, fueron tantas las detenciones de sanguinarios terroristas árabes, especialmente en Cataluña, que cerca estuvieron los brillantes operativos policiales de paralizar los servicios de recogida de basura de esa comunidad, dado que a esos oficios se dedicaba la mayoría de los terroristas apresados. Para su fortuna, las sospechosas sustancias químicas que manejaban no eran sino productos de limpieza y, semanas más tarde, al ser puestos en libertad, casi todos pudieron dar gracias a Alá y volver a sus afanes de limpieza sin nuevos sobresaltos.

La prensa recogía en estos días la tragedia de Ahmad Mardini, sirio nacionalizado español, casado con una zamorana, padre de tres hijos y empleado de la Coca-Cola, que perdió el empleo, los amigos, los vecinos, casi la familia y la fama que se le supone a un inocente, luego de que fuera detenido como peligroso terrorista islámico, y su nombre y su rostro reproducido hasta la saciedad por medios de comunicación que, como El Mundo o Tele-Madrid, ni siquiera por imperativo legal y años después de que Garzón descargara al acusado, han dejado de presentarlo como terrorista.

Si la misma cobertura que emplean los medios para informarnos de la desarticulación de tramas terroristas la dedicaran, pasada la euforia, a ilustrarnos con los resultados, sabríamos que el caso de Mardini es una constante. La diferencia, lo que convierte en noticia la tragedia de Ahmad, es que ha logrado ganarles la demanda judicial a esos medios de comunicación y arrancarles 75 mil escasos euros. Para los árabes que en todo el mundo son detenidos, acusados y mostrados como terroristas, la justicia no suele ser tan diligente y ni siquiera, a los inculpados sin culpas, les caben las excusas.

La ola de detenidos que acompañó en Londres la desarticulación de un supuesto plan para hacer estallar en vuelo diez aviones comerciales, en agosto del 2006, casualmente, al mismo tiempo en que Israel destruía El Líbano, tuvo repercusiones en todas partes: en Francia, en Paquistán, en Afganistán, en Italia… cientos de detenidos. De hecho, no hay acontecimiento social de importancia que se celebre en el mundo que no venga precedido de la desarticulación de más y más células terroristas de Al Qaeda. Ya casi es tradición que semanas antes de que se celebre un campeonato del mundo de fútbol, sea Francia o Alemania, lleguen noticias de redadas que pongan a buen recaudo a cientos de peligrosos árabes planificando espantos, y no hay cumbre mundial, así sea política o económica, que no se cobre antes la detención de algunos centenares de terroristas islámicos dispuestos a inmolarse.

Por si no fuera suficiente, los medios de comunicación, tan parcos a veces, otras tan exhaustivos, también informan los nombres de las ciudades más expuestas a padecer el terror, tanto como callan los nombres de aquellas ciudades y países que ya lo padecen. Hasta nos anticipan los lugares con más posibilidades de ser blanco de las bombas. Así nos enteramos de que es peligroso transitar por el puente de San Francisco, en California, convertido en objetivo terrorista, mientras cruzamos el puente de Minneapolis sobre el Mississippi; o nos ponemos a salvo en Nueva Orleáns de morir ahogados en Indonesia; o buscamos refugio en las Canarias del incendio que amenaza a Nueva York; o viajamos en avión a Sao Paulo para no exponernos a aterrizar en El Cairo.

La seguridad es una necesidad de primer orden, insisten Bush y sus acólitos.

Además de la coincidencia general en la mayoría de las redes desarticuladas de no encontrarles la policía más armas o explosivos que los clásicos «móviles, ordenadores, documentación y dinero», otra constante llama la atención en la redacción de todas esas informaciones que uno nunca sabe si son partes de guerra reconvertidos en noticias o noticias transformadas en partes de guerra: «los planes estaban en su etapa inicial aunque ya habían madurado lo suficiente» y cito textualmente al FBI luego de que en julio del 2006 desarticulara una red compuesta por ocho terroristas que se proponía atentar contra la red de transporte en Nueva York. En la misma declaración, el FBI reconocía que «ninguno de los implicados ha estado o está en Estados Unidos», circunstancia que, en el mejor de los casos, mueve a asombro. Esos «planes iniciales que ya habían madurado», en su contradictoria exposición, son los mismos que alegaba el ministro español Pérez Rubalcaba en el caso de los detenidos en Ceuta: «el grupo no tenía objetivos marcados aunque se planteaba pasar a la acción»; y semejantes, aunque invertidos, a los del caso de Londres. Si la policía inglesa anunciaba el primer día que el «plan estaba bien avanzado y ha sido interceptado en su fase final», el ministro inglés John Reid declaraba días después que se «está en la primera fase de una larga investigación».

