Luke Stobart(1) analiza en este artículo tres de las visiones más destacadas sobre la ‘revolución árabe’, incidiendo tanto en los aspectos interesados de los comentaristas liberales como en los errores de parte de la izquierda. A través de un repaso de las algunas de las proposiciones de Leon Trotsky y Rosa Luxemburg actualiza el proceso […]
Luke Stobart(1) analiza en este artículo tres de las visiones más destacadas sobre la ‘revolución árabe’, incidiendo tanto en los aspectos interesados de los comentaristas liberales como en los errores de parte de la izquierda. A través de un repaso de las algunas de las proposiciones de Leon Trotsky y Rosa Luxemburg actualiza el proceso de retroalimentación entre la lucha económica y política de las masas, aplicando una interpretación marxista de las revoluciones actuales en el mundo árabe.
La naturaleza histórica de las recientes revoluciones en el mundo árabe y musulmán ha sido reconocida más allá de la izquierda radical. George Friedman, el fundador de Stratfor, un think tank geoestratégico muy cercano al gobierno estadounidense, comparó las luchas en Túnez, Egipto y Libia con las olas revolucionarias del pasado:
«Ha habido momentos en la historia en que la revolución se ha extendido por una región o alrededor del mundo como un reguero de pólvora, pero estos momentos no se dan muy a menudo. Viene a mi mente 1848, cuando los levantamientos en Francia envolvieron a toda Europa. Pienso también en 1968, cuando las manifestaciones de lo que podríamos llamar la Nueva Izquierda tomaron al mundo por asalto. […] En 1989 una ola de descontento impulsada por los alemanes del Este que querían viajar al occidente, generó un levantamiento en Europa Oriental que acabó derrocando al régimen soviético.»2
Dejando a un lado el evidente sesgo pro-capitalista y pro-occidental de esta visión (y la ausencia muy llamativa de la ola revolucionaria que empezó en Rusia en 1917 y se extendió a Alemania, China y otros países), la comparación con las olas revolucionarias del pasado es útil. También lo es, hasta cierto punto, su observación de que «cada [ola] tenía su explicación»: en 1848, el intento de «establecer democracias liberales»; en 1968, «reformar radicalmente la sociedad capitalista»; y en 1989, «el derrocamiento del comunismo» (o, mejor dicho, el estalinismo).3
No obstante, prosigue Friedman, los impactos de cada ronda varían:
«1989 alteró el equilibrio de poder del mundo entero. 1848 acabó en fracaso en su momento -en Francia se volvió a instaurar la monarquía cuatro años después- pero sentó las bases de cambios políticos posteriores. 1968 produjo pocas cosas perdurables. Lo interesante es que aunque en cada uno de los países en que tuvieron lugar existieron diferencias significativas en los detalles -todos compartieron principios medulares en un momento en que otros países estaban abiertos a esos cambios.»4
Se puede discrepar con esta visión en muchos aspectos. Para poner sólo un ejemplo: muchísimos integrantes de la ‘generación del 68’ querían ir más allá de las reformas radicales y apoyaron a los nuevos partidos revolucionarios (como la ORT, el MC, el PTE y la LCR en el Estado español, que llegaron a conseguir 600,000 votos en las elecciones generales de 1979, y en condiciones sumamente desfavorables5). También, la experiencia aquí nos recuerda que en las dictaduras del sur de Europa la ‘oleada de cambio’ que estalló en 1968 se plasmó en grandes luchas por las libertades democráticas más elementales, o sea, que hubo procesos distintos en diferentes países según la naturaleza políticamente distinta de cada uno.
No obstante, es útil y necesario intentar identificar los rasgos más fundamentales de cada proceso revolucionario, pues ayuda a entender su carácter, su universalidad, sus potencialidades y la postura que debería tomar la izquierda. Esta última toma de posturas se ha vuelto más importante desde que la intervención militar europea y norteamericana en Libia dividió una izquierda ansiosa de apoyar este proceso pero también temible de las guerras planificadas en Washington.
En el caso de esta nueva ola de lucha, que algunos medios han llamado ‘la nueva revolución árabe’, encontramos interpretaciones bien distintas de su naturaleza y por tanto de sus potencialidades6. En este artículo voy a analizar tres de las visiones más destacadas sobre este proceso.
¿El fin de la historia de nuevo?
La nueva revolución ha roto el mito del choque de las civilizaciones, que sostuvo la idea, según las palabras parafraseadas de un analista estadounidense neoconservador, que «no hay democracia en la región porque no hay demócratas». Pero este mito se está sustituyendo por otro igual de lamentable desenterrado del pasado: el del ‘fin de la historia’, que se basa en la supuesta victoria del capitalismo liberal (es decir, del dominio del mercado, acompañado de un sistema parlamentario y ciertos derechos democráticos) tras la caída del muro de Berlín. La única diferencia con el enfoque anterior es que sus defensores ‘se han dado cuenta’ de que toda una región aún no había llegado a este ‘destino final’ y ahora ‘corre para alcanzarlo’. Es una idea que parte de la falsa suposición de que la sociedad liberal es el marco ‘natural’ para los seres humanos, y no lo que realmente es: una etapa relativamente corta dentro de la larga historia de la humanidad7. Es una idea muy reflejada en los medios que presentan nuestra m
uy defectuosa Transición como la ‘hoja de ruta’ para el mundo árabe ahora.
