El imaginario de la traición centra la controversia en el campo de las lealtades y las pasiones políticas del Ecuador contemporáneo. Esto podría jugar una mala pasada al nuevo presidente que no acaba de comprender los códigos populares manejados por su antecesor y, al contrario, ha pretendido alzarse con fórmulas caballerescas que rehúyen al conflicto […]
El imaginario de la traición centra la controversia en el campo de las lealtades y las pasiones políticas del Ecuador contemporáneo. Esto podría jugar una mala pasada al nuevo presidente que no acaba de comprender los códigos populares manejados por su antecesor y, al contrario, ha pretendido alzarse con fórmulas caballerescas que rehúyen al conflicto y pretenden quedar bien con Dios y con el Diablo. El recurrente error de una clase política afanosa por ascender por la vía del reconocimiento de los grandes grupos de poder. Más allá del correísmo indignado, queda un sinsabor en la sociedad tras tanto vaivén político. La caída en la credibilidad de Moreno es un indicio de aquello. [1] ¿Cómo confiar en alguien que dio sus espaldas a quienes hasta hace muy poco llamaba «compañeros»? Pasada la embriaguez del aplauso opositor -que sabe a hipoteca-, Moreno parece tener el camino cuesta arriba para ganarse la confianza de un pueblo que conoce bien las implicaciones de los «camisetazos».
Dirán que su lealtad está con el Ecuador, ¿y el programa de gobierno? Pervertir a los medios públicos, al alinearlos con los contenidos de la gran prensa, y entregar el dinero electrónico a la banca privada nunca estuvieron en la agenda que ganó las elecciones en abril de 2017. Menos aún se habló de una consulta «popular» que pretende eliminar la Ley de Plusvalía -hito de las izquierdas en un periodo donde ya se disputaba la orientación política de la Revolución Ciudadana- y monopolizar la institucionalidad del Estado mediante el reparto e inflación de funciones del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS). La consulta por decreto, ilegal e ilegítima, corroe el Estado constitucional de Derechos con el solo objetivo de eliminar al fantasma de Rafael Correa.
En su momento se reconoció el potencial democrático de un régimen abocado al diálogo. Sin el liderazgo de Correa, era inevitable que se abran espacios de deliberación sobre el rumbo del nuevo gobierno. Se esperaba que en tales espacios la izquierda y los movimientos sociales estuvieran a la altura de posicionar sus banderas de lucha, pues siempre estuvo claro que el voto de 2017 contra el candidato de la banca (Guillermo Lasso) no significaba entregar un cheque en blanco a Moreno. Sin embargo, observamos hoy a una «izquierda morenista» urgida por justificar un voto en plancha que se opone radicalmente a las posturas que sostuvo pocos meses atrás.
Para las izquierdas, trascender al correísmo no puede implicar invisibilizar las conquistas de la última década; eso sería tanto como desconocer los caminos andados y reconfortar a las fatuas voces neoliberales. Los argumentos llenos de arrogancia contra supuestas nostalgias caudillistas se enfrascan en una pelea de egos y descolocan al pueblo. Se requiere una reflexión política mucho más madura que permita leer las reconfiguraciones de la matriz de poder social y que no se empache en reconocer la importancia de un régimen que dio batalla en temas fundamentales, pero cuyo potencial revolucionario se agotaba y debía ser renovado.
Pretender que Correa inauguró el conflicto en el país es no entender los antagonismos sociales que nos atraviesan y que deben ser nombrados: grupos oligárquicos -vinculados al poder mediático- que nunca avalaron la reforma democrática del Estado impulsada por la Revolución Ciudadana en una década y élites cómodas que prefieren fugar sus capitales o especular en lugar de generar valor agregado, frente a una clase media consumista que solo ve hacia arriba y sectores populares excluidos sistemáticamente. El diálogo de corte liberal que pontifica el consenso -mientras se llama a consulta por decreto, se utiliza a la Contraloría como órgano de persecución política y se nombran vicepresidentas por la puerta de atrás- recuerda más a la Constitución de 1998, pactada a puertas cerradas en un cuartel militar en Sangolquí, que a la refundación del Estado pretendida con la Constitución de Montecristi en 2008.
En definitiva, cada vez resulta más ambiguo un régimen que minó sus bases de apoyo orgánico y ahora depende de pactos con los poderes fácticos para sostener un escenario de gobernabilidad. Sin un rumbo claro que dar al país y con una izquierda sin brújula, el gobierno de Moreno parece asumir la agenda de las élites como propia (de lo contrario, habría incluido al menos una pregunta que beneficie sustancialmente al bloque popular en su plebiscito). ¿La transición abierta en mayo 2017 aún está en disputa? Por lo pronto, solo se vislumbre un retorno al estado del contubernio y las minorías móviles. La consulta popular es un signo más del reparto: la fanesca política que apoya el Sí -donde están revueltas izquierdas, derechas, elites, plebeyos- desdibuja el horizonte del cambio social y pervierte el potencial democrático de una consulta «popular». Para las grandes mayorías no es un momento de avances, sino de defensa de lo conquistado. Un nuevo ciclo de resistencia social empieza a tomar forma.
Nota:
[1] Según Perfiles de Opinión, los niveles de credibilidad de Lenín Moreno bajaron del 67,1% al 55,02% entre octubre y diciembre de 2017, en: https://twitter.com/perfilesopinion?lang=en
@ForoComunes
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