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Legitimación neoliberal y dilemas de la crítica

Fuentes: Nueva Sociedad

La nueva Ley de Fomento Productivo evidencia el giro neoliberal en Ecuador. El viraje de Lenín Moreno se profundizó luego de la Consulta Popular de febrero que, aupada en el «combate a la corrupción», dejó a Rafael Correa sin la posibilidad de volver a postularse a la presidencia. El régimen puede exhibirse ahora como descontaminado del «maldito populismo». La estrategia de Moreno parece consistir en la aplicación de una suerte de «neoliberalismo progresista» que lo aleja del mandato para el que fue electo. ¿Será capaz Moreno de devorar tanto a quienes lo llevaron al poder como a los que lo sostuvieron en su cruzada antipopular?

Con la Ley de Fomento Productivo (LFP), la pacificación post-populista de Lenín Moreno se consagró como la vía más expedita para la reconciliación del país con los mercados y su pleno realineamiento con Washington. El giro del heredero de Correa se profundizó luego de la Consulta Popular (CP) de febrero que, aupada en el «combate a la corrupción», dejó al expresidente sin opción de repostularse. Desde entonces, las viejas élites, el alto empresariado y la derecha partidaria intensificaron su asedio a Carondelet hasta desplazar a Alianza País (AP) del comando estatal.

En tal entorno, el nombramiento del Presidente del Comité Empresarial Ecuatoriano, Richard Martínez, como Ministro de Economía reforzó el pacto de dominación que sostiene a Moreno en el poder luego de que éste perdiera su mayoría parlamentaria (escisión entre oficialistas y correístas) y esterilizara a AP como partido de las mayorías. Tal bloque político no se reduce a las tradicionales élites. Lo vertebran también, de modo subordinado, figuras progresistas, delegados indígenas y sindicales. El rediseño del orden corporativo anterior a la Revolución Ciudadana (RC) otorga tal constelación de fuerza que permite gobernar sin partido, base electoral y opinión popular favorable.

Martínez fue figura clave de la reunificación empresarial durante la RC. Apenas posesionado, y mientras el régimen conectaba el frame del «despilafarro populista» con la crisis económica, canceló todo rezago post-neoliberal del gobierno. El diktat del superavit fiscal primario, la liberalización comercial, la flexibilización laboral, etc., pasaron a operar como brújula mayor de la política pública. Solo ciertos núcleos ortodoxos dudan del viraje gubernamental aún si increpan más la levedad del ajusteque su misma orientación.

La LFP, sin embargo, es un complejo dispositivo que no solo implanta la austeridad fiscal sino que consagra una enorme apropiación de rentas para los «ultra ricos», deshace derechos laborales y desmonta los instrumentos maestros del Estado desarrollista distributivo. Un profundo cambio en las relaciones de fuerza y en los mecanismos de legitimación del poder hubo de tomar forma para que tal proyecto sea aprobado sin apenas resistencia luego del largo ciclo de predominio populista.

El sello rentista de la LFP se expresa en la enorme amnistía tributaria, recorte de impuestos y otras canonjías dirigidas a escoltar los grandes interesesLas finanzas públicas se ven diezmadas por la renuncia a gravar los incrementos extraordinarios en los precios de los recursos naturales, la salida de divisas, la eliminación del «impuesto mínimo del anticipo al impuesto a la renta», etc. La ley dispone también que el sector público no pueda crecer más de 3% anual, restringe la movilización de crédito interno para gestionar liquidez y estipula que, salvo excepciones, el presupuesto solo puede ser aprobado con déficit para cancelar intereses de deuda. La inversión pública queda prácticamente abolida como política de estado. Rompiendo la Constitución, en fin, se introduce un sistema internacional de arbitraje de inversiones para cualquier materia. Las facultades estatales de regulación quedan reducidas a lo mínimo. La LFP rediseña pues el estado, y los términos de su legítima intervención, a partir del imperativo de reconfigurar el entorno para las inversiones.

Lejos del «dejar hacer» manchesteriano, luego de la «devastación populista» los neoliberales criollos aspiran a reencuadrar -legal e institucionalmente- la competencia y a coordinar la sociedad desde el mercado. Tal tarea arrancó con la ocupación empresarial del poder y la inmediata transferencia en su favor de millones de dólares adeudados al fisco. Así, bajo el mantra de la atracción de capitales, la piedra bautismal de la economía de mercado en el Ecuador del siglo XXI no es otra que el viejo rentismo de poderosas élites que gobiernan sin autorización popular. La agenda pro-mercado fue derrotada en el balotaje de 2017.