Un primer problema con esta visión es que suele tomar a EE.UU. como el ejemplo (por excelencia) del liberalismo, pero es poco probable que las y los árabes quieran emular la sociedad americana. La gran ayuda militar que EE.UU. concedía a Ben Ali y Mubarak (y que siguen proporcionando a los militares egipcios) difícilmente inspira a sus victimas. Y, tal y como demuestra Diego Mendoza Irigoyen en otro artículo de esta revista, el actual proceso de lucha tiene su origen en las protestas contra la guerra de Iraq y los crímenes de Israel (el gran aliado de los EE.UU.) contra el pueblo palestino.
No es de extrañar, pues, que según una Encuesta de Actitudes Mundiales realizada en 2010, el 83% de los y las egipcias hacen una valoración desfavorable de EE.UU (este porcentaje, además, había subido desde el 60% sólo cuatro años antes8).
Incluso en Libia, donde al final los y las rebeldes han acabado aliandose con EE.UU., el rechazo popular hacia este país (en parte por los bombardeos del gobierno de Reagan sobre Trípoli en 1986) ha obligado a restringir la intervención de la gran potencia a ataques a distancia.
Un segundo problema con la perspectiva liberal, que tal vez sea menos obvio, es que esta visión se basa en una falsa interpretación de lo que impulsaba la revolución. Obviamente un factor importante en el tamaño y naturaleza explosiva de la protestas ha sido la falta de libertades democráticas básicas en estos países. Esto lo vi en primera persona cuando intenté ir a una manifestación en la Plaza de Tahrir durante la Conferencia Internacional del Cairo9 en 2005. Cuando llegué a la plaza sólo había varios miles de antidisturbios con palos más altos que ellos, ¡y ningún manifestante!10. La falta de libertades permitía a los regimenes de Mubarak, Ben Ali y Gaddafi ejercer el auténtico terror sobre sus poblaciones (algo que durante décadas los medios de comunicación occidentales han ignorado.) Dentro de tales contextos políticos no debe sorprender que las reivindicaciones democráticas sean tan centrales en la lucha (también como respuesta ante el aumento de la represión contra las nuevas protestas.) No obstante,
el descontento con el marco político sólo explica las protestas en parte. Friedman, de nuevo, se acerca más a la realidad. Para él, la privación de los «derechos económicos» por parte de los regimenes ha sido un factor «más importante.»11. Además de la pobreza endémica (el 44% de la población egipcia, por ejemplo, vive con menos de dos dólares al día, según la Organización Internacional del Trabajo12), también existen grandes desigualdades sociales (véase abajo).
Pero, ¿por que una revolución ahora, si estas dictaduras llevan décadas existiendo? Aparte del «efecto domino» de cada protesta (Túnez > Egipto > Libia > el Golfo,…), la explicación más obvia es la de la crisis. No sólo ha subido mucho la inflación y en particular los precios de alimentos y del petróleo13, en parte como consecuencia de una gran especulación en este sector a principios de la crisis, sino que también ha aumentado el desempleo juvenil fruto de la recesión mundial. El último terremoto social empezó con la autoinmolación de Mohamed Boazizi en Túnez, un licenciado en el paro, acontecimiento que actuó de catalizador en este contexto de fuerte desempleo juvenil.
En consecuencia, el politólogo marxista Alex Callinicos ha defendido que la revolución árabe debería verse como la primera gran convulsión política de esta larga crisis, y como parte del mismo proceso de lucha que las grandes huelgas en Grecia y Francia y, en menor medida, también aquí.14
Pero la combinación de agravios materiales y políticos hace que la situación sea especialmente explosiva. Ha hecho más fácil la relación entre la lucha política en la calle y la lucha sindical en las empresas, provocando que el proceso sea más difícil de canalizar por parte de la clase dirigente. Y explica por qué siguen las luchas tanto en Túnez como en Egipto a pesar de la salida de sus dictadores, y por qué resulta claramente miope (o simplemente interesado) reducir la lucha a una ‘revolución liberal’.
¿Revuelta de multitudes?
Otra visión distinta han defendido los escritores radicales Toni Negri y Michael Hardt15. Estos autores ven las luchas como nuevos ejemplos de la «multitud» o «lo que hemos visto durante más de una década en otras partes del mundo, desde Seattle a Buenos Aires, y de Génova a Cochabamba, Bolivia: una red horizontal que no tiene un líder único en el centro». En el centro, dicen ellos, hay «jóvenes con una alta formación académica cuyas ambiciones se han visto frustradas». Pero estas luchas, según estos autores, son muy diferentes a las del pasado. De hecho, incluso rechazan que sean revoluciones:
«[L]lamar a estas luchas ‘revoluciones’ parece inducir a error a los comentaristas, que asumen que la progresión de los eventos debe obedecer a la lógica de 1789 o 1917, o alguna otra rebelión del pasado europeo contra los reyes y zares.»16
Estas ideas sin duda responden en parte a los análisis que realizaron estos autores en sus célebres libros ‘Imperio’ y ‘Multitudes’. En ellos se defendía que el sistema capitalista se había globalizado totalmente hasta convertirse en un poder «desterritorializado» y «descentralizado» (o un «imperio» sin centro real). Esta transformación de poder supuestamente terminó con el sistema de estados y el imperialismo -idea muy difícil de sostener una vez que EE.UU. empezó sus guerras en Oriente Próximo. Asimismo, como producto de esta nueva realidad de poder, ningún colectivo social, por ejemplo la clase trabajadora, seguiría teniendo un poder emancipador ‘especial’, como durante épocas pasadas. Ahora, afirman Negri y Hardt, «la globalización de las relaciones económicas y culturales, significa que el centro virtual del Imperio puede ser atacado desde cualquier punto. […] Con sólo enfocar sus propios poderes, concentrar sus energías en una espiral tensa y compacta […] las luchas golpean directamente las articulaci
ones más altas del orden imperial».17
Hay varios problemas con esta visión. Primero, no es igual el contexto en que se producen las resistencias. A diferencia de las revueltas del Este de Europa en 1989, cuyo resultado político (aunque no sus intenciones), fue reforzar el sistema de mercado capitalista y el poder estadounidense, esta nueva ola golpea contra todo el sistema de alianzas de EE.UU. en una zona clave (por su riqueza petrolífera). Por tanto, tiene un contenido potencialmente más desestabilizador para el sistema global.
