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Las virtudes cardinales, el capitalismo aventurero y la crisis

Fuentes: Rebelión

Ya sé que la virtud no es palabra de moda. No lo es desde hace ya demasiado tiempo. Hace más de dos siglos, en 1748, decía Montesquieu: «Los políticos griegos, que vivían en un gobierno popular, no reconocían más fuerza para sostenerlo que la virtud. Los políticos de hoy no nos hablan más que de […]

Ya sé que la virtud no es palabra de moda. No lo es desde hace ya demasiado tiempo. Hace más de dos siglos, en 1748, decía Montesquieu: «Los políticos griegos, que vivían en un gobierno popular, no reconocían más fuerza para sostenerlo que la virtud. Los políticos de hoy no nos hablan más que de fábricas, de comercio, de finanzas, de riquezas e incluso de lujo».1 Y así nos va. Los clásicos hablaban en efecto de virtud, y dieron buenas razones para pensar que sin ella es difícil, si no imposible, alcanzar la felicidad, que es -antes como ahora- de lo que debería tratar la vida. De entre todas las virtudes, cuatro fueron señaladas como virtudes cardinales: la prudencia, la templanza o moderación, la fortaleza o valor y la justicia. En rigor todas ellas tienen que ver con cómo encaramos el futuro, con las consecuencias futuras de nuestras decisiones, con cómo nos precavemos de la incertidumbre que rodea al porvenir. Y todo ello porque ese porvenir incierto está sujeto a las desconocidas leyes secretas -léase caprichos- de la fortuna. No sabemos en efecto que tendrá a bien depararnos la ruleta con la que juega esta diosa, si nos regalará bienes y riqueza o si por el contrario nos traerá desgracia y penalidad. Los antiguos, sin embargo, pensaban que la virtud podía doblegar a la fortuna e inclinarla a nuestro favor, someterla de alguna forma al dictado de nuestra inteligencia práctica. Y aquí, las virtudes cardinales son poderosas herramientas con las que fabricarnos una vida lo menos expuesta posible a las veleidades del azar, lo menos vulnerable posible al infortunio. La prudencia –phronesis en griego, prudentia en latín- sobresale por encima de las demás en esta propuesta clásica de sabia gestión del futuro. Por prudencia ahorramos o dejamos de gastar lo que ahora nos sobra, por lo que pueda pasar en el futuro; por prudencia evitamos hacer cosas cuyas consecuencias no controlamos o pensamos que pueden terminar perjudicándonos, por prudencia renunciamos a ciertos placeres o nos sacrificamos. La prudencia es una virtud de la inteligencia, pero no para la ciencia sino para la vida, y nos hace más sabios cuando tomamos decisiones, menos temerarios, más realistas. Y así, le vamos comiendo el terreno a la jurisdicción de la fortuna, hacemos más pequeña su ruleta del azar.

Pues bien, la virtud cardinal de la prudencia es la primera que este capitalismo globalizado ha tirado por tierra. Lejos de ella, corporaciones y empresas, parlamentos y gobiernos, consumidores y familias, han optado por el riesgo y por el despilfarro, como si le hubieran perdido el respeto al futuro, tanto que apenas hay institución, desde los bancos a los hogares y las haciendas públicas, que no esté seriamente endeudada. Pero las elecciones irracionales miopes en las que sólo cuenta el presente, tarde o temprano, se pagan. Y la fortuna no tiene más que esperar a que acabe la orgía y el desenfreno para montarse una fiesta con las penas de la resaca.

Claro que la prudencia no puede funcionar bien si no es al alimón con otra virtud cardinal, a saber: la moderación a la hora de desear, la templanza del carácter. Ambas virtudes –phronesis y sophrosyne– comparten en griego la raíz «phren», que significa corazón, mente, entendimiento. Ambas virtudes, pues, lo son de la inteligencia práctica, del saber vivir. La templanza, de una manera especial, porque se relaciona con el conocimiento de un mismo. Porque es al dejar de explorar en nuestro interior cuando permitimos que nuestra maquinaria de querer y desear se dispare y escape a todo control. Y los deseos desatados son imprevisibles, infinitos e inconstantes. Nos confunden, nos extravían, nos pierden. A la postre, nos hacen desgraciados. Sólo cuando sabemos quiénes somos, qué nos conviene realmente y qué somos capaces de lograr de manera factible, podemos elegir y elegirnos con sabiduría. Y aquí logramos la templanza, el freno inteligente a los reclamos insensatos del cuerpo. Saber desear es saber vivir. De lo contrario, sin templanza ni prudencia, como meras máquinas de desear, ávidos de sensaciones y placeres, siempre nuevos, hacemos del consumo la esencia de una identidad alienada. Y en esa misma medida, nos volvemos reos de un sistema de incentivos -el del mercado capitalista- para el que poco cuenta nuestra autorrealización personal o que tengamos una vida plena o siquiera la satisfacción de nuestras necesidades reales, sino cuánto somos capaces de consumir. La patología del consumismo es una patología de la lógica del deseo, y ésta prospera con la falta de moderación y autodominio. Lejos de la verdadera libertad, nos hacemos siervos de un engañoso sistema que, creándonos necesidades, inventando placeres, tentándonos con sensaciones desconocidas, nos convence de que somos libres de elegir (free to choose), si podemos pagárnoslo en cualquier caso, entre un amplio menú de mercaderías, cosas, fetiches, enseres. Un menú del que, huelga decirlo, nosotros mismos estamos excluidos. Podemos elegir, que no conseguir, cualquier cosa, excepto a nosotros mismos. Queda arrumbado todo proyecto de vida centrado en el propio yo, en la realización de nuestras capacidades creativas, o en la relación con otros individuos como fines en sí mismos, esto es, como personas con una dignidad que respetar y con un derecho a la felicidad.

