Hace ya unos 15 años escribí un libro llamado “Memorias del Futuro”. Me pareció interesante con ese trabajo intentar descubrir ciertos paralelismos en situaciones históricas relativamente recientes acontecidas en las naciones latinoamericanas para ampliar la comprensión y renovar la propia mirada, más acostumbrada al claustro de la pertenencia local.
Por otro lado, en esa obra creí adecuado verificar huellas existentes en la conciencia colectiva que podrían facilitar o dificultar la acción humanizadora y a la vez profundizar en el paisaje social e histórico en el cual muchos de nosotros y nuestros compañeros de lucha nos hemos formado, para ahondar así en la raíz de ciertos comportamientos y posturas.
Toca ahora intentar ver hacia dónde señala en la actualidad la flecha del tiempo y cuál es el mejor modo de apuntar hacia allí.
A cinco décadas de las dictaduras militares
Los cuarenta años de democracia electoral ininterrumpida que se celebran en Argentina son una conquista indudable y constituyen la contracara del régimen sangriento ejecutado por la dictadura cívico-militar-eclesiástica impulsada por la estrategia geopolítica de los Estados Unidos de América en toda la región. Esa estrategia, que en Sudamérica se denominó “Plan Cóndor”, se extendió por toda Latinoamérica, intentando doblegar los impulsos revolucionarios de soberanía y transformación social que resurgían con fuerza por la época, sobre todo, luego de las victorias de la Revolución cubana en el año 59’ y de la Revolución sandinista en Nicaragua en 1979.
Otros veinte años después, asumiría la presidencia Hugo Chávez en Venezuela, abriendo las puertas a la Revolución bolivariana, consciente del necesario carácter continental de la lucha por la emancipación de los pueblos. A partir de ese nuevo impulso se iniciaría un período de fuerte acercamiento e integración entre las naciones de América Latina y el Caribe. Ese ciclo, a su vez, sería también respuesta a la dictadura neoliberal y financiera, que ya había sido iniciada por los gobiernos militares, pero que se vería profundizada por gobiernos civiles en los 80’ y los 90’, una vez más a lo largo de toda la región.
Mientras tanto, se fraguaban nuevos fenómenos bajo la superficie, que emergerían con toda su fuerza tiempo después. Por una parte, cobraban ímpetu las revoluciones identitarias, en las que los pueblos indígenas y afrodescendientes, discriminados y esclavizados durante siglos reclamarían reivindicación histórica, participación y autodeterminación. Así, llegarían a ser gobierno con Evo Morales en Bolivia y hoy parte del gobierno colombiano en la figura de su vicepresidenta Francia Márquez. En esta tendencia se encuadran también los actuales reclamos de reparación histórica por parte de las naciones del Caribe, que sucesivamente han asumido o proyectan en corto tiempo su definitiva independencia de la corona británica.
Al mismo tiempo, avanzó a pasos agigantados la imparable revolución feminista, que reivindica ya no como antaño lograr algunos derechos puntuales, sino una radical y más que justa equidad total, tomando parte crecientemente de todos los espacios sociales y exigiendo tener la opción de decidir con mayor libertad sobre la pesada carga impuesta por la naturaleza, las sotanas y los mandatos culturales patriarcales de tener que procrear y responsabilizarse por la crianza de las nuevas generaciones.
También aquí hemos podido observar el ascenso de lideresas a los primeros niveles de poder político como en el caso de Cristina Fernández, Dilma Rousseff o la actual presidenta de Honduras, Xiomara Castro, la hoy candidata de la Revolución Ciudadana en Ecuador Luisa González y muchas otras en puestos ejecutivos anteriormente solo reservados a hombres como las prefectas Paola Pabón o Marcela Aguiñaga en Ecuador o la actual precandidata a la presidencia de México por Morena Claudia Sheinbaum.
A muy grandes trazos, esos son los paisajes de la memoria en los que cada quien, dependiendo de su pertenencia generacional, se ha formado.
Entre tanto, ha surgido en las últimas dos décadas una nueva generación, para la que, en general, lo ocurrido en el período de la dictadura e incluso en el neoliberalismo, comienza a parecer ya historia antigua, tal como lo es para muchos de nosotros, por ejemplo, lo que pasó entre las dos guerras mundiales del siglo XX. Salvo que una persona o su familia haya sido tocada por la tragedia de manera más o menos directa, el sentir sobre lo que ocurrió históricamente no es tan vívido en las nuevas generaciones como en las anteriores, más allá del esfuerzo que éstas hacen por trasladar sus memorias a las cohortes emergentes.
Y obviamente, al igual que antes y por la propia dinámica histórica, mientras en la superficie social se despliega la trama de los cambios proyectados por las generaciones hoy encanecidas, se están fraguando, a resguardo de la prensa malintencionada e imprevistas para la mayoría ciudadana e incluso para la más ilustrada academia, las revoluciones futuras.