Segundo, aunque es cierto que las y los licenciados desempleados tuvieron un papel importante en las protestas, y que el concepto de multitud describe adecuadamente la variedad de sectores que participaron en las luchas en sus momentos más críticos, las huelgas y movilizaciones laborales y la participación de más sectores populares han sido los factores claves en las victorias (véase el artículo de Diego Mendoza Irigoyen en esta revista).
Hardt y Negri también se equivocan al presentar protestas de multitudes (o interclasistas) como una novedad histórica. De hecho siempre han estado presentes en las etapas iniciales de las revoluciones que los autores presentan como obsoletas. Como modo de ejemplo: hubo dos revoluciones en Francia en 1848. En la primera, el pueblo se unió para derrocar la monarquía, en lo que Marx llamó «la etapa feliz» de la revolución. Pero en una segunda ronda de lucha se desató un duro enfrentamiento entre clases. Este tipo de transformación de la revolución ‘de todos’ en fuertes conflictos de clase ha sido un constante en las grandes procesos y responde al antagonismo interno inherente a toda sociedad de clases. Y la naturaleza multitudinaria de las revoluciones de los primeros meses de 2011 puede verse como un signo de las fases iniciales de un nuevo proceso.
Para Callinicos las nuevas revoluciones comparten rasgos con las revoluciones ‘clásicas’ (las del largo periodo que empieza con la Guerra Civil en Inglaterra en 1640): «movilizaciones populares, arriba divisiones entre la elite, batallas para conseguir la lealtad de las fuerzas armadas, luchas para definir el carácter político y económico de los regímenes sucesores, otros movimientos potencialmente más radicales desde abajo». En especial, el conflicto político en Libia tiene todas las características de una vieja guerra civil, que se decidirá, más que por las protestas ‘espontaneas’ de la multitud, por la fuerza de las armas.18
Curiosamente, a pesar de que Negri y Hardt atribuyen gran poder a cualquier lucha multitudinaria, los objetivos que éstos desean para la lucha árabe son limitados y contradictorios:
«Nuestra esperanza es que […] el mundo árabe se convierta en la próxima década en lo que América Latina fue en la última – es decir, un laboratorio de experimentación política entre movimientos sociales potentes y gobiernos progresistas, de Argentina a Venezuela, y de Brasil a Bolivia.»19
Dejando a un lado el problema de caracterizar a gobiernos como el brasileño y el argentino como ‘progresistas’ sin más20, hay un problema con la visión de estos autores que afecta directamente a la revolución árabe:
Cuando la crisis revolucionaria se extendió a Libia y se enfrentó con el régimen de Gaddafi, los gobiernos de Venezuela y Nicaragua salieron en defensa de la contrarrevolución y pusieron en entredicho las motivaciones de los y las revolucionarias21. Otros gobiernos de izquierda, como el boliviano, permanecieron silenciosos ante los crímenes del Estado libio. Para todos estos gobiernos era más importante defender un régimen «antiimperialista»22, por muy criminal que fuera, que respaldar un movimiento popular heroico que había mostrado un grado muy alto de autoorganización.23
Este apoyo no se debe interpretar, como hace interesadamente la derecha europea, como que Chávez y los otros gobernantes de izquierda «son dictadores también»24. Algunos (como Chávez y Morales en Bolivia) han sido elegidos y reeligidos con una participación y un respaldo en las urnas muchísimo más altos de lo habitual. En estos países la política oficial ha respondido más de lo normal a las reivindicaciones de los movimientos, cuyas grandes movilizaciones les instalaron o les mantuvieron en el poder.25 Pero estos gobiernos también demuestran una actitud peligrosamente selectiva en relación a la lucha a nivel internacional, exhibiendo una actitud ‘bloquista’ que nos remite a la triste época de la guerra fría. En el proceso han decepcionado a muchísimos de sus partidarios en el mundo.26
Este no es el lugar apropiado para un análisis detallado sobre la cuestión de la relación entre los gobiernos y los movimientos sociales latinoamericanos. No obstante, podemos resumir que a pesar del papel de los movimientos sociales en las transformaciones políticas en estos países, no son los que conducen ahora los procesos si no los poderes estatales que muchas veces se alían con el capital privado en contra de los movimientos.27 Además, gracias a las relaciones que había entre gobiernos y movimientos, ha resultado bastante fácil cooptar a sus direcciones e instrumentalizar los movimientos, restándoles potencia y hasta desarmándolos. Así que el modelo latinoamericano defendido por Negri y Hardt tiene limitaciones demasiado importantes. Hay que ir mucho más allá.
La revolución permanente
La tercera interpretación de las luchas árabes defiende que sí son revoluciones clásicas. Esta es la visión de Callinicos y el escritor de origen libanés Gilbert Achcar (aunque el último prefiere describirlas como un ‘proceso revolucionario’ más que una revolución28). Para Callinicos los últimos sucesos han confirmado la relevancia de la teoría de Trotski sobre la revolución en el mundo «menos desarrollado»: la teoría de la (mal llamada) ‘revolución permanente’ que el pensador ruso elaboró a raíz de la revolución de 1905. ¿En qué consiste esta teoría y qué relevancia tiene para el mundo árabe de hoy?
