Cuando se hacen propuestas ajenas al Estado, a su control y fiscalización, la gente tiende a verlo como utópico y hasta descabellado. La servidumbre voluntaria, a veces ciega e irracional, tiende a presentarse hasta en las personas con mayor educación. Es una exacerbada necesidad del Estado, de su existencia irremediable, como si este hubiese acompañado […]
Cuando se hacen propuestas ajenas al Estado, a su control y fiscalización, la gente tiende a verlo como utópico y hasta descabellado. La servidumbre voluntaria, a veces ciega e irracional, tiende a presentarse hasta en las personas con mayor educación. Es una exacerbada necesidad del Estado, de su existencia irremediable, como si este hubiese acompañado a la humanidad desde sus albores. Esta tendencia casi que diviniza a ese instrumento de opresión de las clases que han dominado a las sociedades a través del tiempo. En suma, nada que envidiarle a las viejas monarquías teocráticas. El Estado termina siendo, incluso hoy en las llamadas democracias, una teocracia en sí misma, donde pensar en algo más allá de este pareciera absurdo.
La legalización es el mecanismo de perpetuación del Estado como omnipotente creador, omnímodo justiciero y bienhechor de las relaciones humanas. Es simplemente la legitimación de su poder represivo y opresivo sobre las mayorías dominadas, quienes gustosas aceptan los caprichos divinos de los dominadores de ese Estado. Es decir, no basta con la propia abstracción de lo que significa el Estado, sino que también se materializa en la coerción de la libertad por medio de las imposiciones de la ley. Legalizar es hacer al Estado más fuerte, es concebirlo más poderoso e incuestionable, es alejar del horizonte un futuro de libertad.
Entre los casos más notables de pretensiones de legalización se tiene: cannabis (medicinal o recreativo), aborto, pastilla del día después, fecundación in vitro, laicidad del Estado. Esto implica que las personas tienen una necesidad de que el poder les permita hacer, decidir, decir y seguro hasta pensar. Es un deseo de aval, un deseo de que la violencia institucionalizada del Estado otorgue su venia a cada acción humana. Las personas no tienen capacidad de hacer las cosas por sí mismas, ni siquiera hay una mentalidad autogestora, porque la costumbre es que todo se recibe del Estado, todo se espera de él, todo lo resuelve él.
En el caso del cannabis, y en general con cualquier tipo de droga (medicinal o recreativa), lo que se esconde detrás de la legalidad o ilegalidad es la mano oscura y perversa del Capital, sea este nacional o internacional. El mismo Capital que mantiene el contubernio con el Estado para asegurar sus intereses económicos por encima de la humanidad. Aquí el asunto de fondo no es si las drogas son perniciosas o no para el consumo humano, todo conlleva virtudes y riesgos de sumo cuidado. Aquí lo que se pretende es tocar el trasfondo político y económico que se encierra detrás de su producción y tráfico.
Por un lado, al mantenerse la ilegalidad bajo la omisiva mirada del Estado, el Capital se sigue alimentando de manera descomunal por medio del narcotráfico y la creación de un estado paralelo de cosas. Por otro lado, la legalización implica la regulación del Estado y el cobro de impuestos para su mantenimiento por medio del consumo. En los dos casos, siempre gana el sistema económico, la clase empresarial que está detrás de todo esto directa o indirectamente. El Estado no regula por real preocupación sobre las personas, sino por el interés que genera el negocio sobre la clase gobernante que es, además, y en muchos casos, la misma que se beneficia del tráfico de narcóticos.
Existe un interés capitalista por la legalización de las drogas, no por un asunto de ética del sistema, sino, todo lo contrario, por un asunto de legitimación que encierra la doble moralidad del Capital. Esto es, trasegar con drogas, producir guerras, crear adicciones, llevar incluso a la muerte en todos los sentidos de lo que implica el tráfico de estupefacientes, mientras plantea la legalización para supuestamente controlar su consumo. Pero todo esto es absurdo. El consumo de drogas creció desaforadamente con el desarrollo de la industrialización de la economía, incluida la misma producción de los narcóticos. Tanto es así que la misma legalización no implica que se desprendan los encadenamientos productivos (sea directa o indirectamente) con el mercado clandestino, que no deja de ser parte del mercado.
Las drogas son un mecanismo de alienación por excelencia, los ingleses lo reconocieron perfectamente en las famosas Guerras del Opio. Las adicciones y el terror que estas causan, magnificadas por los medios de comunicación y las políticas de Estado para combatir el narcotráfico, funcionan como cadena que impide la liberación humana. Es simple, ni al Estado ni al Capital le interesa frenar el narcotráfico, sea legal o ilegalmente, lo que plantean es mantener la cantidad suficiente para el consumo mientras se reparten los cuantiosos beneficios que deja la ilegalidad o la propia legalidad. Las que más se beneficiarían con estos procesos de legalización serían las grandes empresas farmacéuticas, las grandes asesinas y genocidas silenciosas, que matan a millones de personas por adicciones, enfermedades, vacunas, experimentación o por armas químicas y biológicas.
Lo ideal sería la producción para el autoconsumo, pero si esta está mediada por la legalidad, conllevaría a la posible mercantilización clandestina. Es decir, el interés capitalista mantendría las estructuras de la ilegalidad para su propia reproducción. Esto lleva a los mismos absurdos del narcotráfico tal y como funciona actualmente. Por ello, solo sin el Estado, y por ende sin el capitalismo, se podría crear una sociedad de consumo libre. Aunque, lo más probable, es que sin estos dos indeseables enemigos, el consumo de estupefacientes pierda todo sentido, o al menos para las razones por las cuales se consume hoy.
Pero mientras esto último no ocurra, el sistema capitalista se seguirá valiendo de la miseria humana para mantener a las personas atadas, esclavizadas, al trabajo, a la propiedad, al jefe, al gobernante, a las drogas, a los medicamentos, a los salarios, a los precios. Este sistema lleva evidentemente a cuadros depresivos donde las personas buscarán escapar de su terrible situación existencial.
Las consecuencias fatales de esto son el sostenimiento del sistema por medio de cuantiosas sumas en psicología y psiquiatría en clínicas y consultorios privados, adicción a las drogas y al alcohol, uso de medicamentos costosos, sea para la seguridad social, sea para el paciente en la farmacia. En el peor de los casos está la esquizofrenia y el suicidio como evasión última del cerebro para afrontar la terrible realidad. [1]
Legalizar no soluciona el problema de fondo. Legalizar solo justifica la existencia y permanencia del Estado. Quienes abogan por legalizar es porque no pretenden acabar con la raíz de los males, porque ello implica transformar el todo. Implica que los negocios morirán, que la mercantilización de la salud y la vida cesarán, que el control sobre la humanidad dejará de existir. Eso no lo quiere el poder, le teme. Implica el fin de los privilegios para los capitalistas y los gobernantes, para todos los que tienen cuotas de poder a costa de la miseria existencial de las personas.
La solución es solo una. La de este loco idealista es simple: acabar con la legalidad, pero ello significa acabar con el Estado y esto conlleva a la irremediable muerte del capitalismo. ¿Lo querrán todos o preferirán seguir dejando en manos del Estado y sus procesos de legalización que solo alimentan a esa máquina de muerte y desprecio humano que se amanceba con el Capital?
Notas
[1] Solano, J. (2014, 8 de setiembre) La depresión del sistema económico. En EquipoCritica.org. Recuperado de: http://www.equipocritica.org/
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