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El filósofo argentino murió el domingo día 4

León Rozitchner, la filosofía como lucha y confrontación

Fuentes: Rebelión

Lo extrañaremos. León Rozitchner (1924-2011) acaba de fallecer. La muerte, hecho vital que en su presencia desnuda se torna irreversible, de ninguna manera nos debe condenar al silencio. Al contrario. Combatirla (al menos para quienes no creemos en un «más allá») implica mantener viva la memoria, los afectos, los recuerdos. Y, en la medida en […]

Lo extrañaremos. León Rozitchner (1924-2011) acaba de fallecer. La muerte, hecho vital que en su presencia desnuda se torna irreversible, de ninguna manera nos debe condenar al silencio. Al contrario. Combatirla (al menos para quienes no creemos en un «más allá») implica mantener viva la memoria, los afectos, los recuerdos. Y, en la medida en que se puede, socializarlos y compartirlos en comunidad.

Lo confieso. Me fastidia profundamente escribir estas líneas. Las escribo desde el enojo y la incomodidad. Y me molesta profundamente tener que ir escribiendo ante las muertes sucesivas de José Luis Mangieri, de David Viñas y de otros compañeros que hemos querido y de los cuales hemos aprendido mucho a lo largo de años. Pero siento que ellos se merecen que los recuerdos no queden en la intimidad ni prisioneros de las conversaciones privadas. También siento que todos ellos, y León como uno de los más destacados y brillantes, no se merecen morir atrapados en las telarañas pegajosas del progresismo políticamente correcto que los va recolectando y enhebrando en un collar, uno a uno y con paciencia, como si fueran «trofeos», intentando fagocitarlos. Neutralizarlos. Deglutirlos. Degradarlos. Edulcorarlos. Aplaudirlos y homenajearlos, quitándoles su sentido revulsivo, disminuyendo al máximo de lo posible la polémica y la incomodidad que siempre generaron en vida. Finalmente, incorporarlos a la sociedad oficial. Una manera sutil y paradójica de nombrarlos para callarlos. Iluminarlos con una luz tenue para que terminen opacados y desdibujados, fuera de foco. Darles el micrófono, quizás por última vez, para que su música suene suavecita y con sordina, ya sin molestar a nadie. Sin joder.

¡A ellos! ¡A Viñas! ¡A Mangieri! ¡Ahora a Rozitchner! Intelectuales rebeldes e iconoclastas que toda su vida sacaron los pies del plato, patearon el tablero y el panal de abejas. Que toda la vida marcharon a contramano, remando para el lado opuesto de lo que se considera «normal» y esperable. A ellos, que vieron a sus amigos desaparecer y morir destripados en la tortura (en el caso de Viñas incluso a parte de su propia familia). ¡A ellos! Exiliados. Desperdigados por el mundo. Luego olvidados. Más tarde regresados como parias -con la retirada ordenada de los militares tras la derrota en Malvinas-, a un país donde permanecieron marginales, excluidos sistemáticamente por los circuitos mediocres que han dirigido la Academia argentina hasta hoy, apenas tolerados por una cultura política seudo pluralista que nunca terminó de tragarlos. Y ahora que se mueren…, el aplauso fácil. El guiño fuera de tiempo. La infaltable corona de flores. El ingreso al panteón pomposo de muertos sagrados, prestigiosos y bienpensantes. ¡No! ¡Por favor, no con León Rozitchner! León se merece algo distinto.

Lejos del panteón y la hagiografía

Algunas de sus hagiografías periodísticas dan pena. No tanto por la muerte de León que ya entristece de por sí, sino por el modo en que lo homenajean.

¿Así qué León Rozitchner apoyó en su última época a Cristina Kirchner? Bien. ¿Y entonces?

No se puede ser tan mezquino ni tener una mirada tan pequeña a la hora de hacer un balance de toda una obra y una persona que intervino en nuestra cultura política durante medio siglo.

León también defendió a Enrique Gorriarán Merlo y a los guerrilleros de La Tablada -esos «demonios subversivos» y «delincuentes terroristas»- exigiendo su libertad cuando estaban presos, mientras todo el progresismo miraba para el costado o directamente propugnaba que los guerrilleros se pudrieran en la cárcel para escarmentarlos (a ellos y a todo el movimiento popular, particularmente a la juventud). ¿Y?

¿A cual de estos gestos políticos se reduce León Rozitchner? ¡Por favor!

El progresismo criollo tiene patas cortas. Es demasiado miope, manipulador, electorero y sobre todo cortoplacista. León les queda grande, demasiado grande. No nos cabe la menor duda. León les queda grande.

Por lo menos el León Rozitchner vivo, de carne y hueso, afecto y pensamiento, que nosotros conocimos. Quizás haya muchas maneras de aproximarse a su obra y a su personalidad. Pero al menos, el León que nosotros tuvimos la oportunidad de tratar y de querer excede largamente la hagiografía oficial. Expreso esta opinión CON TODO RESPETO y sin el ánimo de ofender a mis amigos y amigas que se sienten representados por el kirchnerismo (que no son pocos). Pero si alguna enseñanza nos dejó León es que no hay que callarse la boca ni hacerse el desentendido para evitar los conflictos y recibir a cambio las sonrisas del poder.

