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Más deprisa no es necesariamente mejor

¿Llegar antes para qué?

Fuentes: Rebelión

«Salta a la vista que el efecto de acelerar el transporte es disminuir las posibilidades de la experiencia humana directa,incluyendo la experiencia de viajar.» (*) Lewis Mumford   Cruel paradoja de la ciencia: a mayor velocidad de cualquier ingenio tecnológico le corresponde menos tiempo humano para vivir, de tener experiencias aquí y ahora y compartirlas […]

«Salta a la vista que el efecto de acelerar el transporte es disminuir las posibilidades de la experiencia humana directa,incluyendo la experiencia de viajar.» (*) Lewis Mumford

 

Cruel paradoja de la ciencia: a mayor velocidad de cualquier ingenio tecnológico le corresponde menos tiempo humano para vivir, de tener experiencias aquí y ahora y compartirlas con el entorno social más cercano.

El mito del progreso lineal e ininterrumpido se basa en imprimir mayor aceleración a los procesos técnicos. Primero fue sortear la barrera del sonido y el reto futuro será romper la velocidad de la luz.

Esa huida obligada hacia adelante está eliminando de cuajo la dimensión espaciotemporal propia de los seres humanos. Lo orgánico se está convirtiendo en una pieza subalterna de la maquinaria global.

A pesar de ser los autores de toda la cultura humana, el hombre y la mujer se ven sobrepasados por su singular inteligencia. El mundo actual comprime el tiempo y el espacio en meros símbolos cuánticos: si sabemos dónde estamos no es posible conocer ni el punto de origen ni el destino. Y viceversa: ser plenamente conscientes del principio y el final nos impide determinar las coordenadas del presente que nos muerde en un aquíahora evanescente.

Con la velocidad, la Tierra se ha transformado en una sola ciudad para las elites y las clases volátiles de funcionarios asimilados al poder establecido. Sucede algo parecido en el transporte y en la transmisión de ideas o conocimiento en general.

Todo sucede ya, entre saltos vertiginosos, sin historia que contar ni diálogo previo. Los argumentos han sido sustituidos por automatismos que resuelven algoritmos complejos que jamás ponderan las proyecciones y efectos en el ámbito estrictamente humano.

Los procesos informatizados no saben nada de emociones y sentimientos. Estamos ante la hegemonía absoluta de la eficiencia máxima, 24 horas funcionando durante todos los días del año. El sueño mayor de la clase ociosa hecho realidad de un plumazo.

Lo que nos hurta la velocidad que va más allá de las lindes orgánicas de la comprensión humana no es ni más ni menos que la madeja vital del contacto con la Naturaleza, con la cooperación social y con la reflexión coherente con uno mismo. Todo ello son tiempos muertos para el sistema imperante en la globalidad de crear activos, noticias y productos de modo incesante y presuntamente novedoso.

Entre dos puntos situados en las antípodas y unidos por la velocidad mágica de un jet ultra rápido o una noticia que se ofrece on line, in situ, al vuelo y sintetizada en un titular sin intrahistoria ni antecedentes ni consecuentes críticos, hay un mundo insospechado borrado de la compleja existencia humana: un viaje de millones de detalles, sorpresas y recovecos abortado por la inmediatez del acontecimiento lúdico, nihilista y tecnológico de nuestros día a día.

En el cosmos, todo es movimiento; en la vida, todo es vaivén, viaje, un ir y venir dialéctico que se hace de contactos directos, contradicciones, vueltas atrás y reinicios que conforman un relato más o menos coherente tanto desde la perspectiva individual como desde la colectiva.

Aunque nada se detenga en el universo ni tampoco en la sociedad, el ser humano necesita tiempo y espacio propios y peculiares para comprender e interiorizar la cultura y los valores que emanan de su trabajo práctico, de sus costumbres y de sus previsiones de futuro.

Esa amalgama de ayer, presente y porvenir es tanto cómo vivir aquí y ahora, en un tiempo preciso y un espacio concreto. La velocidad tecnológica roba al ser humano sus esencias constitutivas.

La ciencia «neutral» como mito es la responsable última de llegar a la Luna, pero también de la miseria moral de un mundo sin alma en el que un ser humano «anónimo y cualquiera» solo «es» si puede transmutarse en agente cualificado del régimen ideológico vigente basado en la ofrenda perpetua al progreso técnico y al conocimiento aplicado como metas ineludibles de la Humanidad toda.

La velocidad es, no obstante, una pescadilla que se muerde constantemente la cola, una especie de círculo vicioso o escapada a ninguna parte que explica el no lugar y la no trayectoria del sistema capitalista. Ya no hay dónde ir ni relato que contar ni sujeto colectivo al que apelar ni utopías por conquistar. Hemos alcanzado la libertad de hacer de la nada un todo inefable y vacío. Solo existe un yo, la mismisidad del movimiento porque sí, sin razones de partida ni éticas constrictivas.

Habitamos, pues, en un sistema de gritos desaforados que no significan nada y de gigantescas piruetas en el espacio y el tiempo que sirven como silencioso y eficacísimo control político de las multitudes. Mientras estamos vinculados al ruido ensordecedor somos incapaces de escucharnos a nosotros mismos y a la gente que pulula a nuestro alrededor. Dando tumbos de la ceca a la meca crea la simulación perfecta de que estamos viviendo inmersos en nuestra propia vida de una forma única e intransferible. ¿Alguna vez se inventó un mecanismo más sencillo y sutil para tener a las masas más fijadas que nunca a un redil ideológico sin fisuras ni mallas de espino obvias y evidentes?

Ese trasiego imposible de soslayar nos traslada la luminosa y ficticia idea de que todo es cambio y sucesión de maravillas emocionantes y de sugestiones mentales excitantes. ¿De verdad todo es cambio? ¿Todo es sustancia relevante y no meros accidentes inocuos? La depresión psicológica en aumento y la impotencia política de las grandes mayorías de trabajadores que no votan o votan contra sí mismos dan a entender que los cambios capitalistas no son más que sucedáneos para embaucar, dirigir y controlar socialmente los conatos de rebeldía que puedan surgir en la gran máquina productiva e ideológica llamada democracia capitalista.

El movimiento compulsivo a golpe de emociones instantáneas nos lleva de mientras tanto en mientras tanto a través de un escaparate plagado de agujeros negros que absorben lo mejor de nosotros mismos: nuestra energía y creatividad, nuestra capacidad de ser dueños de nuestro propio tiempo y de fabricar espacios de encuentro con el otro sin entrar en competencias territoriales baldías ni de estatus social.

Todo cambio social y político que no venga protagonizado por un sujeto colectivo que se haya hecho a sí mismo en la contradicción histórica no es más que mera apariencia de falsa espontaneidad o fantasma movido por manos del adversario de clase. O bien, pura propaganda comercial. Un cambio sin objetivos ni sujeto reconocible no funda desde la nada un tiempo nuevo y un espacio político radicalmente diferente a la realidad cotidiana de hoy, de la actualidad rabiosa y contemporánea. En palabras de Mumford: «Sea como sea, un hecho debería ser obvio: el cambio no es un valor en sí mismo, como tampoco es un generador automático de valores; ni la novedad es una prueba suficiente de avance. Nos son más que eslóganes comerciales y latiguillos de unos intereses económicos que quieren vender algo.» (*) Pues eso.

 

(*) El pentágono del poder. El mito de la máquina (dos). Pepitas de calabaza ed. 2011.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.