Vladimir Illich Ulianov nació en un día como hoy, de 1870, en Simbirsk, Rusia. Fue el fundador del Partido Comunista Ruso (Bolchevique), el líder indiscutido de la primera insurrección obrero-campesina triunfante a escala nacional en la historia de la humanidad: la Revolución de Octubre en Rusia (que llevó a su término lo que la heroica Comuna de París no pudo hacer) y arquitecto y constructor del Estado Soviético.
Como si lo anterior no
bastase fue también un notable intelectual, autor de numerosos y medulares
escritos sobre temas tan variados como filosofía, teoría económica, ciencia
política, sociología y relaciones internacionales.[1] “Práctico de la teoría y teórico de la práctica” según
la brillante definición que de él propusiera György Lukács, Lenin introdujo
tres aportaciones decisivas a la renovación de una teoría viviente, el
marxismo, que siempre la entendió como una “guía para la acción” y no como un
dogma o un conjunto esclerotizado de preceptos abstractos. Gracias a Lenin
los cimientos teóricos establecidos por Karl Marx y Friedrich Engels se
enriquecieron con una teoría del imperialismo que arrojaba luz sobre los
desarrollos más recientes del capitalismo en la primera década del siglo
veinte; con una concepción acerca de la estrategia y táctica de la conquista
del poder o, dicho en otros términos, con una renovada teoría de la revolución
basada en la alianza “obrero-campesina” y el papel de los intelectuales; y con
sus distintas teorizaciones sobre el partido político y sus tareas en distintos
momentos de la lucha social. Una herencia teórica extraordinaria, como brota de
la precedente enumeración.
En este breve
recordatorio del nacimiento de un personaje excepcional como el que nos ocupa
quisiera llamar la atención sobre una de esas tres aportaciones: la cuestión
del partido. En efecto, preocupa la nociva persistencia de un lugar común -y
profundamente erróneo- consistente en hablar de “la teoría” del partido en
Lenin como si éste hubiera forjado una, absolutamente imperturbable ante los
cambios y los desafíos del proceso histórico. Como lo hemos demostrado en
nuestro estudio introductorio en una nueva edición del ¿Qué
Hacer? Lenin modificó su concepción del partido en
correspondencia con las variaciones en las condiciones que caracterizaban los
distintos momentos del desarrollo de la lucha revolucionaria en Rusia.[2] Es una obviedad subrayar que su sensibilidad histórica
y teórica era incompatible con cualquier dogmatismo, lo que hizo que tomara
rápidamente nota de las enseñanzas que dejara la revolución de 1905 y el marginal
papel que en ella jugara la organización política a la que pertenecía, el
Partido Obrero Social Demócrata de Rusia. Su reflexión autocrítica se
volcó en el prólogo a un frustrado libro –iba a llamarse En Doce
Años – que recopilaría
los libros y artículos que escribiera entre 1895 y 1907. Pese a la módica
liberalización que el zarismo había consentido luego del ensayo
revolucionario de 1905 y la derrota que las tropas del zar habían sufrido en la
guerra ruso-japonesa, lo cierto es que aquellos materiales fueron confiscados
por la censura y nunca vieron la luz pública. No obstante, el prólogo quedó a
salvo y deja importantes claves para comprender la evolución del
pensamiento de Lenin.[3] En esa reflexión de 1907 Lenin explica que el
modelo de partido propuesto en el ¿Qué Hacer? se explicaba por las durísimas condiciones impuestas
por la lucha clandestina contra el zarismo y su impresionante aparato
represivo. Ahora bien, una vez triunfante la Revolución de 1905 Lenin modifica
su concepción del partido -que sigue siendo revolucionario pero que ya no debe
actuar en la clandestinidad- y se acerca a una postura en cierto sentido
similar a la de la socialdemocracia alemana (recordar que Lenin recién repudia
la teorización de Karl Kautsky en 1909) que, en ese momento, era el “partido
guía” de la Segunda Internacional. Dado que el partido no es una entelequia que
sobrevuela las contingencias y los azares de la historia el cambio en la
correlación de fuerzas entre el zarismo y las fuerzas sociales de la
revolución, amén de las mutaciones operadas en el marco institucional en el que
se daba la lucha política- modificaron profundamente la visión de Lenin sobre
el carácter del partido, su estructura organizativa, sus tácticas y su
actividad organizativa en las nuevas circunstancias históricas. La lucha por la
revolución, sobre la cual Lenin jamás hizo ninguna concesión, debía apelar a un
nuevo formato partidario. Y lo hizo.