Naturalmente, y como suele ser costumbre, «no se informa de más detalles al respecto para no obstaculizar las investigaciones», prudencia informativa que, desgraciadamente, no se tuvo con Ahmad Mardini ni con tantos otros a quienes se ha arruinado la vida, pero que es una coincidencia más en este tipo de acciones y noticias.

La desarticulación en abril de este año de una red terrorista en Arabia Saudí con sus 172 socios y abonados, reveló, por ejemplo, que la mayoría eran nigerianos y yemeníes, que algunos eran de Al Qaeda, y que habían recibido instrucciones sobre pilotaje de aviones fuera de Arabia Saudí, pero se reservaban otras informaciones para no obstaculizar las investigaciones. El mismo argumento serviría a las autoridades y medios italianos para, tres meses más tarde, luego de desarticular una red que entrenaba terroristas en una mezquita italiana, limitarse a revelar que «hemos descubierto una verdadera escuela del terror». También se agregó a la información el habitual interés de los detenidos en pilotar Boeing 747 y manejar sustancias químicas. Las mismas, tal vez, que la policía británica había encontrado en julio de este año en poder de un afgano y un somalí en Londres, cuando investigaba un asunto relacionado con el narcotráfico, y que adelantaba era «peróxido de hidrógeno» aunque todavía se estaba «analizando» la sustancia. Seguimos a la espera de que policías y medios confirmen el análisis de la sustancia.

Otra de las comunes coincidencias en este tipo de denuncias lo supone la grandilocuencia, el tremendismo, con que se informa de la amenaza. Lógicamente, cuanto más graves pudieron ser las consecuencias del atentado que nunca ocurrió, mayor alivio van a encontrar los afectados que nunca lo fueron.

Para la policía italiana, en el caso que citara más arriba, la mezquita se había convertido en una «verdadera escuela del terror». ¿Cómo calificar entonces la cárcel de Abu Ghraib en Iraq, o la de Guantánamo? El responsable de Scotland Yard, aludiendo al supuesto atentado frustrado en Londres contra diez aviones comerciales, hablaba de «asesinato masivo de un nivel incalculable». Las posibles víctimas del atentado, sin embargo, al margen del lógico dolor e indignación, eran perfectamente calculables. Hubiera bastado sumar el número de pasajeros para obtener el número de víctimas. Y habríamos sabido sus nombres, sus historias, sus nacionalidades, hasta el destino de su última llamada por su móvil. Lo que sí resulta incalculable es el número de iraquíes muertos desde que Estados Unidos y Europa se dieron a la tarea de «liberarlos» de su dictador. Se ha hablado de medio millón de muertos, de un millón, de cientos de miles de «fantasmas» sin identidad que, todavía, siguen muriendo en ese y en otros países sometidos a la misma democrática terapia occidental.

La fiscal del distrito Este de Nueva York, Roslynn Mauskopf, luego de que a principios de este año fueran detenidos en Nueva York tres alegados terroristas de Guayana y uno de Trinidad y Tobago acusados de intentar volar con explosivos que, por cierto, todavía no tenían, la red de conductos de gasolina que abastece a los aviones del aeropuerto John F. Kennedy, indicó que se trata de uno de los «complots más escalofriantes imaginables», aunque aclaró que durante el tiempo en que se han llevado a cabo las investigaciones «nunca ha estado en peligro la seguridad aérea ni la de los pasajeros». «La destrucción que hubiera causado si se llega a producir, es inimaginable».

Lo que sí resulta inimaginable es la destrucción causada en Iraq de la que se duda pueda, alguna vez, volver a ser una nación.

Una vez los medios han dado amplia cobertura al frustrado atentado con su correspondiente secuela de detenciones, poco importa que en los siguientes días se desnaturalice el atentado y los sanguinarios terroristas acaben convertidos en trabajadores de la limpieza o en simples ilegales. Ya la alarma se ha creado, que era lo que se perseguía, y el «mundo» valora y respalda la labor de sus gobiernos y sus medios de comunicación en su labor de preservar su seguridad.

Obviamente, si aceptamos que haya guerras preventivas, no hay razón para oponerse a arrestos y desarticulaciones preventivas. Por ello los esfuerzos de gente como Peter Clarke, jefe de la brigada antiterrorista inglesa, que no ha tenido empacho en reconocer la vigilancia a que somete a «miles» de ciudadanos de su país, «sospechosos de actividades terroristas directa o indirectamente». Las sospechas, también, pueden ser preventivas, tanto como las noticias.