Marx, en cuyas ideas se basaba Trotski, realizó dos contribuciones teóricas fundamentales relacionadas con este asunto. Por un lado, identificó el capitalismo como un sistema que constantemente ‘revolucionaba’ la sociedad. Esto ocurría porque la competencia entre capitalistas inherente al sistema capitalista obligaba la búsqueda de nuevos mercados y a la innovación técnica. Por tanto, el sistema de producción capitalista y las relaciones sociales ligadas al mismo (capitalistas versus obreros) se extendieron territorialmente, y los centros de producción estaban cada vez más mecanizados y masificados. Desde el punto de vista histórico, el nuevo sistema se mostró particularmente dinámico y rapaz.
A la vez, esa misma competencia que impulsaba estos procesos también obligaba a que cada capitalista aumentara la explotación de sus trabajadores y trabajadoras.
En otras palabras, se creó a gran escala una nueva clase social, la clase trabajadora. Esta clase era históricamente novedosa por ser una clase oprimida que sólo podía producir a través de la cooperación constante con otros miembros de su clase.29 Además, se trataba de una clase cuyo trabajo era esencial para el funcionamiento de toda la sociedad. Por estas razones la clase trabajadora se convirtió para Marx y sus seguidores en el ‘sujeto’ de la revolución socialista.
En consonancia con este análisis, Marx pensó que la revolución socialista probablemente empezaría en Europa o Norteamérica, entonces las únicas zonas donde el capitalismo se había desarrollado completamente.
Pero para que el capitalismo se consolidara como sistema en estos países fueron necesarias revoluciones ‘burguesas’ (la más notable en Francia en 1789), para acabar con el dominio de los terratenientes feudales, la iglesia y la monarquía, y poder ‘liberar’ las nuevas fuerzas productivas (lo cual supuso, en el caso de Gran Bretaña, acabar con las ‘tierra comunales’ y así obligar a los pobres ir a la ciudad para trabajar en las grandes fábricas).
Cuando más tarde el movimiento marxista se extendió a Rusia, un país eminentemente rural y con un régimen esencialmente absolutista30, la mayoría de sus partidarios pensaba que el país tendría que pasar por un proceso similar. Había grandes fracturas políticas (entre campesinos y terratenientes, entre las naciones minoritarias y el estado centralista), pero todas y todos pensaban que la solución a éstas pasaría en primer lugar por una revolución de carácter similar a la francesa (es decir, una revolución burguesa). Algunos, entre ellos
Lenin, dudaban de que la burguesía fuera a luchar fuertemente para conseguirlo, pero al igual que el resto de los marxistas, no dudaban de que la revolución tendría que pasar por dos etapas: una revolución democrática, para asentar y extender el capitalismo liberal; y, más tarde, la revolución socialista -con un programa político auténticamente radical basado en el poder de las y los trabajadores. Lenin previó que la revolución venidera crearía un gobierno de trabajadores y campesinos.
Conviene señalar que existen posturas similares en el mundo menos desarrollado hoy en día. García Lineras, vicepresidente de Bolivia y conocido intelectual, ha defendido que su país no está suficientemente desarrollado para dar el ‘salto’ al socialismo. Por tanto, defiende la necesidad de una etapa «previa» de «capitalismo andino» (concretamente un capitalismo que respeta las tradiciones indígenas del país); y esta visión describe en gran parte la estrategia política que ha llevado a cabo su gobierno.31 Un sector moderado del movimiento socialista ruso de antaño, el menchevique, también defendía lo mismo.
León Trotski tenía una visión distinta a la de todos sus contemporáneos -tanto mencheviques como bolcheviques (más radicales). Vio varios elementos en la revolución de 1905 que le hicieron cuestionarse el planteamiento por ‘etapas’. Primero vio que la burguesía tenía más miedo de los y las trabajadoras y su lucha, especialmente cuando crearon el contrapoder de los consejos obreros (soviets), que de los zaristas. Durante la revolución, la burguesía acabó alineándose con el poder establecido.
Segundo, vio que la lucha para conseguir derechos democráticos básicos fácilmente se extendió a luchas por mejoras económicas, y viceversa…. Otra observadora de la revolución de 1905, Rosa Luxemburgo, explicó de manera especialmente potente la fecundación cruzada entre la movilización política y la económica:
» Cada encrespada ola de la acción política deja tras de sí un residuo fecundo, del que brotan al instante miles de tallos de la lucha económica. Y a la inversa. El permanente estado de guerra económica entre los obreros y el capital mantiene alerta la energía militante durante los momentos de tregua política; constituye, por así decirlo, el constante y viviente depósito de la fuerza de clase proletaria, de donde la lucha política extrae siempre nuevas fuerzas, conduciendo, al mismo tiempo, la lucha económica infatigable del proletariado, unas veces aquí, otras allá, a agudos conflictos aislados que engendran insensiblemente conflictos políticos en gran escala. […] Causa y efecto permutan sus posiciones en todo momento.»32
Trotski también observó que los mismos soviets (o asambleas obreras) se convirtieron en punto de reunión para otros colectivos sociales oprimidos (campesinos, soldados rasos,…). Luego, en base a estas experiencias, Trotski desarrolló un nuevo análisis de la revolución en países como el ruso, que hoy llamaríamos del Sur.
