Recomiendo:
0

Libertad frente a seguridad

Fuentes: La Estrella Digital

Una vez más, como consecuencia del atentado terrorista padecido en Londres, se reaviva de muchas formas y en múltiples foros el habitual debate entre libertad y seguridad, consideradas ambas en los ámbitos personal y colectivo. A él pretende contribuir este breve comentario. Obsérvese, para empezar, que me he referido al atentado terrorista y no a […]

Una vez más, como consecuencia del atentado terrorista padecido en Londres, se reaviva de muchas formas y en múltiples foros el habitual debate entre libertad y seguridad, consideradas ambas en los ámbitos personal y colectivo. A él pretende contribuir este breve comentario.

Obsérvese, para empezar, que me he referido al atentado terrorista y no a la muerte de seres inocentes a causa de la violencia asesina, porque esto último se produce con relativa frecuencia y no mucha resonancia mediática (incluso, acumulativamente, con mayor número de víctimas que en los atentados londinenses) en Palestina, en diversos países de África, casi a diario en Iraq, y en bastantes lugares de Latinoamérica, por citar sólo los casos más recientes publicados por los medios de comunicación.

Para muchos, además, el hambre y la miseria, que multiplican por un factor muy elevado el número de víctimas inocentes, tienen también origen identificable y son producto de una violencia que puede calificarse de asesina (pues mata sin piedad). Es la causada por las seculares injusticias impuestas por unos modos y prácticas, financieros, comerciales y políticos, que no porque sean atribuibles a sujetos colectivos más o menos abstractos (gobiernos, teorías económicas, empresas transnacionales, hábitos y modos de vida) son menos culpables de las muertes que producen.

Así pues, hablemos del dilema entre seguridad y libertad, pero sin perder de vista la perspectiva, más amplia que lo usual, con la que se aborda este comentario. No sólo está inseguro el que puede sufrir un atentado terrorista -sea o no de motivaciones fanático-religiosas-, sino cualquiera que corre el riesgo de perder la vida al ser torturado en un cuartel o comisaría de Policía; o abatido a tiros en la calle tras robar una cartera y no detenerse al oír la voz de alto; o encerrado de por vida en una celda (en algunos lugares, ejecutado) por no haber podido demostrar su inocencia en un sistema judicial sólo apto para ricos; o el que muere bajo las bombas, experimentando en su cuerpo los efectos de la tan alabada guerra preventiva. Lúgubre enumeración que podría alargarse bastante más.

Es habitual abordar el asunto aquí tratado del modo siguiente: si no se tiene nada que ocultar, si se vive de acuerdo con la Ley y se cumplen sus obligaciones, ¿por qué oponerse a ser más estrechamente controlado por la Autoridad? Si no se van a emplear los resquicios del sistema democrático para atacarlo y destruirlo, ¿por qué rechazar que sean más rígidas y extensas sus exigencias y se reduzcan las garantías y protecciones legales frente a los muy posibles abusos e injusticias? Dicho al modo de los bienpensantes sería así: si yo soy bueno y respeto siempre la Ley, puedo y debo aceptar un régimen de libertades muy restringidas si me evita ser víctima de un atentado; sólo a los malos les tocará sufrir las consecuencias y se verán constreñidos en su libertad para organizar asesinatos terroristas.

Este argumento hace aguas por todas partes. En primer lugar, es obvio que por mucho que se recorten las libertades nunca se logrará una seguridad absoluta para todos. Si en algún relato de ficción se describe una sociedad totalmente invulnerable y segura, es indudable que esa forma de vida nada tiene que ver con lo que hoy entendemos como la aspiración más humana y satisfactoria a vivir como personas.

Por otro lado, bien pudiera ocurrir que lo que no es necesario ocultar hoy por quienes se atienen fielmente a la legalidad vigente, pudiera ser ineludible esconderlo mañana para seguir viviendo. Así ocurrió con la condición de judío étnico en los años anteriores al brutal estallido racista en la Alemania nazi.

Hay que deshacer, además, un equívoco muy extendido que afecta al dilema aquí considerado: no estamos ante una nueva guerra. Lo que hoy presenciamos es un nuevo conflicto, un nuevo problema o una amenaza, como cada cual quiera denominarlo. Pero no es la cuarta guerra mundial ni la tercera ni ninguna otra. No hay guerra contra el terrorismo, como no la puede haber contra el hambre (que mata más personas que los terroristas y también tiene causas localizables y conocidas, como más arriba se recuerda), ni contra el narcotráfico, el blanqueo de dinero, la trata de blancas, la esclavitud o cualquiera de las nocivas plagas que la Humanidad ha tenido que soportar durante milenios.

Claro que hay quienes hablan de guerra contra el terrorismo, empezando por el personaje más implicado en este asunto: el presidente de EEUU. Pero cuando se blande ese término mítico (¡a las armas!), se desintegran muchos avances positivos que con trabajo ha alcanzado la Humanidad. Para el actual fiscal general de EEUU, los Convenios de Ginebra eran obsoletos y pintorescos (quaint) cuando se invadió Iraq y él era el consejero legal de Bush. Es un ejemplo de lo que puede llegar a ocurrir cuando la guerra impone sus exigencias sobre el derecho internacional humanitario.

Por último, es obligado mostrar extrañeza al ver cómo muchos de los que, ante este dilema, se inclinan por la seguridad a costa de la libertad, se revelan también como acérrimos partidarios de la guerra. ¿Es que no la conocen lo suficiente como para saber que es ella, precisamente, el más exacto paradigma de la inseguridad absoluta?


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)