La filosofía contra la Academia (no sólo la de Platón)

«León… el gran filósofo«. Sí, es innegablemente cierto. Eso es y eso fue León. Preguntémonos entonces cómo lo trató la carrera de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires donde, previsiblemente, este pensador debería haber desarrollado su saber y formado a las nuevas generaciones.

Quizás nos equivocamos, pero hasta donde tenemos noticias, desde 1983 hasta hoy -casi tres décadas-, León dictó solamente un seminario en la Carrera de Filosofía de la UBA. Apenas un seminario marginal de tres meses a lo largo de casi tres décadas. Allí, en escasas clases, expuso su lectura de Clausewitz, incorporada a su libro Perón entre la sangre y el tiempo (Lo insconsciente y la política) (1985).

En ese ámbito filosófico -su lugar por definición- era despreciado, y me animaría a decir temido, por la mayor parte del claustro profesoral. Un elenco «pluralista» que participó con todo fervor apoyando al general Videla en el Congreso de Filosofía de 1980. Luego fueron alfonsinistas vehementes y cruzados de la UCR. Más tarde, acompañaron entusiastas las reformas educativas del PJ de Menem y Duhalde y el radicalismo de Shuberoff. Hoy seguramente se dividen entre kirchneristas y partidarios de Lilita Carrió (de esa carrera salieron varios diputados y senadores que todavía ocupan cargos importantes). O sea… siempre nadaron con las corrientes oficiales del momento. Se acomodaron invariablemente con el poder de turno. Siempre le guiñaron un ojo a la voz de mando, girando puntillosa y sistemáticamente hacia donde calienta el sol. A cambio, un puestito institucional y un buen sueldito, como corresponde, como debe ser. ¿La argentinidad al palo?

Todo lo contrario de León. Por eso lo detestaban y no le permitieron dar regularmente clases de filosofía ni lo invitaron a compartir su saber en alguna cátedra a lo largo de tres décadas de «democracia», desde que regresó de su exilio en Venezuela, al concluir la dictadura militar.

Pero si el clan filosófico profesoral lo detestaba, el estudiantado lo tenía como un personaje mítico, respetado y admirado (aunque no siempre conocido en profundidad).

Lamentablemente, por la edad, no llegué a tiempo a la carrera de filosofía para cursar ese único e histórico seminario que León dictó a su regreso del exilio. Sin embargo nos vinculamos con él, no sólo por la lectura de sus libros sino también cuando la comisión evaluadora del CONICET le rechazó un informe de investigación, allá por 1993, en tiempos del «primer mundo» menemista. Al desaprobar a León Rozitchner, pretendían humillarlo, como si fuera un estudiante ignorante, cuando él les podía dar clases a todos sus evaluadores.

Un grupo de jóvenes rebeldes, militantes de las diversas tribus marxistas, nos solidarizamos con León y lo defendimos ante sus censores. Publicamos su extensa respuesta y su encendida denuncia en la revista Dialéktica (Nº3/4, octubre de 1993, pp. 31-57), en el mismo número que denunciábamos a la mayoría de nuestros profesores por participar junto al general Videla de un congreso «filosófico» en plena dictadura militar. Allí publicamos no sólo su respuesta sino también su trabajo «Filosofía y terror», escrito en el exilio venezolano durante 1980, el mismo año del congreso «filosófico» de Videla.

León alentó esa iniciativa juvenil entusiasmado y vino personalmente a la Facultad a apoyarnos ante las amenazas recibidas junto con las madres de plaza de mayo, también conmovidas por la denuncia que hacíamos de esa connivencia con la dictadura militar de las autoridades (súbitamente convertidas en «democráticas») de la UBA.

Fiel a su estilo, a la hora de presentar en sociedad ese número histórico de la revista Dialéktica que tanto revuelo institucional generó en tiempos de Menem-Duhalde-Shuberoff, León nos provocó -le encantaba provocar-. «Ustedes escriben su revista con «k», muy al estilo griego, para quedar bien con sus profesores«. Era una típica boutade, en el contexto de una denuncia, amenazas, juicios, etc. León se divertía en medio del estudiantado rebelde. El eco que no encontraba entre esa intelectualidad sumisa y complaciente, siempre dispuesta al aplauso bienpensante con las diversas y sucesivas administraciones de la Casa Rosada, se contrapesaba con el estudiando que lo rodeaba buscando en sus consejos «la voz de la experiencia» y una manera auténtica de vivir la filosofía, a contramano del poder. Eso explica, entre otras razones, porqué apoyamos, años más tarde, su candidatura a rector de la Universidad de Buenos Aires.