Empezó analizando la realidad económica de Rusia pero con la economía internacional como punto de partida. Señaló que la economía mundial era muy desigual principalmente debido a que el modo de producción capitalista se introdujo en algunos lugares antes que en otros. Pero también era una economía mundial combinada. La competencia entre estados, incluyendo la de tipo militar y entre los países más «avanzados» y los más «atrasados», hizo que estos últimos tuvieran que adoptar muchas de las nuevas técnicas industriales. No era necesario pasar por todas las distintas etapas del desarrollo (producción en talleres, manufactura, la industria…) igual que habían hecho los países avanzados para disponer de industria pesada; era posible hacer este ‘salto’ mediante las inversiones extranjeras y lo que hoy en día se llama la «transferencia tecnológica».
En algunos países dominados por regimenes absolutistas (como Japón y la región que se convirtió en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX), incluso se llegó a realizar una revolución burguesa desde arriba para instaurar (con mucho éxito) el modelo económico burgués.
En otros países «atrasados», como por ejemplo Rusia, se mantuvieron los mismos regimenes absolutistas (o semiabsolutistas) pero se introdujeron algunas de las fábricas más grandes del mundo (como las famosas plantas siderúrgicas Putilov en San Petersburgo, que luego se convirtió en centro organizador de la revolución); y había una mayor concentración de trabajadores y trabajadoras (numéricament por empresa) que en los países europeos.
Trotski defendió que, como resultado, la clase trabajadora tendría un papel dentro de la lucha política y social proporcionalmente superior a su peso numérico, un papel que también se vería reforzado por la no existencia de una burocracia sindical conservadora en el movimiento obrero ruso. Por tanto, como señala el historiador escocés Neil Davidson, la teoría de Trotski del «desarrollo desigual y combinado » no trata sólo de economía, sino que ayuda a entender otros aspectos de la sociedad como, por ejemplo, la rápida extensión de las ideas marxistas en Rusia.33
Trotski también argumentó que la otra gran clase social de la época, el campesinado, pudo unirse entre sí temporalmente ante las grandes injusticias, pero no era capaz de actuar independientemente como clase de forma duradera. En cambio, los campesinos acabarían siguiendo necesariamente el liderazgo de la burguesía o de los trabajadores (algo que se vio confirmado en la revolución de 1917 cuando el campesinado se dividió entre apoyar a los y las bolcheviques y apoyar a corrientes que saboteaban la revolución). No obstante, una alianza entre esta clase mayoritaria y la clase trabajadora sí era posible (al menos temporalmente), porque los trabajadores y las trabajadoras podrían liberar el campo mediante la destrucción de la legalidad y las relaciones de propiedad burguesas, y la introducción del poder obrero (¡la «dictadura del proletariado» según el término desafortunado de la época!):
«[E]l problema agrario, que constituía la base de la revolución burguesa, no podía ser resuelto bajo el predominio de la burguesía. La dictadura del proletariado entra en escena, no después de la realización de la revolución agraria democrática, sino como condición previa necesaria para su realización.»34
Esa misma capacidad de destruir la legalidad vigente también podía ofrecer una solución al problema de las nacionalidades oprimidas dentro de las fronteras de la ‘Gran Rusia’, que conseguirían el derecho de autodeterminación.
Pero para Trotski, la revolución rusa podría ir aún más allá que esta revolución ‘burguesa’, pues con las y los trabajadores en el poder se podría avanzar hacia el socialismo. Señaló que «si bien [la revolución] tenía planteados objetivos burgueses inmediatos, no podría detenerse en los mismos». Por tanto, en palabras de Marx, la revolución debería ser «permanente, hasta que más o menos todas las clases poseedoras hayan sido reemplazadas […] no sólo en un país sino en todos los países dominantes»35.
Entonces, concluyó Trotski, la revolución en un país empobrecido podría convertirse en socialista si se extendiera a los países más desarrollados. Si esta internacionalización no ocurrierse , la poca capacidad productiva que tenía Rusia (o el escaso potencial del país para crear riqueza material para toda la sociedad) y la heterogeneidad de clase de su sociedad harían difícil defender durante mucho tiempo los logros de la revolución ante la inevitable contrarrevolución.
La teoría de Trotski era importante por varias razones. Primero, su pronóstico se cumplió (en lo básico) durante la revolución de 1917. La clase trabajadora dirigió una revolución social, privó del poder económico y político a la burguesía, se llevó a cabo una gran reforma agraria, se permitió independizarse a países como Finlandia (mientras otras nacionalidades eligieron libremente mantenerse dentro de Rusia) y se empezó a organizar la sociedad desde la base a través de los soviets. Entre sus logros históricamente más importantes está el poner fin unilateralmente a la Primer Guerra Mundial, iniciando así una nueva ola revolucionaria en Europa.
Pero la teoría de Trotski también se confirmó negativamente: para la supervivencia de un régimen basado en la minoría obrera fue necesario realizar concesiones ante los campesinos más ricos, como continuar con relaciones de producción capitalistas en el campo. Más clave aún, cuando acabó derrotada la ola insurrecta en Europa, y en especial la revolución de 1918-1923 en Alemania, el nuevo estado obrero, que ya estaba muy debilitado por la Guerra Civil, se quedó totalmente aislado. Llegó así la contrarrevolución, pero no mediante el retorno de la clase capitalista, como temían Trotski y Lenin, sino desde dentro, de la mano de Stalin y la burocracia. Una vez que el estalinismo consolidó su poder, rechazó tanto a Trotski (que fue obligado a exiliarse) como su teoría de la revolución permanente, y ante nuevos contextos insurreccionales aplicaron mecánicamente la vieja idea de Lenin del gobierno trabajador-campesino (idea que Lenin mismo había superado en la práctica). En 1925-7, durante una situación revolucionaria en China (también un país «atrasado» pero con una nueva y considerable clase trabajadora), Stalin insistió en que las y los comunistas chinos realizaran un pacto ‘campesino-obrero’ con un partido nacionalista, el Kuomintang, cuyos afiliados eran campesinos pero cuyos lideres eran de la clase media urbana. Luego, cuando tuvo la oportunidad, el partido nacionalista masacró a sus aliados comunistas y aplastó a la clase trabajadora.