Un presente turbulento de cambio permanente
El presente de la memoria se encuentra en un momento de fuerte turbulencia histórica, tal como los que suelen atravesarse a veces en los vuelos, en los que un clima de temor invade a los pasajeros por lo que pudiera suceder, estando sujetos en esos momentos al destino de una frágil aeronave. O con un símil más preciso todavía, lo que se experimenta en lugares de habituales eventos sísmicos, en el transcurso de un fuerte y prolongado movimiento de suelo.
Los objetos y herramientas cotidianas que usamos ya no tienen mucho que ver con lo que utilizábamos tiempo atrás. Los lugares que se solían frecuentar ya no existen, perviviendo solamente en las fotografías y en los recuerdos. Profesiones y talentos que antes eran venerados o altamente requeridos son eficientemente reemplazados hoy por tecnologías y nuevos saberes.
Grandes cambios ocurren también con los vínculos sociales, en los que se han multiplicado las formas familiares, las modalidades de trabajo, las posibilidades de comunicarse y también los impedimentos para hacerlo sin interferencias. El lenguaje, considerado en otros tiempos un cohesor social fundamental, ha variado sensiblemente, derivando hacia una nueva torre de Babel protagonizada por diferentes tribus generacionales y segmentos poblacionales.
En el mundo casi subatómico de la intimidad, se han diversificado las tendencias afectivas y las identidades sexogenéricas, al tiempo que en el plano geopolítico, las reglas de la anterior predominancia única de Occidente ya son hoy contestadas por una poderosa multipolaridad.
Incluso la imagen misma del espacio sideral está cambiando a partir de la instalación en una órbita lejana de potentes lentes que nos permiten ver mucho más allá de lo conocido.
Lo que antes parecía totalmente imposible, hoy es verosímil y transforma en profundidad la visión que se tiene de la realidad.
En este panorama incierto y voluble, grandes conjuntos humanos tienden a buscar seguridad, certezas, algo que sea o al menos parezca inamovible. Sobre todo, en poblaciones que van aumentando su proporción longeva, como es el caso de las naciones del norte de Europa, del Asia oriental y crecientemente también, las del Cono Sur sudamericano.
Esa tendencia en el trasfondo sicosocial, esa respuesta mecánica en resistencia a este tiempo de severas transformaciones y paisajes irreconocibles, es la que explica el auge transitorio de las opciones retrógradas.
Desde ese estado de profunda inestabilidad que sienten las poblaciones, se pueden reconocer réplicas pendulares como la adhesión a corrientes recalcitrantes y violentas, que proponen detener y volver atrás el reloj de la historia, tanto en el campo político como en el religioso. Incluso las prácticas de cuidado ecológico y la preocupación cotidiana por la situación medioambiental contienen, más allá de sus aspectos racionales, un elemento conservacionista que se encuadra también en lo anterior.
Esto permite también comprender por qué las propuestas de cambio social que suelen ser enarboladas desde los sectores progresistas, a pesar de estar totalmente justificadas en su carácter conceptual, son rechazadas por las mayorías poblacionales, que añoran sin duda un mundo diferente, pero sin tener que transitar nuevas perturbaciones o alteraciones significativas.
Sumidos en esta paradoja de enorme significación, cabe preguntarse entonces si acaso las transformaciones necesarias han de ser producidas sin que la población sienta inquietud por ellas. ¿Acaso es necesario un gatopardismo invertido, en el que todo cambie sin que lo parezca, a diferencia del tan mentado gatopardismo tradicional en que ningún cambio ocurre más allá de una pátina discursiva incendiaria pero carente de contenido real?
Por otra parte, si se afirma la necesidad del concurso popular para producir modificaciones de gran calado tanto en la organización social como en la conciencia colectiva, esto representa un total contrasentido.
¿O es que los conjuntos, guiados por sus creencias, introducen en sus revoluciones cambios impensados que van mucho más allá de los programas que asumen como bandera en una coyuntura? ¿Qué margen queda entonces para los proyectos explícitos y la convocatoria de sumar intenciones a ellos?
El futuro de la memoria
La población total actual de América Latina y el Caribe se ha casi cuadruplicado desde 1950 – otro cambio importante – pasando de 168 a más de 660 millones y continuará creciendo a un ritmo algo menor hasta 2086, alcanzando los 752 millones, para luego comenzar a decrecer. [1]
Sin embargo, este crecimiento no es uniforme a lo largo de los segmentos etarios. Según las estimaciones demográficas, se proyecta en la década actual una disminución del número de habitantes menores de 30 años y un crecimiento positivo de la población adulta en la región, sobre todo de los mayores de 50 años.
