La foto, no se sabe si retocada, no deja de ser impactante: por lo colorida, por los fuegos de artificio, por las pantallas gigantes y la iluminación cayendo artísticamente sobre la Puerta de Brandeburgo. «El mundo -así aseguraron los medios de comunicación-, «celebró la caída del Muro de Berlín». Es de suponer que «El mundo» […]
La foto, no se sabe si retocada, no deja de ser impactante: por lo colorida, por los fuegos de artificio, por las pantallas gigantes y la iluminación cayendo artísticamente sobre la Puerta de Brandeburgo. «El mundo -así aseguraron los medios de comunicación-, «celebró la caída del Muro de Berlín». Es de suponer que «El mundo» citado, nada tiene que ver con ese «otro mundo» lleno de muros, «doquiera que tu vayas» (bolero). Y también es de imaginar que ante tanto festejo -con el «chupa cirio», dijera un ateo irredento, de Lech Walesa incluido- a nadie se le habrán cruzado por la cabeza pequeñeces tipo opresiones, migraciones, indigentes, «indocumentados», ni -por supuesto- las ya admitidas sucursales de torturas con que la CIA regó, no hace tanto, a varios países de Europa -también del Este- para garantizar una mejor calidad de vida a quienes -en hora buena- nunca han padecido hambre, desempleo y otras miserias tan comunes en ese «otro mundo» conformado por las tres cuartas partes de la humanidad.
Ni hablar de lo conmovedor del escenario si le sumamos -porque así ocurrió- la lluvia y la helada tarde alemana, en la que miles de personas -con buenos abrigos y mejores impermeables, menos mal- aplaudieron a rabiar mientras comenzaba el desplome simbólico, de una en fila, de cada pieza del dominó gigante. Si no hubiera sido por los esfuerzos de producción al especificar el punto geográfico de los fastos y la alusión a los 20 años transcurridos, cualquier distraído hubiera creído que estaba ante el montaje de una ironía dedicada a la muralla que separa a Estados Unidos de México. Pero, en aras de la libertad liberal, ningún gesto, ningún discurso, ni un solo detalle, estuvieron fuera de lugar. Si hoy los países de Europa del Este -ex comunistas- viven peor que hace dos décadas no es cuestión de andar plantándole pruebas falsas a viejos asesinos seriales del estilo de los Bush, la Tatcher y un grupo de demócratas europeos que, en tiempos de crisis «financieras», andan a los saltos rogando no quedar sepultados bajo los escombros escupidos desde Wall Street.
Bien, tengamos la fiesta en paz. No han sido días para los recuerdos bochornosos del presente. Convengamos -sin ánimo de aguar aún más la celebración de marras- que no es, ni será, sencillo para nadie enmascarar unos cuantos «daños colaterales» producidos en invasiones posteriores a la caída del Muro de Berlín. Y, acordemos, para no empañar la bonita puesta en escena, que los muros de este tiempo se condicen con la necesidad de ponerle límites a gentes que, al fin y al cabo, no sólo no entienden la libertad liberal, sino que, para mal de males, no se proponen entenderla. Digámoslo como podrían llegar a decirlo algunos «demócratas» neo nazis: los muros de la actualidad son obras de la vocación libertaria de aquellos próceres que acabaron con el Muro de Berlín. Es sabido que no se puede satisfacer a todos, o al menos no a tres cuartas partes de la humanidad, al «otro» mundo. La libertad liberal no está para eso, sino para, entre otras cuestiones, que no decaiga la tasa de ganancia del gran capital. Tareas son tareas. Que quede claro. Especialmente que le quede claro a aquellos luchadores sociales que no cesan con su sed de justicia.
La libertad liberal, dicen sus beneficiarios, con sus altos y bajos, si no se anda buscando el pelo en la leche, «es para todos». Un dato valdría para reforzar el concepto: más de ciento ochenta canales de televisión disponibles para el disfrute de quien se lo proponga, sea de la condición social que sea, es -todavía con la tecnología por debajo de sus incalculables potencialidades-, un ejercicio de libertad incomparable. Un hambriento, con las tripas musicalizándole el estómago, puede, si le dan las fuerzas y es de su gusto, elegir su libertad de hacer zapping, en ejercicio de sus más elementales derechos humanos. Más o menos algo así reza la SIP.
Viene a cuento, aunque con pocas palabras, no dejar pasar por alto el paso de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) por Buenos Aires. La entidad distribuyó, a manera de sagradas escrituras, unas viejas y archiconocidas fotocopias referidas a la libertad de prensa. Sí, a la libertad liberal: obviamente opuesta a la mayoría de los gobiernos de la región, los que, junto con muchas organizaciones profesionales de periodismo y comunicación y organizaciones sociales dispuestas a no callarse, vienen configurando un nuevo mapa político- comunicacional, en el que se manifiestan -en algunos casos sin ninguna gimnasia teórica- las líneas rectoras del nunca olvidado Informe MacBride.
Es verdad que la libertad liberal presiona hasta ahogar y es verdad que, así y todo, no se priva de festejar sus gestas históricas, atribuyéndose el don de dar y quitar la vida y la palabra. Algo que no es del gusto de miles de millones de seres humanos. De ahí que sigan creciendo las controversias, por decirlo de manera suave; cuando en verdad lo que más crece es la indignación frente a las injusticias y la burla proveniente de los poderes fácticos: preanuncio de que las cosas, por encima de los festejos de Brandeburgo, habrán de terminar peor de lo que van. O mejor. Depende del cristal con que se mire.
(*) El autor es presidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas- FELAP-
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.