Además, la tesis de Trotski tiene una importancia teórica general. Incorporó la lucha en los países menos desarrollados al centro del proceso de transformación social. O, en otras palabras, igualó la relación entre la lucha en el Sur y la del Norte. Incluso mostró como «[e]n un país económicamente atrasado, el proletariado puede llegar al poder antes que en un país capitalista avanzado.» En parte se debe a que los sistemas políticos del Sur suelen ser más autoritarios, y más claramente fusionados con el poder económico, haciendo más fácil entrelazar la movilización política con la huelgística.
Con esta conclusión, Trotski acabó con los prejuicios del marxismo de entonces que abordaban la política como una simple determinación de las fuerzas técnicas. No obstante, para el pensador de origen judío las fuerzas técnicas seguían teniendo un papel. No todos los países están combinados en la economía mundial en el mismo grado. Trotski reconoció que dentro del mundo atrasado hay «distintas jerarquías de retraso»36 y su teoría sólo se aplica plenamente a países con un cierto nivel de industrialización. Hoy en día esto significa que el socialismo es mucho más difícil de conseguir en partes de la África sub sahariana o en Afganistán, que en Brasil, India o, como veremos, en Egipto.
También, después de la muerte de Trotski muchos de sus seguidores aplicaron la idea de la ‘revolución permanente’ de forma burda y dogmática (es decir contraria a la manera que Trotski analizó los acontecimientos de su tiempo), tratando toda revolución en el tercer mundo como ‘socialista’ aunque no la hubiera protagonizado los y las trabajadores (por ejemplo, en China, donde el ejercito campesino tomó el poder, o en Cuba donde lo hizo un grupo de intelectuales organizados en una guerrilla.)37
La teoría y la revolución árabe
El mundo árabe hoy en día no es ajeno a las argumentaciones elaboradas hasta ahora, especialmente en Egipto (pero también hasta cierto punto en Túnez y Libia). Para empezar, la economía egipcia comparte muchos de los rasgos identificados en el caso ruso . Aunque la mitad de su población vive en el campo, y hay una gran capa de pobres urbanos sin empleo formal, también hay centros de producción industrial más modernos. Como consecuencia hay una clase trabajadora proporcionalmente más grande que en Rusia en 1917, y que trabaja en grandes aglomeraciones. En El Mahalla-El Kubra existe una de las fábricas textiles más grandes del mundo (con 22,000 trabajadores, la mayoría mujeres) y 6.000 personas trabajan en el Canal de Suez. Y estos
centros ya eran escenario de grandes movilizaciones antes de la revolución que derrocó a Mubarak38. Se calcula que entre 2004 y 2008 un total de 1,7 millones de trabajadoras y trabajadores hicieron huelgas y otras protestas, a pesar de no existir sindicatos libres39, y en Mahalla entre 2006 y 2008 una huelga textil desencadenó todo un levantamiento popular.
Asimismo, la lucha ‘economica’ se cruzaba con la ‘política’ de la manera que detalló Luxemburgo. Estas huelgas fueron animadas por las grandes protestas políticas en solidaridad con los palestinos y en contra de la guerra de Irak, pero a la vez impulsaron un nuevo movimiento por la democracia (que tomó su nombre por la fecha de la revuelta en Mahalla: ‘el Movimiento 6 de Abril’). La fecundación cruzada también queda patente en la politización del movimiento obrero. Según las cifras del Centro Egipcio de Estudios Económicos y Laborales, hubo 458 huelgas «claramente políticas» (y no autorizadas).40 Esta historia de lucha obrera, argumenta Vicenç Navarro, es «lo que no se conoce sobre Egipto».41 Gracias a una fuerte represión, este proceso fue truncando temporalmente, pero cuando los tunecinos derrocaron a Ben Ali, todas las miradas se volcaron sobre Egipto, donde hubo un gran sentimiento de antelación entre la población42. Durante la última ola de protestas las luchas obreras con fines políticos han vuelto a e
scena (por ejemplo para despedir a directivos ligados a Mubarak), en un proceso que puede ir en aumento. Casi no pasa un día sin una nueva huelga. En Túnez nuevas movilizaciones han podido derrocar al nuevo presidente y a otros ministros. Así que las teorías de Trotski y Luxemburgo no sólo explican gran parte de lo que ha pasado hasta ahora, sino también la posible configuración futura de este movimiento.
También es importante señalar que la fusión entre luchas diversas en las últimas revoluciones no sólo surge de la naturaleza de la lucha de clase en los estados autoritarios. También está alimentada por la manera concreta en que se ha introducido el neoliberalismo en la región. Estos procesos, tanto en Túnez como en Egipto, se presentaban como ‘modelicos’ por parte del FMI y los gobiernos del norte. No obstante el New York Times los describe así:
«En el papel, los cambios transformaron un sistema económico casi completamente controlado por el estado en uno predominantemente del mercado libre. En la práctica, sin embargo, ha surgido una especie de capitalismo de amiguetes»
El caso de Túnez es el más flagrante. Allí, ¡sólo las familias del expresidente Ben Ali y de su esposa, Leila Trabelsi, controlan entre el 30% y el 40% de la economía tunecina!43 A las y los tunecinos les recordaron este hecho cuando la Sra. Trabelsi se llevó 1.5 toneladas de lingotes de oro en su equipaje al huir del país!44 En Egipto, la mitad de las empresas mixtas en que participan multinacionales extranjeras son de familias estrechamente ligadas con el partido político de Mubarak.