Sí, León se divertía entre los estudiantes, pero no quería seguidores, no anhelaba séquitos, no buscaba círculos de chupamedias sumisos que lo aplaudieran, sino gente joven que le discutiera y se tomara en serio sus libros. Por eso nos acercaba sus manuscritos para recibir críticas y, lo que más le gustaba, polemizar. De allí en adelante se estrechó el vínculo, que nunca se reducía a lo intelectual. León era una persona muy afectiva. Irónico y también conflictivo, pero fundamentalmente muy afectivo, todo al mismo tiempo. Al igual que José Luis Mangieri -quizás por ser parte de esa misma generación-, León siempre preguntaba por la familia, por la pareja, si teníamos o no trabajo para comer. No se quedaba únicamente en «los grandes debates intelectuales» sino que ejercía el humanismo de la amistad cotidiana y se preocupaba por las personas de carne y hueso.

Luego de Dialéktica nos volvimos a encontrar en las sucesivas Cátedras Che Guevara (que fuimos haciendo, primero en la UBA, luego en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, más tarde en el Hotel Bauen recuperado, etc., etc.). León siempre venía, cada vez que lo invitábamos. No fallaba. Se podía quejar, protestaba, refunfuñaba por las causas más diversas, pero no fallaba nunca. Participó también en nuestro seminario sobre El Capital, donde expuso su crítica a Para leer «El Capital» de Louis Althusser. En varias ediciones del libro que hicimos recogiendo las clases de ese seminario sobre Marx, publicamos el análisis crítico de Rozitchner sobre el libro de Louis Althusser: L’avenir dure longtemps [Paris, IMEC, 1992 y 2007](«El futuro tarda mucho en llegar», sería su traducción libre, o quizás «El futuro existe desde hace mucho tiempo», o «Lo por venir viene desde antaño», o más simple y directo: «El porvenir dura mucho tiempo». Louis Althusser: El porvenir el largo. Bs.As., Ediciones Destino, 1993]. Una crítica que prolongaba su impugnación de toda la escuela estructuralista (de Althusser a Marta Harnecker) y su «olvido del sujeto» que ya está presente desde el prólogo mismo a su libro Freud y los límites del individualismo burgués (1972).

En esos diálogos privados y en esas clases públicas León exponía su tremendo desagrado con la filosofía posmoderna y con figuras como Toni Negri y otras «estrellas» análogas de la farándula intelectual exquisita y bienpensante tan afecta al progresismo argentino, hoy en boga.

Filosofando en la zafra de la Revolución Cubana

Y en las charlas privadas jamás dejó de repetir una pregunta, casi obsesiva. «¿Qué sabés de Cuba? ¿Cómo está hoy la revolución cubana? ¿Qué noticias tenés?». Me lo preguntó tres millones de veces, como mínimo. Y preguntaba por cada uno de sus amigos cubanos, a los que no olvidaba, mientras recordaba, una y otra vez, sus días de trabajo voluntario (guevarista) en la isla, allá por los años ’60, cuando escribió Moral burguesa y revolución (1963). Tiempos en los que dio clases en la Universidad de La Habana sobre el joven Marx (siempre me reclamaba que busque un trabajo suyo, publicado en aquellos años en Cuba y que nunca pude encontrar, sobre el humanismo de los Manuscritos económico filosóficos de 1844 de Marx).

León me contaba cómo en Cuba viajaba en camiones, él, un profesor de La Sorbona, que se codeaba con toda la crema de París, viajando en camiones con la gente más humilde y los trabajadores a cortar caña de manera voluntaria -no por dinero- siguiendo el ejemplo comunista del Che Guevara. Siempre lo recordaba con ironía, riéndose de sí mismo (algo que el progresismo nunca puede hacer, les falta humor, no se animan a reírse de sí mismos). León se reía e ironizaba, pero recordaba con no poca nostalgia aquellos días en Cuba, cuando discutía con John William Cooke -su amigo y polemista al mismo tiempo- sobre el general Perón, el Che y Fidel.

Más allá de su presencia en las denuncias en la Carrera de Filosofía de la UBA, en las sucesivas e itinerantes Cátedras Che Guevara, en el seminario sobre El Capital y en los diversos avatares de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, los diálogos con León continuaron.

En busca del sujeto

Los últimos textos que nos acercó para discutir fueron «La mater del materialismo histórico» y su nueva evaluación de La cuestión judía de Marx.

El ensayo «La mater del materialismo histórico» prolonga a su modo las conclusiones de su más que polémico libro La cosa y la cruz. Cristianismo y capitalismo (1997), obra donde sostiene la hipótesis de que el desprecio cristiano por el cuerpo -supuestamente reducto del pecado terrenal y mundano- y su conversión en «pura espiritualidad» universalmente abstracta es la condición de posibilidad para transformar al cuerpo humano de las masas populares en fuerza de trabajo, vendible y comprable como mercancía en el sistema capitalista. Debajo de esa racionalidad «puramente espiritual» que San Agustín -retomando en nuestra era al neoplatonismo- comienza filosóficamente a construir, se encuentra el cuerpo resistente al que sólo puede doblegarse a condición de volverlo etéreo y de transformarlo en una pura abstracción de sí mismo. Pero el cuerpo siempre sigue ahí, resistiendo su supuesta anulación y supresión, por más suplicios y flagelos que le infrinjan. Persiguiendo el índice de sus pistas, en «La mater del materialismo histórico», León vuelve una y otra vez sobre él, en tanto clave del enigma de la aparición del sujeto en la historia (colectiva pero también individual).

