Muchos conflictos ven su resolución dificultada y retrasada por la influencia de otros factores ajenos a lo que en realidad se ventila en ellos. De entre esos factores, es el odio quizá el que pone mayores obstáculos cuando de resolver un conflicto se trata. De ahí que en la teoría básica de la resolución de […]
Muchos conflictos ven su resolución dificultada y retrasada por la influencia de otros factores ajenos a lo que en realidad se ventila en ellos. De entre esos factores, es el odio quizá el que pone mayores obstáculos cuando de resolver un conflicto se trata. De ahí que en la teoría básica de la resolución de conflictos se considera muy importante, para abrir vías de negociación y de conciliación, que el odio no haya arraigado entre los bandos adversarios.
El contencioso que durante largos años viene enfrentando al pueblo saharaui y al reino de Marruecos es un ejemplo de conflicto donde el odio no ha enraizado todavía hasta hacerlo irresoluble. Si se demora la deseada paz es por otros aspectos relacionados con la política internacional y no por el enconamiento entre las partes enfrentadas. De ahí se deduce que la resolución de este conflicto siga siendo todavía factible, siempre que los dirigentes de ambos pueblos no se vean inclinados a excitar el odio hacia el rival, lo que suele ocurrir casi siempre por motivos de política interior. Una regla que los gobernantes nunca olvidan es la de tener siempre a mano un posible enemigo exterior que permita derivar hacia afuera las inquietudes y las protestas populares fruto de un mal gobierno.
Pues bien, invirtiendo el razonamiento se sabe también que cuando las semillas del odio se han esparcido a lo largo y a lo ancho de un conflicto antiguo y consolidado, su resolución se hace difícil, si no imposible. Es exactamente esto lo que sucede con el enfrentamiento entre palestinos e israelíes. Por un lado el islamismo azuza el odio al enemigo judío y la aversión a los infieles, basándose en motivos religiosos. No conviene cegarse con el espejismo de la multiculturalidad ni con la supuesta esencia pacífica y humanitaria del islam. Como bien recuerda la somalí Ayaan Hirsi en su libro Yo acuso, en la mayoría de los conflictos violentos que hoy sacuden a la humanidad están implicados seguidores de Mahoma: «La vivencia religiosa no sólo tiene lugar entre musulmanes radicales y fundamentalistas, sino que es habitual entre los musulmanes corrientes. La diferencia estriba en que los fanáticos no sólo odian, sino que están preparados para el terror».
Bien es verdad que, desde otro punto de vista, podría aducirse que en esos mismos conflictos raro es no encontrar la mano de EEUU a través de sus ejércitos o de sus servicios secretos. Pero también es indudable que, en el plano personal, los seguidores fanáticos del islam tienen la violencia como un instrumento de liberación personal y de garantía de llegar junto a su Dios. El principal ejecutor de los atentados del 11S en EEUU dejó escrita una carta donde decía que había actuado en nombre de Alá y por la recompensa que le esperaba en el paraíso. Nada parecido a los motivos que puedan impulsar a un agente de la CIA.
Si es el islam el que inyecta odio en los que combaten a Israel, la arrogancia y la prepotencia con la que actúan los dirigentes judíos causa análogos efectos. El último número de la revista Página abierta reproduce las confesiones de un soldado israelí que revelan cómo la ocupación de los territorios palestinos contribuye a esa espiral de odio que dificulta la resolución del conflicto. El soldado reservista confiesa que no ve a los palestinos como seres humanos, sino como animales: «Entras en su casa durante la noche, los despiertas, les gritas… rompes todo. Son cosas que no harías en Israel, pero las haces allí». Si un soldado israelí halla en la calle un objeto sospechoso «llama al primer Mohamed que encuentra y le dice que lo abra». Y obligan a cualquier palestino con el que se tropiezan a abrir por la fuerza la puerta cerrada que podría esconder una trampa explosiva: «Es parte de la rutina del Ejército: usar a los palestinos como escudos humanos».
«Cuando entras en Gaza con el carro de combate y ves un coche nuevo, aunque tengas espacio en la carretera, pasas por encima. Y disparas a los depósitos de agua. Para meterles miedo, para que te respeten…». Y se explica con nitidez: «Eres joven y empiezas a disfrutar de ese poder, de que la gente haga todo lo que les digas… Juegas con ellos, les vuelves locos… es como un videojuego». En los puntos de control se les hace esperar mucho más de lo necesario: «Coges un palestino al azar y le das una paliza, de cada 15 o 20 que pasan, para que el resto tenga miedo y esté tranquilo. Sólo así, tú, que estás con cuatro soldados más, les dominas a ellos, que son miles».
He aquí, pues, los agentes del odio. Islamistas fanáticos dispuestos a suicidarse matando israelíes en venganza por las afrentas sufridas y porque así ganan el paraíso. Soldados imberbes e inexpertos humillando palestinos sin necesidad, sólo para imponerse a un enemigo al que también temen. El odio yendo y viniendo de unos a otros, rebotando entre ambos pueblos en una espiral sin fin. Cuanto más arraiga ese odio, más se aleja cualquier esperanza de pacificación, por muchas visitas que haga la señora Rice a Oriente Próximo.
Como dice la carta fundacional de la Unesco: «La guerra nace en el corazón de los hombres». Allí hay que buscar sus orígenes y desactivar sus causas, pero es más fácil decirlo que hacerlo.