Descomponiendo el actual reloj generacional, encontramos que hay aproximadamente seis generaciones coexistentes en el momento actual, cuatro de ellas nacidas en el siglo pasado, en una era predigital, una quinta en la transición hacia y posterior a los años 2000 y una sexta, entre infantil y adolescente, plenamente perteneciente a los tiempos que corren.
En términos de proporción, los menores de 15 años representan hoy algo menos de un cuarto de la población, estimándose que en unos veinticinco años más, fruto del descenso de la natalidad y el aumento de la esperanza de vida, las personas de más de 60 años, que hoy son más o menos la mitad de aquellos, los superen en número.
La generación hoy en pugna por asumir un papel transformador – que situamos con cautela entre los 15 y los 30 años de edad – suma otro 25%, mientras que los que están en proceso de instalación social son un 22%. Las y los latinoamericanos que ocupan el centro de la escena generacional, entre unos 45 y 60 años, comportan a su vez un 17% del total.
Si consideramos la velocidad de los cambios y las diferencias que éstos van estableciendo en la percepción de las distintas generaciones sobre la realidad que les toca vivir, estas estadísticas nos muestran tan solo un abultamiento creciente de las franjas menos dinámicas, es decir, menos proclives a las transformaciones. Lo que no informa en absoluto sobre el signo de las mismas, ya que nada de esto es lineal y las generaciones pueden proponer como parte de su proyecto direcciones reactivas al progreso social. Esto puede observarse con nitidez en cierto sector de la juventud, que a contracorriente de lo que intentaron construir sus antecesores desde un paisaje más contestatario, se rebelan en términos conservadores o incluso retrógrados.
Sin embargo, a principios de la década pasada el mundo y también nuestra región fueron nuevamente sacudidos por fuertes movilizaciones juveniles que parecían protagonizar una nueva sensibilidad con aspectos muy positivos, como una mayor horizontalidad, el reclamo por una democracia real, una mayor justicia en la redistribución de la riqueza y la paridad de género, por solo citar algunas de sus proclamas más destacadas.
Esa asonada generacional logró ocupar un espacio político importante y sin embargo, parece haber sido absorbida por un sistema que entonces semejaba estar herido de muerte.
Otro alzamiento de carácter más complejo en su conformación, pero igualmente protagonizado por una “primera línea” de jóvenes, es la que se suscitó poco antes de la pandemia del Covid-19 en Chile y Colombia, ayudando a remover a gobiernos conservadores en esos países. Distinto fue el signo de esa arremetida en Bolivia, colaborando con un golpe de Estado que perseguía intereses antirrevolucionarios y en Ecuador, situación que fue manipulada eficazmente por el sistema y paradójicamente permitió la entrada a la presidencia de un banquero, hoy felizmente ya derrotado.
¿Cuál es entonces el proyecto de la actual generación en crecimiento, la generación nacida en entornos de plena digitalización, qué posibilidades de implantación tiene, a qué resistencias se enfrenta y cuáles serán sus implicancias sociales y políticas en América Latina y el Caribe? ¿Serán salidas creativas, reactivas, tenderán a la adaptación sin cambios, a una acción efectiva y transformadora o pretenderán desacoplarse y recluirse en sí mismos, perdiendo toda incidencia?
No son interrogantes fáciles ni podremos develarlos por completo, pero estamos seguros que entre esos pliegues podremos entrever algo del futuro de la memoria.
Ante todo, el cúmulo de información que comparten las nuevas generaciones llega hoy a todos los rincones y segmentos sociales en tiempo casi real, pese a los esfuerzos sistemáticos por censurar, desinformar, convertirla en nueva mercancía o vaciarla de sentido. Este hecho incontestable permite inferir una suerte de nivelación en los contenidos que manejan la mayor parte de los jóvenes y por tanto, en la posibilidad de constituir proyectos con elementos similares, más allá de las diferencias culturales o de posición socioeconómica. Precisamente esa nivelación informacional permite pensar que, en proceso, nadie querrá quedarse atrás en el disfrute de los beneficios que la humanidad ha acumulado en su conjunto a lo largo de la historia, lo que augura nuevas movilizaciones en ese sentido.
Asimismo, esta ancha avenida de posibilidades que se abre ante las nuevas generaciones, estimula cierta indecisión en las elecciones vitales, un vértigo propio de la ampliación de horizontes, contrario al carril predeterminado de tiempos anteriores, pero que a la vez entorpece la adopción de un proyecto colectivo común.
Por otra parte, la velocidad en la dinámica social, en ocasiones rayana en la inmediatez más absoluta, promueve una sensación que dificulta cualquier idea de proceso o gradualismo. Todo debe suceder ya y en el “ahora”. Esto se opone radicalmente a la anterior idea de “progreso” o “movilidad social ascendente” que requería de muchos años de esfuerzo formativo, lo cual explica en parte el fracaso del modelo educativo actual y la búsqueda juvenil de caminos más cortos (o atajos como la migración o incluso la delincuencia) para lograr ciertas metas.
