Aun no siendo muy aficionado a lecturas papales, de vez en cuando a uno le viene la tentación y se detiene en ellas. A una de las últimas encíclicas -quizá la última- del anterior inquilino de la sede de Dios en la tierra, titulada «Fides et Ratio» (la sombra de Agustín de Tagaste es alargadísima) […]
Aun no siendo muy aficionado a lecturas papales, de vez en cuando a uno le viene la tentación y se detiene en ellas. A una de las últimas encíclicas -quizá la última- del anterior inquilino de la sede de Dios en la tierra, titulada «Fides et Ratio» (la sombra de Agustín de Tagaste es alargadísima) le dediqué una lectura y algún comentario, cuando allá se alertaba contra los peligros del relativismo postmoderno que arrojaban a la humanidad directamente al desastre y a la barbarie; posteriormente también me detuve en un libro en el que dos -supuestos- filósofos polacos entrevistaban a su compatriota universal y ecuménico. Recuerdo que allá Juan Pablo II echaba la culpa de todos los desmanes habidos -y por haber- a la soberbia fomentada por Descartes y los ilustrados al haber otorgado plenos poderes a la razón, con lo que olvidaban el poder del altísimo sobre la razón humana (¿hay otra?).
El sucesor del Papa mediático, destacado teólogo integrista y fiel custodio de la Congregación de la Fe -cuando se le conocía como cardenal Ratzinger-, no anduvo a la zaga a su predecesor a la hora de reincidir en la condena de las pretensiones cartesianas e ilustradas, que dejaban sin lugar a Dios y así desasistidos a los humanos, mostrando así desde que fuese nombrado Benedicto XVI el camino que iba a seguir. Baste con ver sus debates con algunos filósofos que se prestaron a ello, especialmente el comunicativo Habermas, para confirmar lo que digo. Respecto a los temas, digamos, morales… la más pura pureza inquisitorial, ¡nada de medias tintas!
Yme pregunto ¿qué dirá el santo padre que vive en Roma? Entre dos ediciones (la de la BAC y la de San Pablo) elijo la segunda ya que cuesta veinte céntimos menos que la otra. Las encíclicas, a decir verdad, son baratas(2,40 euros). Quizá es que están subvencionadas por el mismísimo cielo. ¡Así cualquiera!
Desde que abro el librito veo en marcha la tricotosa papal, la apropiada para tejer encíclicas, alimentada por el santoral y por los textos evangélicos y santos del canon católico. Y así las afirmaciones santas se ven convertidas por arte de birlibirloque en demostraciones, comprobaciones, pruebas, presencia y realidad. Afirmación fuerte inicial que se mantiene hasta el fin en «Spe Salvi» (salvados en la esperanza) es que Dios al entregarse a los humanos por medio de Cristo nos dio la fe y la esperanza en la salvación, sin ello andaría la humanidad a oscuras y sin rumbo. Prosigue la deriva papal haciendo hincapié en la seguridad en el futuro que brota con la fe y la esperanza, a falta de lo cual el desánimo se apodera de los seres indefensos que somos los humanos. Recuerdo una frase de Hermann Hesse que afirmaba que la inseguridad provoca neurosis, para añadir a continuación que el exceso de seguridad provoca más neurosis todavía… y si se me permite me atrevo a añadir que provoca hasta psicosis, pues hace vivir un mundo que no existe; y dejaré de lado los diagnósticos freudianos acerca de la religión como «ilusión infantil», como «tesoro de representaciones alucinatorias para hacer más soportables los desaguisados humanos», como «doctrinas que se sustraen a las reivindicaciones de la razón, ya que están por encima de ella» con los peligros que ello conlleva de acabar abocados al más cerril de los fanatismos, etc.
Y sigo al Papa que muestra como ejemplo a seguir a la santita africana Josefina Bakhita que, habiendo sido maltratada y golpeada como esclava, halló en Dios el amor y así se sintió querida por el amor infinito, lo que hizo de ella una santa entregada a los demás en cuerpo y alma; cosas parecidas dirá de Agustín de Hipona (obispo de tal ciudad costera él) que persiguiese tras su conversión la construcción de una civitas Dei, pues nadie ha de pensar que el cristianismo es un camino individual… ni hablar de peluquín. La Iglesia es un pueblo en marcha que tiene a su cabeza un «filósofo y un pastor», pues tal es Cristo según el texto que leo. Los otros filósofos de aquéllos tiempos no eran más que falsarios y por eso no tuvieron éxito, y no como el nazareno que tuvo tanto éxito que murió de él, en la cruz. En los ejemplos, ya que estamos en Africa, de moral thanatofílica de la que hace gala la Iglesia, véase su prohibición de los métodos anticonceptivos, condones, etc.
