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Letra con rabia

Fuentes: Insurgente

Espanto. Animadversión. Rabia… Los estados anímicos negativos nos desbordan, pugnan por salir, y guían nuestra pluma cuando no situamos en vigilia ante un mundo colmado de entuertos por deshacer. Qué digo un Quijote… Una legión de Quijotes haría falta para romper lanzas contra tanta injusticia. Contra iniquidades como las que traen las notas de prensa […]

Espanto. Animadversión. Rabia… Los estados anímicos negativos nos desbordan, pugnan por salir, y guían nuestra pluma cuando no situamos en vigilia ante un mundo colmado de entuertos por deshacer.

Qué digo un Quijote… Una legión de Quijotes haría falta para romper lanzas contra tanta injusticia. Contra iniquidades como las que traen las notas de prensa que sirven de asidero al comentario que comienzo a gritar… perdón: a escribir.

Los niños, la desesperada situación que muchos de ellos afrontan en un orbe donde parte de los mayores se ciscan en esa etapa de la existencia -como si jamás hubieran transcurrido por ella-, nos ofrecen una buena causa que defender, un tenebroso estado de cosas que denunciar.

Meditemos, si no, en la cifras que exponemos a continuación: 600 millones de infantes y jóvenes apenas emergentes de la más temprana fase biológica integran la famélica concentración de mil 200 millones de seres -el 20 por ciento de los habitantes de la Tierra- con acceso a menos de un dólar diario para vivir.

Esa marginación se hace más visible en el Sur, abismalmente distanciado del pletórico Norte. Hambre, SIDA y otras enfermedades, trabajo esclavo, prostitución forzada… Jinetes todos de un apocalipsis «infantil». Sí, el horror se prolonga, y, por ende, se ha de prolongar la denuncia. Y la lucha.

Para mayor inri de la raza humana, entre las reivindicaciones imprescindibles figura, por derecho propio, una vigorosa, gregaria arremetida contra la participación de los pequeños en conflictos armados. Quizás la ONU haya pecado de demasiado cauta, conservadora, al referir que 500 mil chicuelos participan en calidad de combatientes en el holocausto que, repartido en el planeta, algunos desavisados llaman eufemísticamente conflagraciones.

Dantesca situación esta, pintada con la sobriedad emanada de la costumbre por el español Chema Caballero, misionero javeriano que ha dirigido un centro de acogida y rehabilitación de niños soldados en Sierra Leona, nación africana donde los menores están resultando con demasiada prolijidad víctimas propiciatorias de los «señores de la guerra».

Para Caballero, «lo más fuerte es ver cómo los niños, que deberían estar jugando, yendo al colegio, y que deberían ser queridos y protegidos por sus padres, se han convertido en auténticos soldados y han cometido las barbaridades más terribles que se puedan cometer: amputaciones, violaciones, todo tipo de pillaje. Son auténticas máquinas de matar. Yo creo que, después de eso, ya no queda casi nada por ver».

Dios, ¿cómo es posible que un niño mate?, nos preguntamos alelados, para, tomando aliento, ir a la respuesta de Chema: Hay toda una manipulación, la cual pasa por el entrenamiento en campos militares, «consistente en una serie de ritos que llevan a convencer a este niño de que es invencible, de que las balas del enemigo nunca lo tocarán».

¿La primera misión? Volver a su aldea y matar al padre, al tío, un miembro de su familia; o quemar la casa propia. De esa manera, «se establecen unos lazos fortísimos entre el niño secuestrado y su comandante, al que llega a llamar papá. Estos niños obedecen ciegamente. Al principio de entrar en combate se les suministra droga y se les hace beber alcohol para que no tengan miedo».

Y lleva razón el misionero al considerar que, aunque nos quieran convencer de lo contrario, la causa última de este alucinante estado de cosas no son los conflictos tribales; detrás están los gobiernos y la industria globalizadamente neoliberal. Las multinacionales que fabrican y venden las armas. «Armas cada vez más ligeras, tan ligeras que hasta un niño de diez años puede utilizarlas.»

Pero tal vez más escalofriante que lo enunciado sea el hecho de que, a todas luces, se da por sentada la continuación de las guerras; por tanto, seguirá habiendo infantes obligados a empuñar fusiles, aunque ligeros, más largos que sus humanas estructuras.

En este contexto, algo digno de mención salta a la vista. Si bien es cierto que los más perjudicados sobreviven a duras penas allá abajo, en el Sur, el planeta anda tan a tumbos que los propios desarrollados -en el plano material- soslayan a sus sucesores. A los pequeños. ¿Cómo justificar el que «uno de cada seis niños en el mundo industrializado está sumido en la pobreza»?…

La pobreza, caramba. Los mejores corazones del mundo se indignan ante ella. Como nos indignamos nosotros, que dejamos de escribir en el acto, para no vernos obligados a rasgar las cuartillas. Por animadversión. Coraje. Rabia. Y claro que por espanto.