Ahora hay sectores del movimiento en Egipto que están impulsando un proceso de ‘saneamiento’ o depuración de los partidarios de Mubarak de sus puestos económicos. Es un proceso que también hemos visto durante otras experiencias revolucionarias (por ejemplo, en Portugal en 1974). Pero depurar una economía tan permeada por las redes mafiosas de Ben Ali y Mubarak significará entrar en conflicto con el poder económico y puede abrir un nuevo capítulo de lucha. Por tanto, existe la posibilidad real, especialmente en Egipto, de que las revoluciones democráticas se vuelven ‘permanentes’.
El factor subjetivo
Si falta algo importante a la teoría de la Revolución Permanente, que Trotski escribió de joven, cuando todavía no se había unido al partido bolchevique, es el papel de la intervención organizada en la lucha política (o el factor sujetivo). Aunque él facilitó la teoría de la revolución de 1917 (y tuvo un papel práctico importante en la misma, como presidente del Soviet de San Petersburgo), en el resultado de la revolución pesó más la labor desempeñada por Lenin de construir y orientar el partido revolucionario de masas, el partido bolchevique.
El intento por parte de Hardt y Negri de borrar el papel de las organizaciones políticas de la nueva rebelión árabe representa un acto de autoengaño. Ninguna lucha es realmente espontánea. Siempre hay organización y liderazgo (aunque puede que sea informal y no deje huellas -que es como el marxista italiano Gramsci definió una lucha «espontánea»). En las luchas árabes, las organizaciones han jugado claramente un papel importante. En el caso de Túnez la participación activa de la federación sindical, la UGTT, fue clave para vertebrar las protestas. En Egipto, los colectivos que se reunían en la Conferencia Internacional del Cairo (incluyendo los Socialistas Revolucionarios, organización hermana de En Lucha/En Lluita), y que luego crearon conjuntamente los movimientos por la democracia, fueron el núcleo organizador de las últimas protestas. Además, cuando el enorme partido de los Hermanos Musulmanes acabó sumándose a las manifestaciones de febrero (como no había hecho al principio) las protestas se agrandaron muchísimo. Ahora esta formación política actúa no como el partido ‘extremista’ del imaginario islamófobo occidental, si no como fuerza conciliadora con el nuevo gobierno militar prooccidental (véase artículo de David Karvala en esta revista). Estas experiencias muestran el fuerte impacto de las organizaciones políticas sobre la lucha, pero también demuestran la importancia vital de las estrategias que adoptan.
En este sentido, desde Febrero se están produciendo acontecimientos positivos en Egipto que invitan al optimismo. Primero, colectivos obreros, como las y los trabajadores de Hacienda, están creando sus propios sindicatos libres de las estructuras sindicales verticales. Segundo, los comités de defensa que se crearon para resistir ante los intentos de desestabilización organizados por Mubarak y sus policías siguen organizándose en los barrios. Y tercero, los Socialistas Revolucionarios están colaborando con otras fuerzas para crear un gran partido obrero. Estas iniciativas juntas, especialmente si se conectan entre sí, pueden ayudar seguir impulsando el proceso de cambio ante los intentos de los militares y sectores de clase alta para frenar el proceso de cambio (intentos que aumentan a la medida que la economía está empeorando).
El contraataque ha empezado, más notablemente con la intervención militar occidental en Libia, que intenta canalizar y domesticar el proceso global. Pero las revoluciones suelen ser procesos con avances y retrocesos. El futuro no es previsible, pero la práctica de las revoluciones rusas en 1905 y 1917 y su teorización por parte de Trotski y Luxemburgo, nos muestran el potencial que existe hoy en día en el mundo árabe. Y señalan el camino a seguir tanto allí como aquí.
Notas
1. Gracias a Joel Sans, David Karvala, Angie Gago, Pau Alarcón y Enric Rodrigo por sus comentarios sobre el borrador de este artículo.
2. Friedman, George. «Revolution and the Muslim World STRATFOR,» http://www.stratfor.com/
3. Ibid.
4. Ibid.
5. Eaude, Michael, ‘La Transición. Movimiento obrero, cambio político y resistencia popular’. En Lucha, 2009. p. 55.
6. El término ‘la revolución árabe’ surgió para describir una ola previa de nacionalismo árabe que después de la revuelta de Nasser en 1952, se extendió desde Egipto hasta Irak. Alex Callinicos señala que la revolución actual comparte con la anterior cierta identidad ‘panarabista’ (es decir, el sentido de pertenencia a un solo pueblo árabe no dividido por las fronteras artificiales creadas por el colonialismo). No obstante, las dos revoluciones también difieren, pues la primera se hizo generalmente desde arriba y los gobiernos resultantes acabaron teniendo una relación autoritaria con los movimientos y las organizaciones de base. Algunos de los regimenes que se instalaron entonces se han mantenido y actualmente se enfrentan a grandes protestas, son los casos de Siria y Egipto. (Callinicos, Alex, ‘The New Arab Revolution, Internacional Socialism Journal, nº130, Spring 2011)
7. Para un análisis a fondo (en inglés) véase Harman, Chris, ‘People’s History of the World’, Bookmarks. 1999.
8. Pew Research Centre in Callinicos, Alex, The New Arab Revolution, Internacional Socialism. Bookmarks. primavera de 2011.