Neoliberalism by surprise. Con ese tropo, Susan Stokes encaró los problemas de legitimidad democrática de gobiernos latinoamericanos que, como el de Moreno, llegaron al poder con un programa contrario al Consenso de Washington y luego lo implementaron a pie juntillas. Si en el Perú de los 90, Fujimori superó dicho impasse -al punto de ser reelecto- trocando seguridad y orden (derrota de Sendero Luminoso) por ajuste estructural, en el Ecuador de hoy la clase gobernante presenta el giro neoliberal como consecuencia necesaria y única alternativa ante la «crisis moral del correísmo». El combate a la corrupción se coloca así como principal mecanismo de legitimación del retorno inconsulto de los mercados.

La anticorrupción, como política de la justicia y acción sobre la reputación, hilvana escándalos mediáticos y sobreactuación de autoridades de control en un relato que hace del «estado obeso» e inescrutable de la izquierda la fuente de todo atropello a la ética pública y a éste la causa de la mala economía. Los expedientes contra la RC se multiplican en un circuito que retroalimenta decisiones políticas, trending topics y primeras planas. No se trata apenas, como urge, de procesar sospechosos sino de consagrar a los tribunales como instancia dirimente de la pertinencia de la acción gubernativa de la década pasada. La evaluación de política pública se cocina en los juzgados. Ya en ese plano, y más allá de la justeza de los procedimientos, los fallos replican la diatriba contra la revolución: la economía expansiva del estado popular inocula corrupción. El estado austero reflota ahí como categoría moral.

El neoliberalismo obtiene pues de la anticorrupción el desprestigio de su más enconado adversario. Aquello no le despoja, sin embargo, de toda su influencia. La descorreización de las instituciones públicas motoriza dicho objetivo. Para el efecto, la impugnada CP mandató al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social Transitorio a evaluar y, eventualmente, destituir a las autoridades nombradas por el anterior Consejo. La idoneidad de dichas autoridades estaba en duda por sus nexos políticos con el ex presidente y su desprolijidad en el control de la corrupción. Casi todos los funcionarios evaluados fueron destituidos. Los Consejeros -siete «notables» nominados por Presidencia que se han arrogado poderes y operan sin control popular- procedieron a subrogar a los cesados con figuras del mundillo anticorreísta. Resolvieron así, al tiempo, la distribución de poder en el bloque gobernante y la extracción de influjo estatal al correísmo. El régimen puede exhibirse ahora como descontaminado del maldito populismo. El bloqueo sistemático al registro electoral del nuevo movimiento de la RC completa la purga. Así, sin mayor apego democrático, la des-correización amplía el juego legitimador del «neoliberalismo por sorpresa».

El repunte neoliberal no se desliga de la crisis de la RC. La crítica de ésta al poder de los mercados no habrá de expandirse entonces sin justificación de las razones de su trance. Al margen del modo más o menos arbitrario con que la corrupción se ha construido como problema público, aquella, y la impunidad en su torno, terminaron por avalar el giro gubernamental. No obstante, al hacer de éste un puro efecto de la «traición de Moreno» y al no ver en la anti-corrupción otra cosa que acoso político -que lo hay y sin disimulo- el correísmo se desentiende de su lugar en la trama, trivializa la demanda social de transparencia y no consigue dotarse de la credibilidad necesaria para hacer frente a la patraña de la puesta en forma del neoliberalismo como salida ética ante los excesos populistas.

Sin ruptura con el sentido canónico de su acción como fuerza opositora, entonces, la RC habrá de resignarse a preservar su militancia. Aquello podría ser irrelevante sino fuera porque dicho acumulado puede gravitar de modo decisivo en el espacio de las resistencias. La embrionaria movilización contra el ajuste ha provenido básicamente de su convocatoria. La crítica de otros pequeños núcleos de izquierda al proyecto empresarial queda represada en su esfuerzo por desmarcarse de la «década ganada». La colaboración indígena con el gobierno entrampa, por su parte, su histórico antagonismo a las políticas pro-mercado. Para la izquierda antipopulista luce más rentable implicarse en la descorreización que confrontar el ajuste. La prefiguración de algo así como un neoliberalismo progresista parece, no obstante, ya bloqueada por los impactos de la austeridad en el bienestar y la arbitrariedad del cambio institucional. En medio del desierto del campo popular queda por ver si la gran derecha cogobernante -que no gana una elección presidencial desde 1998- podrá evitar que la acelerada pérdida de confianza social en el régimen frustre su proyecto de volver al poder por las urnas. De no ser así, como Temer en Brasil, Moreno habrá devorado tanto a quienes lo llevaron al poder como a los que lo sostuvieron en su cruzada antipopular. Sabemos bien cómo termina eso.

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