No obstante, el
triunfo de la revolución en Febrero de 1917 precipitó la gestación de una
tercera teorización en donde la centralidad del partido en la vanguardia del
proceso revolucionario fue desplazada por el arrollador protagonismo de los
soviets. Con su proverbial sagacidad Lenin advirtió esta mutación, una suerte
de revolución copernicana en la esfera de la política, antes que ningún otro
dirigente del partido Bolchevique y la dejó impresa para la historia en su
asombrosa (y para muchos camaradas, escandalosa) consigna de “¡Todo el poder a
los Soviets!” Esto significó, en los hechos, una extraordinaria revalorización
del poderío insurreccional de estas inéditas formaciones políticas y un cierto
–y transitorio- relegamiento del partido en la “fase más caliente” de la
conquista del poder, antes y poco después del triunfo de Octubre. Como veremos
más abajo de ninguna manera podría argüirse que Lenin había devaluado
definitivamente la importancia del partido. Pero fino observador como era no
podía dejar de corroborar su transitorio eclipse en el horno incandescente de
la revolución, donde la arrolladora potencia plebeya de los soviets y su
condición de actores imprescindibles a la hora de lograr el triunfo definitivo
de la revolución eran incuestionables. La historia se encargó de demostrar que
aquella sorprendente consigna, tan discutida en su tiempo por sus propios
camaradas bolcheviques, a la larga demostró ser acertada pues en el
complejísimo tránsito entre la revolución democrático-burguesa de Febrero y la
consumación de la revolución socialista de Octubre, el protagonismo excluyente
recayó sobre los soviets y no sobre el partido. Lenin fue uno de los muy pocos
que supo comprender este cambio y, también, en darse cuenta que este
desplazamiento estaba lejos de ser definitivo y que más pronto que tarde el
partido volvería a ocupar un lugar de preponderancia en las luchas políticas.
Cosa que efectivamente ocurrió.
En efecto, la
estabilización del poder soviético y los enormes desafíos de la construcción del
socialismo -en un país devastado por la Primera Guerra Mundial y por la guerra
civil declarada por la aristocracia terrateniente, los capitalistas y sus
aliados en los gobiernos europeos- dio lugar al nacimiento de una nueva
teorización sobre el partido, la cuarta. En esta nueva concepción el partido
revolucionario es redefinido (y permítaseme abusar de un didáctico anacronismo)
“en clave gramsciana”; es decir, el partido como el gran organizador de la
dirección intelectual y moral de la revolución, como educador y concientizador
de las masas y especialmente de la juventud; como el forjador de una nueva
conciencia civilizatoria e instrumento imprescindible para asegurar la
perdurabilidad del triunfo revolucionario. Los últimos escritos de su vida, ya
consolidada la victoria de las masas obreras y campesinas rusas, marcan
precisamente ese retorno del partido al centro de la escena política,
resaltando su centralidad estratégica ante la inmensa tarea de dar comienzo a
la construcción de la nueva sociedad comunista y de una nueva estatalidad
revolucionaria que, inspirada en las enseñanzas de la Comuna de París, no debía
ser remedo del estado capitalista. Y eso no sólo en el plano nacional: la
creación de la Internacional Comunista en 1919 proyectó sobre el escenario
mundial el papel del partido en momentos en que parecía que el capitalismo se
enfrentaba a un callejón sin salida y que el triunfo de la revolución
proletaria mundial parecía inminente.
Concluyo esta breve
reflexión diciendo que la habitual caracterización del revolucionario ruso como
un atento lector y discípulo de Marx no le hace justicia a la inmensidad de su
legado. Como constructor del primer estado obrero mundial, uno de cuyos más
perdurables logros civilizatorios fue su decisiva contribución a la derrota del
nazismo, y como refinado pensador que aportó valiosos y necesarios desarrollos
al corpus teórico del marxismo la obra de Lenin alcanza una
estatura teórica que no pasó desapercibida para un atento observador de la
derecha. Hablamos, claro está, de Samuel P. Huntington, quien en uno de sus más
importantes libros sentencia que “Lenin no fue el discípulo de Marx; más bien,
éste fue el precursor de aquél. Lenin convirtió al marxismo en una teoría
política,”[4] Tesis que sin duda debe ser tomada con pinzas y abre
numerosas e inquietantes preguntas, pero que contiene algunos elementos de
verdad que no pueden ser simplemente desdeñados. Y hoy, cuando se cumplen 150
años del nacimiento de Lenin, el desafío que nos propone la heterodoxa tesis
del estadounidense es una buena ocasión para invitar a la militancia
anticapitalista a retomar el estudio de la vasta producción teórica del
fundador de la Unión Soviética.
Notas:
[1] Las Obras Completas de Lenin, que reúne los libros, artículos, ensayos,
intervenciones periodísticas, discursos y mensajes de diversos tipo, fueron
publicadas por primera vez en lengua castellana por la Editorial Cartago del
Partido Comunista Argentino entre 1957 y 1973. Consta de 50 tomos y dos más
conteniendo los índices de la obra. Cabe recordar que Lenin muere a los 54
años, lo cual pone de relieve el extraordinario caudal de su talento como
escritor, publicista y dirigente político.
[2] Para un análisis más detallado de estas cuestiones ver
nuestra introducción en: V. I. Lenin, ¿Qué Hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2004), pp. 13-73.
[3] Lenin se refiere a este escrito suyo en su ¿Qué
Hacer? (op. cit), pp. 75-83.
[4] Ver su Political
Order in Changing Societies (New
Haven: Yale University Press, 1968), p. 336.