9. Conferencia contra la guerra, la globalización y el sionismo que celebró seis ediciones en Cairo con la participación de activistas antiguerra internacionales.
10. Stobart, Luke ‘Hombres y mujeres de acero.’ http://www.rebelion.org/
11. Friedman, Ibid.
12. Callinicos. Ibid.
13. Achcar, Gilbert, durante una conferencia de Revolta Global en Barcelona, abril 2011.
14. Callinicos, Ibid. En parte este análisis es una replica a Susan Watkins de la revista New Left Review, que había argumentado que «el rasgo más sorprendente de la crisis […] hasta ahora ha sido su combinación de convulsión económica y estancamiento político» (Ibid).
15. Hardt, Michael, Negri, Antonio. «Los árabes son los nuevos pioneros de la democracia,» Rebelion. http://www.rebelion.org/
16. Ibid.
17. Hardt, Michael, Negri, Antonio, Empire, Harvard University Press, 2000. pp.56-59. Versión traducida: ‘Imperio’.
18. Callinicos, Ibid.
19. Hardt y Negri, «Los árabes…,» Ibid.
20. El gobierno brasileño del PT, por ejemplo, ha aplicado una política económica neoliberal y se ha aliado con EE.UU. para impedir acuerdos internacionales contra el cambio climático.
21. La postura de Daniel Ortega, el presidente nicaragüense, ha sido particularmente bochornosa, en parte por haber declarado tan claramente su «lealtad» a Gaddafi, pero también porque este líder centroamericano llegó a gobernar por primera vez tras un levantamiento popular similar al libio, contra la dictadura de Somoza.
22. También es un error calificar a Gaddafi de antiimperialista. En los últimos años ha creado buenas relaciones económicas y políticas con la Italia de Berlusconi y Gran Bretaña. Además, abandonó un programa de producción de armamento a gran escala a raíz de la «guerra contra el terror» de George W. Bush, hecho que utilizó este último para justificar la Guerra de Irak.
23. Una auténtica revolución desde bajo que tristemente no puede más que corromperse si se profundiza en su colaboración con las fuerzas imperialistas que no tienen ningún interés en la revolución.
24. Aunque esto sí es cierto en el caso de Cuba, que también se ha mostrado muy favorable a Gaddafi.
25. Podemos encontrar un buen estudio sobre los logros y fracasos del gobierno venezolano en Wilpert, Gregory, ‘La transformación en Venezuela. Hacia el socialismo del siglo XXI’ (Monte Ávila, Venezuela).
26. Mike González ofrece un buen análisis sobre la izquierda latinoamericana y el conflicto libio en The Guardian (en inglés): http://www.guardian.co.uk/
27. Esta realidad queda evidenciada en unas entrevistas que realicé con activistas sindicales y de izquierdas venezolanos: Stobart, Luke, ‘La encrucijada venezolana: voces desde la revolución’, http://www.aporrea.org/
28. Charla de Revolta Global, Barcelona. Abril 2011
29. Se puede decir de manera más sencilla que el trabajador o la trabajadora no puede llevar parte de la maquina a casa para producir riqueza; sólo puede trabajar la máquina en colaboración con muchas más personas.
30. Sistema donde la monarquía concentra un poder absoluto, común durante la transición del feudalismo al capitalismo.
31. También es importante destacar que ha habido muchas reformas importantes en pro de los más pobres, y el gobierno se ha aliado, de manera significativa, con el movimiento mundial contra el cambio climático.
32. Rosa Luxemburgo. ‘Huelga de Masas, Partido y Sindicatos.’ Obras Escogidas, Vol. 1, Editorial Ayuso, 1978. pp.165-6
33. Davidson, Neil, ‘From Deflected Permanent Revolution to the Law of Uneven and Combined Development’, Internacional Socialism Journal, nº128. Otoño 2010. Bookmarks, London. pp.188-9
34. Trotsky, Leon, ‘La Revolución Permanente’, Capítulo 4. Disponible en http://marxists.org/espanol/
35. Zeilig, Leo:, ‘Tony Cliff: Deflected Permanent Revolution in Africa. Internacional Socialism Journal, nº126. Primavera 2010. Bookmarks, London. p.162
36. Davidson, Ibid.
37. Para una crítica de esta posición véase Cliff, Tony, ‘Marxismo y revolución en el ‘tercer mundo’, folletos de La Hiedra. http://www.enlucha.org/site/?
38. Véase los artículos de Rodríguez, Olga: http://www.publico.es/
39. Beinin, Joel ‘Workers Rights in Egypt’: 2010: p.49
40. Estas luchas eran combates duros, en que, según el mismo Centro, 126,000 trabajadores fueron despedidos y ¡58 se suicidaron! (Navarro, Vicenç, ‘Lo que no se conoce sobre Egipto’, El Público, 17 de febrero de 2011: p. 7.)
41. Navarro, Vicenç, Ibid. El trabajo periodístico de Olga Rodríguez es una excepción importante a la regla. Rodríguez, Olga, Ibid.
42. Ponencia de Marc Almodóvar, testigo de la revolución egipcia, en las jornadas Idees Per a Canviar el Mon, Barcelona, abril de 2011
43. Callinicos, Ibid.
44. Callinicos, Ibid.
Luke Stobart es militante de En lluita / En lucha.
Artículo publicado en la revista anticapitalista La hiedra
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.