Hace algunos años visité Yasnaia Poliana, la finca donde habitara León Tolstoi hasta su muerte. Me sorprendió la austeridad del mobiliario y la decoración, pese a que esa residencia principal había sido el dominio de un poderoso aristócrata terrateniente. La cama de desnudos barrotes metálicos donde dormía el escritor pudo haber sido la de una […]
Hace algunos años visité Yasnaia Poliana, la finca donde habitara León Tolstoi hasta su muerte. Me sorprendió la austeridad del mobiliario y la decoración, pese a que esa residencia principal había sido el dominio de un poderoso aristócrata terrateniente. La cama de desnudos barrotes metálicos donde dormía el escritor pudo haber sido la de una ascética caserna. La sobriedad del mobiliario de su estudio, la delgada y enjuta sillería del gran salón, contrastan con las paredes sobrecargadas de imágenes: fotos familiares, reproducciones de arte, recuerdos personales.
Ese entorno estaba en armonía con la actitud mental de su ocupante que buscaba sublimarse en una frugalidad virtuosa, pese a la opulencia de su fortuna. Tolstoi había llegado a creer firmemente que solamente en la renuncia a los placeres materiales, en el recogimiento de una vida espiritual descarnada, la sencillez y la abstinencia, constituían una categoría moral suprema a la que el ser humano debía aspirar, pero no siempre había sido así.
En su juventud experimentó intensas urgencias sexuales. Frecuentaba prostitutas, gitanas y cosacas, solía participar en orgías que duraban días. Confesó a uno de sus biógrafos, en el ocaso de su vida, que no pudo abandonar el mandato del sexo hasta que cumplió ochenta y un años. En su juventud contrajo una enfermedad venérea que le fue curada con fuertes dosis de mercurio. Acostumbraba seleccionar a las más bellas jóvenes campesinas, de entre sus siervas, para que le acompañasen en su lecho. De uno de esos encuentros tuvo un hijo bastardo, Timofei, a quien hizo cochero en la hacienda y jamás le otorgó ninguna prerrogativa especial; apenas le prestaba atención al vástago concebido de manera extramatrimonial. Sus juergas se prolongaban hasta las casas de juego, donde perdió fortunas, y se vio en la necesidad de pignorar parte de sus tierras para pagar deudas contraídas por el azar adverso.
Tolstoi heredó de la familia de su madre, los poderosos príncipes Volkonski, la propiedad de Yasnaia Polaina que tenía 1,600 hectáreas de extensión y 330 siervos. La hacienda contaba con cuatrocientos caballos y en la residencia principal tenía a su servicio cinco gobernantas y tutores para sus niños, más once criados. Concibió con su mujer, Sonia Behrs, trece hijos. Tras su matrimonio comenzó una etapa mas serena de su vida en la que pudo comenzar a escribir. Sus novelas fueron un éxito de público y comenzaron a aportarle considerables ingresos por derechos de autor, fondos que destinó a comprar nuevas tierras y ampliar su propiedad.
Tolstoi sufrió una crisis de conciencia. Se preguntaba cuál era el propósito de la existencia humana, sufría al recordar su pasada vida de disipación, se angustiaba espiritualmente. De esa angustia emergió con un exaltado sentimiento de amor por la humanidad, sin embargo, no parecía amar a los individuos. No asistió al sepelio de su hermano Dimitri, que se había casado con una prostituta, ni visitó a su hermano Nikolai, cuando agonizaba tuberculoso; tampoco hizo nada por ayudar a su hermano Serguei que perdió toda su fortuna en el juego. Su esposa escribió en su diario que la gente sólo existía para él en la medida en que lo afectaba personalmente.
Su tribulación anímica le condujo a identificarse con los trabajadores. Hacía labores manuales en su finca, se vestía como sus peones, cosía sus propios zapatos, aserraba troncos. En su viaje a la humildad se impuso vaciar cada día las bacinillas de excrementos de su familia. Tras una vida plena de transgresiones se sumió en un penitente arrepentimiento que le condujo a valorar el comportamiento ético, a señalar la bondad, la justicia, la abstinencia y la sobriedad, la búsqueda de la verdad, como únicos caminos posibles para alcanzar la dignidad humana. Condenó la propiedad privada y quiso deshacerse de sus posesiones lo cual fue impedido por su familia y entonces lo entregó todo a sus descendientes. Se revistió de una serenidad de santo, de una seráfica iluminación y su recién hallada venerabilidad le atrajo millares de seguidores y un culto fanático.
Su muerte, tras una dramática fuga de su mansión, de su familia, un escape de su pasado, ocurrida en la sencilla casa de un jefe de estación de ferrocarril, desencadenó un duelo universal. Dejó tras de sí un testimonio, como un colosal tapiz, de una época de conflictos y contradicciones, de guerras napoleónicas, hambrunas y tormentos, y mostró la energía de un pueblo en el proceso de asentamiento de su identidad. Se le recuerda más por su voluminosa e intensa obra narrativa que por su prédica de beato laico.