Si el marxismo constituye una concepción materialista de la historia, ¿cuál es la historia de ese acceso a la historia? ¿Qué hay debajo de esa objetividad que Marx abre en el terreno de la ciencia social? (Ciencia social en singular, porque para los fundadores de la filosofía de la praxis, no hay ciencias en plural sino una sola ciencia social, ya que se niegan a parcelar el saber al modo positivista, de la misma manera que se oponen a respetar y reproducir con lenguaje socialista la epistemología de los «factores»: el factor económico, el político, el ideológico, de donde se derivarían la ciencia económica, la ciencia política, y las diversas «humanidades». Para Marx y Engels la sociedad es una sola, pues constituye una totalidad de relaciones sociales y la concepción materialista de la historia intenta descifrarla en su unidad como totalidad de relaciones dialécticas).

Pues bien, León se pregunta entonces por el sustrato previo que permite esa apertura a la historia como puerta privilegiada para descifrar el fetichismo de todo el orden social capitalista. Dicho en otros términos: ¿cuál es la historia de la historia? ¿Qué hay debajo de la objetividad histórica -cristalizada, petrificada y fetichista- de las relaciones sociales colectivas? Y en esa búsqueda, una de sus últimas antes de fallecer, León encuentra aquello que persiguió desde sus primeros ensayos de la década del ’50. Se trata del sujeto, entendido como «núcleo de verdad histórica», tal como lo definía en su célebre ensayo «La izquierda sin sujeto» (publicado originariamente en La Rosa Blindada Año II, Nº9, 1966 [véase http://www.rosa-blindada.info/?p=772] y reproducido más tarde en la revista cubana Pensamiento Crítico). En la conformación histórico-corporal del sujeto desde su primer vínculo con la madre (analizada, entre otros por Sigmund Freud), se anudan carne y afecto, pariendo y permitiendo incluso antes de la aparición de la palabra y el lenguaje, la categoría y el concepto, una apertura al mundo social e histórico que en un plano lógica e históricamente posterior desanudará la concepción materialista de la historia (formulada y sistematizada por Karl Marx). Ese es el corazón de su particular elaboración del «freudo-marxismo». León no repite a Herbert Marcuse ni a Wilhelm Reich. Hace su propia elaboración, original, de Freud y de Marx

Al indagar en ese sustrato subjetivo de la primera relación de los niños con sus madres, León apela en «La mater del materialismo histórico» a una bellísima secuencia poética para intentar describir con palabras lo que aún no tiene palabra ni posee todavía concepto ni categoría. En ese artículo, uno de los últimos que escribió, sale a la luz la calidad de la escritura de este pensador, de este filósofo con mayúsculas y todas las letras, que nunca rumia ni repite palabras ajenas. Ese trabajo no sólo es tremendamente profundo a nivel teórico; está escrito de una manera absolutamente poética (¿no estaba unida la filosofía con la poesía ya desde aquellos primeros filósofos jónicos, anteriores a Sócrates, Platón y Aristóteles?). ¡Cuánto envidiarían a León, si acaso lo leyeran, los fabricantes de insulsos y aburridísimos papers académicos, fabricados en serie, como chorizos y salamines, con una escritura indigerible para obtener los premios consuelo de la Academia y la publicación en revistas «serias» y con referato!

En ese sustrato subjetivo anterior a la palabra y al concepto que «La mater del materialismo histórico» intenta volver observable con su lenguaje poético se deja oír el eco tardío de lo que Maurice Merleau-Ponty, uno de sus maestros en Francia, denominó en Fenomenología de la percepción (1945) «la experiencia muda y ante-predicativa», siguiendo a su vez al último Husserl, quien lo formula en sus últimos ensayos y conferencias reunidos en La crisis de las ciencias occidentales y la fenomenología trascendental (1936).

Pero León no los glosa ni los cita mecánicamente, sencillamente se apropia de aquellas enseñanzas aprendidas en París hace medio siglo para, una vez resignificadas, fundirlas en su marxismo y en su relectura de Freud, intentando repensar la gestación de la concepción materialista de la historia y así llenar, por fin, el gran agujero vacío del marxismo tradicional u ortodoxo: la teoría de la subjetividad histórica. Un sueño que dejó sin dormir a varias generaciones de pensadores marxistas a nivel mundial, desde György Lukács a Karel Kosík.