Entre las miles de personas, la mayoría de origen árabe, que han sido detenidas y presentadas por los medios de comunicación como diabólicos terroristas dispuestos a matar y morir, el caso de Richard Reid siempre me ha parecido uno de los más llamativos. Y lo digo porque hasta entonces había creído que los malos, aún siendo perversos, podían disfrutar de algunas virtudes comunes a otras personas, como ser elegantes, inteligentes o, por ejemplo, resultar atractivos, pero después de observar muy brevemente el rostro, que no es conveniente solazarse en sus facciones, del individuo de Sri Lanka que hace seis años pretendió sin éxito provocar una explosión en un avión que iba de París a Miami, me sentí en la necesidad de corregirme y aceptar que hay malos que, además, también son feos, incluso, imbéciles, casi tanto como los medios de comunicación que nos brindaron la noticia. El tal Reid, con los zapatos repletos de explosivos, había llegado al aeropuerto de París sin otro equipaje que un rostro inolvidable, cargado de presagios y muecas. En su afán por pasar desapercibido y dado que su cara, como debió ocurrir, no sirvió para que le negaran el boleto y ahí mismo lo arrestaran, (si no me cree le invito a que entre en cualquier buscador de Internet y solicite la imagen de Richard Reid) el terrorista se dedicó a insultar y a ofender a otros viajeros y a empleados de la línea aérea, sin lograr hacerse notar. Días antes, dedicado a los mismos afanes y en el mismo aeropuerto, había logrado, finalmente, según leía en la prensa, que le retuvieran por unos minutos el pasaporte británico que portaba, ya que además de ser falso también lo parecía, con lo que acabó por perder el vuelo, pero había regresado al aeropuerto decidido a embarcar rumbo a Miami sin cambiarse ni de zapatos, ni de pasaporte, ni de cara. Por más discusiones y pleitos que volvió a originar nadie impidió esta vez que el irascible sujeto fuera atravesando todos los rigurosos controles antiterroristas hasta ocupar su asiento en el avión. Ya que no disponía de un letrero de neón en la cabeza, de esos que se encienden y apagan, con la leyenda: «soy un terrorista», ni tampoco echaba espumarajos por la boca, se dedicó, según dicen los cables noticiosos, a protagonizar algunas malsonantes broncas con otros pasajeros, hasta que harto de mirarse en el espejo y verse, se decidió a extraer, a la vista de todos, los cables de su zapato para provocar la redentora explosión. Tampoco nadie pareció advertir entonces sus quehaceres manipulando cables en su asiento, lo que parece ser muy común en cualquier vuelo. Desgraciadamente, no había tenido la precaución de llevarse unas cerillas escondidas en el otro zapato y, como siempre, haciendo gala de un tacto exquisito, de fino y experimentado terrorista, llamó a gritos a la azafata para que le suministrara un encendedor. Craso error el suyo porque ahí fue que la azafata comprendió que se trataba de uno de esos desalmados fumadores y le cayó arriba secundada por los demás pasajeros. Al registrarle los zapatos, ya reducido y golpeado en el suelo, en busca de la cajetilla de cigarrillos, se encontraron con los explosivos y se detuvo al terrorista.

Los medios colaboran con los gobiernos amplificando el terror y los terroristas para que la ciudadanía no tenga la menor duda de la magnitud de la amenaza que se cierne sobre ella y la necesidad de que la amparen esos gobiernos y la mantengan informada esos medios de comunicación.

Es así que el principal problema que dicen tener los españoles es el terrorismo, cuando hasta el montañismo, uno de los deportes más hermosos y sanos que existen, mata más y mejor.

Pero una población que es capaz de creerse la virtual amenaza e ignorar la real consecuencia, puede creerse cualquier cosa.

Un informe de 16 agencias de los servicios secretos estadounidenses, desclasificado, en parte, a principios de este año, revelaba que «Estados Unidos afrontará una amenaza terrorista persistente y en evolución, aun cuando no hay indicios creíbles de peligro inminente». Lo enfatizaba el titular del Departamento Nacional de Inteligencia, Mike McConnell: «La primera y principal evaluación de inteligencia nacional es que hay y habrá amenazas terroristas persistentes y en evolución». Lo que más parece un parte meteorológico, se resumía en un dato escalofriante por su crudeza y precisión, obtenido no se sabe como y que, en este caso, divulgarlo no obstaculiza las investigaciones: «El objetivo de Al Qaeda, basado en creencias religiosas del Islam, es matar a cuatro millones de estadounidenses…».

Al paso que vamos pronto va a alcanzarse esa funesta cifra, pero no de estadounidenses sino de árabes. Y si el macabro conteo de víctimas lo lleváramos a cabo con carácter retroactivo, esos cuatro millones de árabes muertos a manos de Occidente hace siglos que ya es historia.

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