Todos los días, así vengan de la mano de gente conocida o de anónimos ciudadanos, y con independencia de que aparezcan o no en los grandes medios, tenemos la fortuna de conocer en una época tan acanallada como la que discurre, conductas y gestos éticos que nos ayudan a vivir, a ser, simplemente, más dignos […]
Todos los días, así vengan de la mano de gente conocida o de anónimos ciudadanos, y con independencia de que aparezcan o no en los grandes medios, tenemos la fortuna de conocer en una época tan acanallada como la que discurre, conductas y gestos éticos que nos ayudan a vivir, a ser, simplemente, más dignos seres humanos.
Días atrás, por ejemplo, Santiago Sierra renunciaba al premio nacional de artes plásticas porque «instrumentaliza en beneficio del Estado el prestigio del premiado… un Estado que participa en guerras dementes alineado con un imperio criminal y que dona alegremente el dinero común a la banca.»
También en estos días, y es otro ejemplo, alguien que nunca me perdonaría que la identificara, renunció a participar en la tradicional fiesta navideña de la empresa para la que trabaja si no se autorizaba la asistencia a la misma a todas y todos los empleados, al margen de la función que tengan y del salario que perciban.
Todos los días tenemos a nuestro alcance referencias éticas que nos ayudan a ser mejores personas, pero no escasean, desgraciadamente, los otros ejemplos, los inmorales, los deshonestos, cada vez más comunes y, lo que es peor, celebrados en un mundo que ha hecho de la hipocresía su principal baluarte.
En relación a ello quiero traer hoy a colación tres ejemplos sobre esa infame ética con que el poder te aborda cuando su disimulo se queda sin tiempo o sin espacio, tres inolvidables lecciones que vienen a ser la misma.
La primera lección sobre esa ética, periodística en este caso, la recibí hace ya 30 años de boca del director de un periódico dominicano en el que me iniciaba como columnista. A su despacho llegué un día para saber la razón de que no se publicara mi primer artículo. Llevaba el periódico del día y, cuando me senté al otro lado de su mesa, no atreviéndome a dejarlo encima en el temor de que acabara perdiéndose bajo la montaña de papeles, lo puse sobre mis rodillas, lejos del alcance de su vista.
-Su trabajo es muy bueno -me sonrió el director- pero sé que tiene poco tiempo en el país y no está familiarizado con ciertas costumbres nuestras así que, es bueno que sepa que hay ciertas palabras que aquí no usamos, menos aún en prensa…
La palabra era nalga. Abrumado por tanta indecente nalga, busqué en el suelo un agujero en el que esconderme cuando, de repente, las ví. Bajo unas bragas negras, muy ceñidas, incapaces de ocultar y contener con tan exiguo argumento de tela nalgas tan generosas, éstas desparramaban sus volúmenes en la casi media página del periódico que yo tenía sobre mis rodillas. Las nalgas se sostenían en dos esculturales piernas, por supuesto desnudas, bajo las cuales, y en un plano inferior, James Bond apuntaba a los lectores con su pistola. Se trataba del anuncio de la última película del famoso agente 007 y yo ni quería ni podía dejar pasar semejante oportunidad.
-Pues tal vez en su periódico la palabra nalga esté prohibida… pero las nalgas no.
El comentario lo respaldé enarbolando la prueba que la providencia pusiera en mis manos, pero aquel director, con más años de oficio que de edad, me respondió:
-Sí, es verdad, pero hay una clara diferencia…Ellos pagan, usted no.
La segunda lección de ética ha sido más reciente. Me la brindó un banco hace cosa de dos años. No obstante ser los bancos, en su publicidad, quienes más recurren a la magia de la «poesía» para mejor engatusar incautos, en ocasiones, entre tanta paloma blanca, flores silvestres y orquestas de cuerdas, se les escapan versos tan ásperos y crudos como el que uno de sus anuncios televisivos puso de manifiesto.
Un hombre maduro, atractivo y, sobre todo, convincente, tomaba la palabra y nos decía: «Puedes llamarlo esperanza…puedes llamarlo oportunidad…puedes llamarlo urgencia… vacaciones…salud… Nosotros lo llamamos dinero».
Nunca he dudado de que para los bancos esa sea la ecuación correcta pero, que yo recuerde, era la primera vez que una entidad bancaria lo resumía de tan certera manera y, además, públicamente. Para la lógica del mercado no hay principio más sagrado ni compromiso más divino que multiplicar el capital. Cualquier otro aspecto que escape a esa lógica, los bancos, como quiera, seguirán llamándolo dinero. La razón y el derecho acumulado en más de veinte siglos, el arte construido, aquellos conceptos que mejor nos definen a los seres humanos… «nosotros lo llamamos dinero», dice el Banco.
Puedes llamarlo democracia…puedes llamarlo derechos humanos… puedes llamarlo paz… justicia… tolerancia… solidaridad… ética… moral… puedes llamarlo como tú quieras… «nosotros lo llamamos dinero».
Y dinero es lo único que tienen los bancos. De dinero, nuestro dinero, es que está hecha su ética.
La tercera lección de ética nos la acaban de impartir hace apenas unos días. Si la primera tuvo que ver con los medios de comunicación y la segunda con la banca y el mercado, esta tercera ha tenido asiento en la política, y ha sido el presidente Zapatero el responsable de la clase magistral al ser cuestionado por el cómplice respaldo que brinda su persona y su gobierno al régimen genocida marroquí, en relación a uno de los capítulos más bochornosos de la historia del estado español, el que tiene como víctima a la República Arabe Saharaui Democrática: «Defender los intereses de España es lo que el Gobierno tiene que poner por delante».
O lo que es lo mismo: Marruecos paga, los saharauis no; o lo que es igual: nosotros lo llamamos dinero.
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