Si los modelos aludidos, con San Pablo, Bernardo de Claraval, San Ambrosio y otros textos santos como guías son destacados, se dan algunos codazos -como hace algún tiempo lo hizo con los musulmanes- a Lutero por sus visiones erróneas con respecto a la fe (pp. 19-20), de los judíos también despotrica un pelín(p. 24), a los musulmanes ni nombrar, que bastante les cabreó hace no mucho tiempo. Mas, si ha señalado modelos, hay antimodelos o al menos caminos que no llevan a ninguna parte. Y ahí estarían: Espartaco, los revolucionarios franceses y, más tarde, otros intentos revolucionarios como los propiciados por Marx y sus seguidores. La verdad es que los argumentos -¡con perdón!- usados por el pontífice parecen pensados para bobos o para crédulos inveterados, tanto que a uno -ante el seguimiento de que goza tal señor y la institución que encabeza- le da por contradecir la afirmación aristotélica de que los hombres por naturaleza quieren saber, pensando que más exacto sería afirmar que a los humanos lo que les gusta es creer y que le canten increíbles milongas. Con respecto al sublevado romano dice que su mensaje socio-revolucionario con sus cruentas luchas fracasó. Los revolucionarios franceses siguiendo la senda abierta por los ilustrados y antes por Francis Bacon (p. 37), otro de los culpables, creyeron en el progreso -cimentado por la razón y la libertad- pero alejados de la fe, y así también fracasaron.. Con respecto a Marx (pp. 42-43), según el hondo análisis papal, el autor de «El Capital» bien vio la situación pero no supo explicar el cómo, lo cual entorpeció la puesta en marcha de la revolución por Lenin (¡sic!). Sea como sea, el mayor error de todos ellos reside en el materialismo, en pensar que en el más acá se puede realizar lo que corresponde al más allá.
Es más, hasta -en el colmo del colmillo- le echa morro y reclama una autocrítica (p. 44) a la modernidad por haber ignorado a la fe (y su consiguiente esperanza). Y menos mal que no recurre al lenguaje que utiliza unas páginas antes -extirpar, talar, podar (p. 35)-, pues a servidor, además de temblarle las carnes, le viene a la mente inmediatamente la imagen de Giordano Bruno, quien fuese llevado en 1600 -lo que quedaba de él tras las atroces torturas y despedazamientos- a campo Fiore para cumplir la sentencia de muerte por sus posturas heréticas. Y leo en un texto que tomaba el nombre del asesinado (Jordanus Brunus Redivivus): «los ministros de Dios se creyeron con el derecho a ejercer la violencia contra cualquiera que osara atacarles. Erigieron un tribunal de sangre, en que la razón y la experiencia fueron tratados de criminales».
En resumidas cuentas, sin fe, sin más allá, sin Dios… no hay esperanza, y sin ésta todo se va al guano. Y esto lo basa Benedicto XVI en una especie de afirmación solipsista: creo, luego es (lo pongo en latín que viste más: credo, ergo est). Frente a la prepotencia de las ideologías terrenas él alza la bandera de la Verdad celestial (nada de ideologías en ésta), allá sí que correrán chorrosos de leche y miel y quien los prometa para este mundo es un mentiroso y un farsante que no nos conducirá más que a la más ruina. La página 23, en este orden de cosas, es de antología enciclical, de no creer; asoma un cierto aire de familia que balancea entre el argumento ontológico de San Antelmo de Canterbury y el deshilvane titubeante de Cantinflas. Más acorde con los vericuetos demostrativos del Papa germano que habla de la presencia no presente pero presente porque es promesa divina y por ello presencia más presente todavía, casi me atrevería a decir que una presencia con mayor carga ontológica que la presencia misma, más acorde, decía, sería la afirmación atribuida a Tertuliano cuando decía «credo quia absurdum» (creo porque es absurdo).
Ojo, y que no se me olvide, que nadie piense que las cosas van a quedar así. La justicia, que es atributo divino (como queda siempre demostrado vía maquinaria judicial) será puesta en marcha, ya que -que nadie lo olvide, últimamente andamos muy olvidadizos- habrá juicio final, sigue habiendo infierno y purgatorio, el limbo fue recalificado… y entonces será el rechinar de dientes, el crujir de huesos, y las llamas eternas en las calderas de Pedro Botero. Y que nadie se queje, pues ya lo dice también Benedicto XVI -que lo dice casi todo-: «La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale (…) Sólo Dios puede crear justicia» (p. 80).
Leo a Feuerbach: «El fundamento de la crítica religiosa es: el hombre hace la religión, la religión no hace al hombre».