Se trata entonces del mundo de la vida, anterior a las categorías, al concepto, al lenguaje, incluso a la matemática y a lo que se supone más «universal». Pero entendido, en el caso de Rozitchner, en sentido histórico y remitido a la primerísima relación del niño o niña con su madre. De allí que León siempre subrayara en su lectura de La ideología alemana (1846) y los Grundrisse (1857-1858) que para Marx la primera producción histórico-social es… la producción de seres humanos, la gestación de vida.

Filosofía judía de la liberación

El otro ensayo en el que trabajó León en sus últimos tiempos antes de fallecer se titula, al igual que el de Marx «La cuestión judía» (libro que acaba de ser publicado en Barcelona, editorial Gedisa, 2011, bajo el título Volver a «La cuestión judía» y que reúne, además del trabajo de Rozitchner, el original de Marx y otros ensayos de Daniel Bensaïd y Roman Rosdolsky).

La temática del judaísmo lo venía preocupando en sus últimos años cada vez más, ante la política feroz del sionismo colonialista -que León, asumiendo ser judío, condenaba sin ambigüedades y en toda la línea- pero del que ya se había ocupado en su célebre libro Ser judío (1967), motivado por la guerra árabe israelí del año en que lo publicó.

Quizás su ensayo sobre «La cuestión judía» constituya el punto de llegada de su trayectoria en un intento por conformar lo que por economía de lenguaje y a falta de mejores términos podríamos denominar una filosofía judía de la liberación. Algo análogo a la teología de la liberación cristiana (a la que, dicho sea de paso, León no le presta suficientemente atención o, para expresarlo mejor, no le otorga la densidad teórica que se merece y que ha alcanzado en América Latina) pero, en el caso de León Rozitchner, esa mirada judía elude toda teología y toda metafísica convirtiéndose en una filosofía judía laica.

Si los teólogos cristianos de la liberación han enfocado sus armas polémicas no sólo contra el capitalismo, la dependencia y el imperialismo sino también contra el propio cristianismo institucional (en sus propios términos, contra «la lectura sacerdotal del cristianismo» legitimadora de la dominación, reivindicando una lectura profética de la liberación), la filosofía judía laica de León Rozitchner ataca no sólo al capitalismo y al cristianismo sino también al propio judaísmo, es decir, al judaísmo tal como ha sido conformado por sus dominadores (el que predomina hoy en día en el estado de Israel, dicho sea de paso). En palabras de León: «el dominador construye al dominado como dominado con lo negativo de sí mismo que le asigna al otro: como judío del cristianismo. Desde allí Marx puede iniciar la crítica simultánea contra la sociedad de su época: contra el cristianismo, contra el Estado, contra las condiciones económicas (que recién esboza) y contra la limitación de la religión judía, que están en el fundamento de la actual enajenación del hombre«.

En esa filosofía judía (laica) de la liberación, León Rozitchner apuesta por la emancipación del capitalismo y de la racionalidad cristiana occidental como su principal ideología legitimadora (aquí no diferencia entre el cristianismo del poder y el cristianismo revolucionario, como sí hacían Engels y Rosa Luxemburg entre muchos otros, falencia que muchas veces le hicimos notar en nuestras conversaciones y diálogos). Pero también apunta a la emancipación y a la superación del judaísmo construido por la dominación capitalista cristiana, en tanto internalización de la dominación dentro del propio pueblo judío.

Parte de esa internalización de la dominación lleva al pueblo judío, en su óptica, a denominar de manera religiosa «Holocausto» a lo que en realidad fue un genocidio terrenal y mundano a manos del nazismo como fuerza de expansión capitalista imperialista. Los seis millones de judíos asesinados a manos del nazismo no constituyen un misterioso «castigo de dios», sino parte de una política de reordenamiento capitalista del mundo. Los genocidios continuaron repitiéndose periódicamente en Vietnam, en América latina… nada tuvo que ver un supuesto dios barbudo y colérico. Sus responsables han sido y son de carne y hueso, de billetera abultada y uniforme militar.

Esa reflexión filosófica de alto vuelo, donde León ensaya en sus últimos escritos una relectura completa del marxismo sin repetir los lugares comunes y sin citar lo ya conocido, indagando en aquellos textos del propio Marx sobre judaísmo, emancipación, liberación y revolución socialista, no se limitan al plano filosófico. León los prolonga en la política.

Desde la política reivindicó el levantamiento guerrillero del Ghetto de Varsovia como símbolo universal de resistencia armada contra la dominación capitalista globalizada y su barbarie, planteando: «Para la aritmética de la economía de mercado, ¿cuántos ghettos de Varsovia caben en Hiroshima y Nagasaki, en Kosovo, en Panamá, en África, en América Latina?» a lo que más adelante agregó: «Aunque finja indignarse contra el nazismo, su anterior enemigo, reconozcamos que el capitalismo globalizado, y a su frente los Estados Unidos corporativos, constituyen – para decirlo sin eufemismos- la figura de los nuevos nazis de la tierra». Sí, de eso se trata para León, el mismo que ahora quieren convertir en un tímido y educado «progresista» bienpensante. Curioso «progre» el que afirma que «los Estados Unidos son el Cuarto Reich posmoderno que, como Estado, al igual que el proyecto de los alemanes de otrora, están al frente de un poder absoluto, vencedores soberbios, succionando la vida del planeta con los inmensos instrumentos de muerte planificada desde la economía globalizada, del FMI, de sus Fuerzas Armadas y sus servicios secretos, de su propaganda y de su «democracia» usada como un ariete astuto» (El terror y la gracia).

En esa impugnación radical del capitalismo como sistema -incluyendo su «democracia» que León escribe siempre entre comillas- y de los Estados Unidos como herederos privilegiados del nazismo contemporáneo, la crítica no se detiene ante nada. Tampoco ante Israel y el sionismo: «la soberbia israelí ha convertido al judío en un colonizador«, afirma con amargura y agrega «el drama actual de los judíos se define con referencia a lo que los judíos de Israel hacen con el pueblo palestino: allí se juega lo que somos».

Desde ese ángulo tremendamente dramático y crítico, en el epílogo a su libro Ser judío León escribe: «¿Qué extraña inversión se produjo en las entrañas de ese pueblo humillado, perseguido, asesinado, como para humillar, perseguir y asesinar a quienes reclaman lo mismo que los judíos antes habían reclamado para sí mismos? ¿Qué extraña victoria póstuma del nazismo, qué extraña destrucción inseminó la barbarie nazi en el espíritu judío? ¡Qué extraña capacidad vuelve a despertar en este apoderamiento de los territorios ajenos, donde la seguridad que se reclama lo es sobre el fondo de la destrucción y dominación del otro por la fuerza y el terror? Se ve entonces que cuando el estado de Israel enviaba sus armas a los regímenes de América Latina y de África, ya allí era visible la nueva y estúpida coherencia de los que se identifican con sus propios perseguidores. Los judíos latinoamericanos no lo olvidamos. No olvidemos tampoco Chatila y Sabra«.

La filosofía judía de la liberación que nos propone León Rozitchner no tiene pelos en la lengua. No sólo cuestiona el genocidio sistemático avalado en nombre de dios por la Iglesia Católica (cuyas altas jerarquías son ácidamente antisemitas, no es casual que el actual papa haya sido un militante nazi de joven), desde la Conquista de América en 1492 hasta la barbarie militar de 1976 -como describe en muchos de sus artículos reunidos en su libro El terror y la gracia del 2003-, sino que también cuestiona con nombre y apellido al estado de Israel, su política colonialista en Medio Oriente y su judaísmo a la medida del capitalismo y el cristianismo oficial.

Por contraposición a todas esas formas institucionales de la dominación León Rozitchner nos propone una filosofía de la emancipación y la liberación argentina, latinoamericana y universal, donde el sujeto sea «núcleo de verdad histórica» y no un simple soporte manipulable o un efecto derivado de regularidades fetichistas que no controla y a las que se somete, como repite una y otra vez en su libro Freud y el problema del poder (1972).

 

La lealtad en el diálogo polémico

Tratando de ser fieles a su pensamiento y leales a su manera de vivir la filosofía y la política, y aún reconociéndolo como un maestro, no pretendo halagarlo ni rendirle un sumiso saludo porque él mismo se horrorizaría al leerlo. Nadie tal alejado de la complacencia como León. Peleador y provocador, incisivo e irónico, detestaba profundamente las babas empalagosas de la hagiografía, se tratara de quien se tratara. Por eso sería injusto con León y traicionaría su propio estilo de reflexión si en estas líneas de recuerdo me limitara a rendirle homenaje sin polemizar. Sé perfectamente que no le hubiera gustado. Quiero entonces agregar una observación, respetuosa, pero crítica. (¿Es legítimo ensayar una crítica cuando el cuerpo de León -no su pensamiento, sus afectos ni sus recuerdos- se acaba de morir? ¿No constituye una falta de respeto? Sospecho que no. A León le hubiera encantado que nos animáramos a discutirle, incluso en estas circunstancias).

León no era un militante político revolucionario. Sí, creo y pienso, por lo que lo conocí, que fue un pensador político revolucionario, crítico y radical, inconformista e iconoclasta. Cuando dialogaba con él nunca le pedí ni le reclamé, desde lo más íntimo, una fórmula política. No sólo porque las fórmulas suelen ser esquemas que no ayudan a intervenir en la realidad (digamos, en la coyuntura y en el análisis concreto de una situación concreta, para ser más precisos), sino porque además León -a pesar de su paso en Argentina por el Movimiento de Liberación Nacional popularmente conocido como «malena» o de su actividad solidaria en Cuba- miraba la militancia política muchas veces de reojo. Desde adentro pero desde afuera. Eso tenía una virtud y una limitación.