Al mismo tiempo, el alto grado de comodidad facilitada hoy por los artilugios tecnológicos, hace que la misma idea de “esfuerzo”, pese a las enormes dificultades que atraviesan muchos jóvenes, pierda vigencia. En todo caso, el esfuerzo es impuesto por la necesidad de supervivencia en un sistema explotador, pero no constituye ya una virtud, al igual que el concepto de “sacrificio”, tan en boga en generaciones precedentes.
En términos de relación, las nuevas generaciones se encuentran sometidas al flagelo de la fragmentación social, que no solo las afecta en el seno de sus hogares, sino en la desarticulación de lazos y vínculos profundos e inamovibles a su alrededor. Esto hace que, muy probablemente y por necesidad, un importante factor del proyecto juvenil tenga que ver en la actualidad con la búsqueda de comunidad en la que cobijarse y con la cual identificarse.
Esto choca con las pretensiones y las prácticas neoliberales, que imponen modalidades cada vez más individuales y de menor contacto humano en todos los ámbitos ya permeados por aplicaciones y tecnologías digitales.
Mientras tanto, cada vez más jóvenes descreen del sistema político actual y rechazan la inacción o ineficacia de los representantes para dar respuesta a las severas dificultades que padecen. En ocasiones, muestran su disconformidad mediante la abstención, el voto en blanco o nulo. En otras oportunidades, apoyan a algún candidato o candidata que se promueve como al margen del sistema, aunque por lo general, esta es una nueva mentira.
Al ser mínimas o nulas las posibilidades de subsistencia y tranquilidad económica para los jóvenes dentro del sistema, muchos buscan formas o espacios alternativos, que si bien muestran modos diferentes y más colaborativos de hacer las cosas, por lo general terminan fracasando o siendo absorbidos ya que el marco general o plano mayor continúa siendo adverso.
A toda esto se suma algo más importante aún. Es el vacío existencial que siente la mayor parte de esta nueva generación por la desazón que produce la provisoriedad y la carencia de sentido del sistema mismo, que tan solo promueve la posesión y la competencia como conductas prioritarias. Un primitivismo que conduce al absurdo, a la proliferación de afecciones mentales como la depresión, las adicciones, los trastornos alimentarios, la violencia contra otros y contra sí mismos. Cabe mencionar aquí que la autolesión ya es la tercera causa principal de mortalidad adolescente a nivel regional.
¿Permiten estos primeros trazos bosquejar un posible programa generacional coherente o delinean apenas un contorno de situación no suficientemente inteligible pero ciertamente refractario a hábitos añejos?
Nos inclinamos por lo segundo, pero esta comprensión nos invita a afirmar sin dubitaciones que el mundo ya ha cambiado y las viejas recetas ya no funcionarán en éste.
Estamos en la última etapa de un “ancién regime”, tal como se catalogaba al vetusto régimen monárquico, aristocrático y clerical en el transcurso de la revolución francesa. Y es altamente probable que sea la presente generación en crecimiento la encargada de darle la espalda definitivamente. Este aserto se basa no solo en un acto de conciencia esperanzado, sino en el fracaso total y evidente del sistema para dar respuestas efectivas a las necesidades sociales y existenciales acuciantes, más allá de la distracción que provocan los nuevos fetiches tecnológicos.
Aunque algunos de los grandes problemas de hoy datan de hace mucho tiempo, la juventud emergente no adherirá a las misma respuestas por las que las anteriores generaciones apostaron en el pasado.
Lo que estamos queriendo decir, es que hay que desplegar propuestas acordes a la nueva sensibilidad, sin temor al rechazo que puedan provocar en coetáneos de otras épocas. Y con ellos, avanzar en la comprensión de aquellos paisajes profundos que generan adhesión a ciertos idearios y acciones y reaccionan con escepticismo ante la novedad.
Por supuesto que, como toda revolución la próxima, ya en curso, contendrá contradicciones, será resistida por los viejos moldes, no logrará por completo sus objetivos ni siquiera en su ciclo más fecundo y finalmente será reemplazada en sus paradigmas por las generaciones subsiguientes. Pero lo cierto es que con la rebelión estruendosa o silenciosa de la nueva generación ante lo establecido, la historia continuará su avance hacia la Nación Humana Universal, inclusiva, colaborativa, paritaria, diversa y no violenta, utopía fundacional del tiempo histórico que nos toca vivir.
[1] Fuente: Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía (CELADE)-División de Población de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), revisión 2022 y Naciones Unidas, WorldPopulationProspects, 2022 [en línea] https://population.un.org/wpp
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza