Las palabras sirven para comunicar, expresar, transmitir. Pero también se utilizan para dibujar sentimientos, arrojar desprecios e indiferencias, demostrar que somos humanos o carecemos de alma. A fuerza de utilizar determinadas palabras, acabamos por desgastarlas o por dañar por completo la belleza de su significado. Todo ello lo encontramos en la palabra refugiado, tan de […]
Las palabras sirven para comunicar, expresar, transmitir. Pero también se utilizan para dibujar sentimientos, arrojar desprecios e indiferencias, demostrar que somos humanos o carecemos de alma. A fuerza de utilizar determinadas palabras, acabamos por desgastarlas o por dañar por completo la belleza de su significado. Todo ello lo encontramos en la palabra refugiado, tan de moda en los últimos meses.
Naciones Unidas celebra el próximo 20 de junio el Día Mundial del Refugiado, con el que intenta llamar la atención sobre la dramática situación de millones de personas en todo el planeta que se ven forzadas a abandonar sus hogares y sus países para poder obtener protección y poner a salvo sus vidas y la de sus familias, buscando refugio en otros estados. Cada minuto, ocho personas lo dejan todo para huir de la guerra, la persecución o el terror, teniendo que elegir con frecuencia entre el horror que viven y la posibilidad de morir, embarcándose en un trágico éxodo, sometidos a todo tipo de abusos y condiciones extremas, perdiendo sus derechos y su condición humana para ser tratados con frecuencia como presos, confinados en recintos parecidos a campos de concentración contemporáneos. Podríamos pensar que los refugiados han obtenido refugio y protección, tal y como indica su nombre, mientras que por el contrario, en la mayoría de las ocasiones, el refugiado es lo más parecido a un paria contemporáneo que lucha por sobrevivir y a quien se le niega hasta su categoría de persona.
La crisis de los refugiados que desde hace demasiados meses se vive en Europa y en el Mediterráneo como consecuencia de la guerra en Siria y los conflictos en otros países de la región ha llevado a las sociedades europeas a tomar conciencia de la gravedad de la situación que viven las personas protagonistas de estos desplazamientos. Sin embargo, Europa una vez más se preocupa de un problema únicamente cuando lo tiene en su propio territorio, desentendiéndose del mismo en el resto del mundo, a pesar de alcanzar proporciones gigantescas.
El número de refugiados y desplazados a nivel mundial ha llegado a una cifra récord desde la II Guerra Mundial, alcanzando según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, la cifra de 51,2 millones de personas. Contrariamente a lo que podemos pensar, los refugiados ni llegan ni son acogidos mayoritariamente en los países occidentales, ya que un 86% de ellos están en países empobrecidos o en desarrollo, muy por encima del 70% de hace una década. Al mismo tiempo, en los últimos años está aumentando de manera muy preocupante la cifra de niños solos que se desplazan por el mundo en busca de refugio, ya sea por el Mediterráneo, el Caribe (a través de México), cruzando los países subsaharianos o atravesando Afganistán y Turquía, alimentando con ello redes criminales de explotación y abuso sobre estos menores. Recordemos que según la Oficina Europea de Policía, Europol, solo a lo largo del pasado año, unos 10.000 niños refugiados habrían desaparecido en Europa tras haber sido inscritos, muchos de los cuales se encontrarían en manos de organizaciones criminales.
Por tanto, la multiplicación de nuevas crisis y la cronificación de algunas guerras y conflictos sin resolver están generando un flujo continuo de refugiados en el mundo que desgraciadamente no se limita a Siria, Libia, Afganistán o Irak, sino que se extiende por Somalia, Yemen, Palestina, el Sáhara, Birmania, Colombia, Eritrea o la República Democrática del Congo. Los treinta y seis conflictos armados que hay en el mundo junto a otros noventa y cinco escenarios de tensión alimentan la huída de millones de personas ante el temor fundado de poder morir. Pero a ello se añaden nuevos procesos que estimulan migraciones forzadas, como la destrucción de hábitats por efectos del cambio climático, el extractivismo minero y energético, el acaparamiento de tierras o la desertificación, procesos con impactos cada vez más devastadores.
Es cierto que las imágenes que vemos en el Mediterráneo y la llegada de refugiados sirios a Europa han despertado nuestras conciencias, pero no podemos olvidar que en el mundo hay centenares de campamentos de refugiados, algunos con cientos de miles de personas acogidas en condiciones extremas, como Dadaab en la frontera entre Kenia y Somalia, con más de 400.000 personas bajo plásticos en medio del desierto; como Darfur, en el Chad, con otras 300.000; sin olvidarnos de los 5 millones de refugiados palestinos o los 165.000 refugiados saharauis, por poner algunos ejemplos.
Mientras la comunidad mundial regatea los sagrados compromisos adquiridos en la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de 1967, la realidad demuestra que se necesitan nuevas formas de abordar la protección internacional de los refugiados en una situación que desborda los marcos normativos sistemáticamente incumplidos. Aunque siempre, eso sí, es mejor actuar sobre las causas, deteniendo guerras, conflictos y crisis abandonados a su suerte.
Carlos Gómez Gil es Doctor en Sociología y profesor de la Universidad de Alicante, publica su blog www.carlosgomezgil.com donde recoge otros muchos trabajos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.