Obviamente, la mayor virtud residía en que no se quedaba en la superficie fenoménica, en las declaraciones del día a día, en la mezquindad coyuntural del porotito partidario electoral (sea de la izquierda tradicional e institucional, sea del kirchnerismo hoy oficial). León siempre miraba más allá, indagando debajo de esa superficie oculta que trabaja operando sobre el inconsciente colectivo, tanto desde el ámbito del terror mercantil-militar-policial como desde la maquinaria marketinera de la república electoral-parlamentaria, ambos mecanismos de la reproducción del poder del capital y fábricas de sumisión y domesticación popular. La distancia le permitía pensar y de manera brillante.

La limitación de León, que no era específicamente suya, sino de todo el campo político contrahegemónico, revolucionario o antisistémico, como se prefiera llamarlo, residía en ese distanciamiento de la política. La misma distancia que le permitía pensar la política, le obstaculizaba fundir su pensamiento en movimientos políticos orgánicos y militantes, a los que siempre acompañaba -me consta, en innumerables ocasiones- pero frente a los cuales se sentía al mismo tiempo distante y por ello no lograba influir suficientemente sobre ellos como hubiera sido más que necesario para un militante orgánico, parte de un intelectual colectivo en el sentido gramsciano.

No creo que haya sido un error personal de León ese distanciamiento de la militancia o algo únicamente explicable por su sensibilidad personal y su temperamento iconoclasta e inconformista. Se explica también por la propia historia de nuestra izquierda, que tanto le ha costado integrar a sus intelectuales sin aplastarlos, humillarlos o acallarlos con disciplinas burocráticas. Porque lo mismo que le sucedió a León, le pasó en los años ’20 a Deodoro Roca, en los ’30 a Aníbal Ponce, en los ’60 a Milcíades Peña, para mencionar sólo algunos intelectuales críticos y emblemáticos en la cultura de las izquierdas argentinas.

Ese divorcio y ese distanciamiento entre los pensadores más lúcidos y la militancia política revolucionaria orgánica no se vivió en otros países. Como nos recordaba David Viñas -otro amigo de León y quizás su principal interlocutor durante décadas- en una entrevista que le realizamos en el año 2003, «en Argentina no tuvimos un Recabarren ni un Mariátegui«, síntesis magistral, sobre todo en el peruano, de creatividad teórica y militancia práctica al unísono. León ha sido, también a su modo, hijo de ese divorcio que atravesó históricamente a nuestras izquierdas. Sus limitaciones en el terreno de la militancia son las limitaciones propias de una izquierda a la que siempre le costó y le sigue costando integrar a sus mejores intelectuales.

Y digo que si tuvo limitaciones éstas han sido las propias de la izquierda porque si se intenta evaluar y hacer un balance ecuánime del conjunto de toda su obra y su vida intelectual a lo largo de medio siglo, eludiendo toda manipulación y oportunismo de ocasión, León Rozitchner ha pertenecido y pertenece al horizonte cultural de las izquierdas. Lejos está del «progresismo» ilustrado y bienpensante por más que hoy resulte electoralmente «útil» y políticamente correcto ubicarlo allí.

La incomodidad, el hilo rojo de León

Irreverente, iconoclasta, jamás dócil, nunca pasivo ni obediente, León Rozitchner constituye un pensador incómodo. Ese es el hilo rojo que recorre toda su obra. ¿Qué es el pensamiento crítico sino la expresión teórica de una incomodidad vital radical frente a lo que existe? No aplaudir sino cuestionar. No legitimar el statu quo sino volver observables las contradicciones bajo el manto de lo inmutable, intentando intervenir subjetivamente para que esas tensiones antagónicas permitan abrir el horizonte de la crisis y dar nacimiento a un cambio de sistema, generando un orden nuevo, distinto a lo que ya hay, a lo conocido, a lo pretérito, a lo cristalizado y petrificado. Es decir, a lo cómodo. Sí, León fue un pensador incómodo.

Se codeó con lo más florido de la cultura francesa, es decir, con lo más exquisito de nuestra metrópoli intelectual, ¿o acaso no seguimos siendo una colonia periférica y dependiente tanto de la economía de Wall Street como de la cultura de La Sorbona?

Pero no le gustó jugar el rol tan difundido del «buen alumno», del sirviente obediente, del nativo ilustrado y colonial que recibe la aprobación de «los que saben», limitando su vida a repetir de memoria, a citar a los autores de prestigio, a estar «al día» en lo último que la metrópoli consagra, publica, difunde y promueve. No, definitivamente no. No era ese el estilo de León. ¡Por suerte! Se apropió, sí, de la fenomenología, del psicoanálisis, del marxismo humanista y dialéctico, pero para pensar lo nuestro, la nación, el genocidio militar, las contradicciones sociales argentinas, nuestras guerras (la guerra «sucia», la guerra «limpia», es decir, la guerra capitalista), los simulacros democráticos y «progresistas» que reactualizan la sumisión, la dependencia, el cipayismo y el vasallaje.

León, filósofo judío argentino y latinoamericano, sin ser telúrico ni folclórico, fue un intenso pensador de lo nuestro, de la nación Argentina y de Nuestra América.