No son sin embargo los cantos de sirena del consumo los únicos que atentan contra la virtud cardinal de la templanza en el capitalismo. Más aún que la pulsión adquisitiva del consumo, el capitalismo se basa en la pasión acumulativa de la codicia. Es la maximización del beneficio y la creciente acumulación de riqueza lo que mueve al sistema, y debajo de esas motivaciones y estrategias, aportando el combustible, está esa pasión terrible. La codicia se mantuvo más o menos contenida mientras el capitalismo fue capaz de regular y frenar el intercambio y la producción mediante mecanismos de no enajenabilidad y no acumulabilidad. Los bienes públicos y los derechos sociales, los mecanismos de redistribución y regulación financiera y mercantil eran medios que, en última instancia, mantenían (hasta cierto punto) sujeta la codicia latente en el sistema. Pero ésta se ha exacerbado con la revolución neoliberal, la cual -a base de exenciones, desregulaciones y privatizaciones- ha potenciado el modelo de capitalismo de casino, el especulativo, el del riesgo financiero, el de la imprudencia aventurera, con toda su cohorte clientelar de políticos, comunicadores y gestores. Así que la falta de templanza del consumismo adquisitivo se ha visto complementada por la falta de templanza de la codicia acumulativa, en un circuito de retroalimentación que sólo se corta cuando estalla la burbuja del sinsentido: la crisis.

Entonces queda al descubierto una nueva falla del sistema: la falta de justicia, otra de las virtudes cardinales, la principal virtud de la sociedad bien ordenada, de la buena sociedad y el buen gobierno. La injusticia se evidencia en un sencillo hecho: los principales responsables de la crisis -grandes corporaciones, grandes bancos y políticos serviles- se han enriquecido extraordinariamente con ella pero se la están haciendo pagar a la parte menos culpable: la sociedad civil en su conjunto, y dentro de ella la población asalariada, y dentro de esa población a la clase trabajadora más vulnerable. El trasvase de riqueza de los pobres a los ricos se profundiza así después incluso de la crisis, al tiempo que los que, con codicia e imprudencia extremas, provocaron el desastre quedan impunes o incluso salen fortalecidos. Así, 41 de las 100 primeras economías del mundo no son países sino corporaciones; así el 1% del poder corporativo, pero sobre todo los bancos, controla el 40% de los negocios mundiales, así el 20% más rico de la población del planeta posee más del 80% del PIB mundial mientras que el 20% más pobre sólo tiene el 1% de ese PIB, y 2.700 millones de personas «sobreviven» con un dólar/día o menos. Y el ajuste brutal de la economía del trabajo -el ataque frontal a la soberanía democrática y a los derechos de ciudadanía- se está haciendo sin menoscabo de la protección de las inmensas fortunas privadas radicadas en paraísos fiscales -en torno a la mitad de los cuales están en manos británicas-, paraísos en los que el secreto financiero preserva a esas riquezas de todo control público, de toda exacción fiscal, al tiempo que esconde el origen, a menudo turbio y delictivo, de dichas fortunas.

La cuarta virtud cardinal de la sabiduría práctica antigua era como una virtud-refugio: la fortaleza. La fortaleza, entiéndase, para soportar los golpes de la fortuna. Porque incluso una vida prudente, moderada y justa tiene que habérselas con los caprichos de la fortuna, con la enfermedad y el accidente, con la muerte y la desgracia. Y hay que saber aguantar. Pues bien, mucha fortaleza vamos a necesitar los ciudadanos golpeados por la crisis para no desmoronarnos. Ahora bien, la virtud de la fortaleza -la andreia– no sólo sirve para soportar y resistir. De ahí también sacamos el valor y el coraje para combatir y pelear. Las calamidades se soportan, pero la injusticia se combate. Y ahora están dadas ambas cosas: la injusta calamidad sufrida por los más pobres y vulnerables creada por una codiciosa y desenfrenada oligarquía financiero-mediático-corporativa mundial a beneficio de su cuenta de resultados, paradisíacamente protegida. Está por ver si esa fortaleza de los indignados -que somos muchos- puede con el miedo que ahora mismo atenaza a la población. Sólo entonces podremos empezar a pensar que las ciudadanías recuperarán la soberanía, la política su dignidad y autonomía, el Estado su capacidad de regulación y control y, así, por esa senda, tal vez podamos, a base de prudencia, templanza y fortaleza, conseguir vivir en una sociedad justa. Y ser felices.

Notas

1 Montesquieu [1748], Del Espíritu de las Leyes, trad. de M. Vázquez y P. de Vega, Madrid: Tecnos, 1985, pág. 20.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.