Ojalá que no «descanse en paz» sino que nos siga acompañando, de pie y al lado nuestro, con su humor, su agudeza, sus diálogos y su ironía, en las luchas de liberación presentes y futuras.

[El siguiente texto lo escribí hace muchos años, en 1996. Lo reproduzco ahora en su memoria].

La filosofía de León Rozitchner contra el poder

A propósito de «Las desventuras del sujeto político» (Ensayos y errores) [Buenos Aires, El cielo por asalto, 1996] de León Rozitchner

 

El concepto de la pasión y la pasión del concepto: dos movimientos que se coagulan en el vértice de este libro. Toda la reflexión filosófica de León Rozitchner gira en torno a un número preciso de coordenadas inscriptas en un horizonte humanista, crítico de la racionalidad modernista y cientificista que promovió la ideología de la Revolución burguesa y los sectores sociales dominantes que la dirigieron. Su escritura a lo largo de medio siglo no es más que una prolongada batalla política contra la concepción del sujeto que desde aquel 1789 europeo se instaló como hegemónico en la racionalidad occidental hasta hoy.

En su investigación de varias décadas -que no fueron inmunes a los trágicos avatares de Argentina…, exilio en Venezuela incluido, en tiempos sangrientos del general Videla- León Rozitchner mantuvo la misma obsesión: desarmar, conceptualizar y mostrar los obstáculos históricos (la servidumbre, la dominación, la explotación y el terror) que tanto en la sociedad capitalista como en la subjetividad se oponen a la plena realización del ser humano.

Desechando el fácil y cómodo papel que podría haber ocupado como epígono periférico y dependiente de Lucien Goldmann, Jean Wahl, Claude Levi-Strauss o Merleau-Ponty, con quienes se formó intelectualmente en París, sus escritos eluden el triste y sedimentado hábito de la glosa mecánica, la cita obediente y la repetición sumisa. Si algo caracteriza a León Rozitchner ha sido el pensamiento vivo, crítico y sobre todo propio.

Aun así no es difícil identificar las fuentes que nutren al pensamiento rozitchneriano: Karl Marx, Sigmund Freud, Maurice Merleau-Ponty, Karl von Clausewitz. Su mayor aporte a la filosofía argentina y latinoamericana reside en la originalidad con la que empalmó vías de entrecruzamiento entre paradigmas teóricos tan diversos.

Amante apasionado de la polémica, desde su juventud Rozitchner ha cultivado meticulosamente el arte de la confrontación sin cuartel, del agón filosófico, de la lucha teórica. Muchas veces hasta el límite de la provocación.

Esta inteligente compilación da clara muestra de esa trayectoria.

El primer artículo, «Comunicación y servidumbre», de la mítica revista Contorno, desnuda desde un ángulo hegeliano la estrategia discursiva elitista de Eduardo Mallea. El segundo «La izquierda sin sujeto» (un clásico latinoamericano), publicado originariamente en La Rosa Blindada [http://www.rosa-blindada.info/?p=772] y reproducido más tarde en la revista cubana Pensamiento Crítico, cuestiona la simbiosis de peronismo y socialismo ensayada a partir de los Manuscritos económico filosóficos de 1844 de Marx por John William Cooke en un número anterior de la misma revista La Rosa Blindada, mientras arremete sin piedad contra el economicismo de un marxismo troglodita y rudimentario (hegemónico en el stalinismo, pero no sólo allí…).

Un párrafo aparte merece su texto del exilio venezolano «Filosofía y terror», de 1980. Allí denuncia -tejiendo las categorías de Hegel con las palabras proféticas de Rodolfo Walsh- a los filósofos tradicionales de Argentina que se refugiaban en el búho de Minerva para avalar el terror estatal-militar-policial y llegaban a participar del congreso de filosofía que ese mismo año abría en la Universidad de Buenos Aires el brigadier Cacciatore y clausuraba el feroz carnicero-general Videla.

Y como si no le alcanzara, en su escritura siguen las referencias críticas a José Pablo Feinmann, Rodolfo Puiggrós, Raúl Sciarretta, Oscar Masotta, Jacques Lacan y Michel Foucault.

También al exilio pertenece su crítica a los ex izquierdistas que apoyaron la guerra de Malvinas, especialmente el grupo socialdemócrata exiliado en México (encabezado por Juan Carlos Portantiero y José Aricó, entre muchos otros). En 1986 Emilio de Ípola acusó recibo y reconoció la falta desde la revista Punto de vista en un cargado artículo contra Rozitchner («La especulación filosófica como política sustituta») en el cual, con no poca ironía, lo llamó «el único filósofo marxista argentino realmente existente que nunca parafraseó recetas dogmáticas ni hizo culto al talmudismo».

Repleto de pasiones encendidas, discusiones ardientes y trágicos preanuncios, este excelente libro hace por fin justicia a un pensador original e iconoclasta, insumiso y desobediente, que, aun a riesgo de quedarse solo, nunca persiguió los mimos, las palmaditas en la espalda ni las caricias del poder.

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