Se han cumplido ya ocho años desde el alevoso asesinato y posterior desaparición del cuerpo de Cristina Siekavizza. Ocho años durante los cuales su familia no ha dejado de exigir justicia a pesar de que los «presuntos» responsables de su muerte poseen el poder de retorcer el curso de la justicia y pretenden eludir su […]
Se han cumplido ya ocho años desde el alevoso asesinato y posterior desaparición del cuerpo de Cristina Siekavizza. Ocho años durante los cuales su familia no ha dejado de exigir justicia a pesar de que los «presuntos» responsables de su muerte poseen el poder de retorcer el curso de la justicia y pretenden eludir su acción mediante el compadrazgo dentro del sistema. Pero Cristina, como miles de mujeres y niñas asesinadas por hombres de su entorno familiar, permanece en el corazón y la mente de sus seres más queridos.
Ya son muchas las víctimas de la misoginia en Guatemala y el mundo. Castigadas por su sexo, vistas como presas accesibles al dominio masculino e impotentes ante las instituciones dominadas por un severo hetero patriarcado, en pleno siglo veintiuno todavía deben luchar por el derecho sobre su cuerpo, por ser escuchadas, por merecer crédito sobre sus denuncias de violencia, por el acceso a una equidad elusiva a lo largo de un camino sembrado de trampas que -como las minas de campo- les estallan en la cara cada vez que dan un paso al frente.
En Guatemala la justicia en casos de feminicidio depende de un sistema tradicionalmente machista. Quienes poseen los medios para eximir su responsabilidad por vidas humanas perdidas como resultado de sus delitos, celebran la existencia de un sistema legal permisivo y flexible, diseñado a su conveniencia para entorpecer los justos reclamos de las víctimas y de sus familiares. Por eso, quizá, no resulte tan incomprensible ese vergonzante 98 por ciento de impunidad en la resolución de casos dentro del sistema de administración de justicia y tampoco es una incongruencia la acción de jueces y magistrados amparando a criminales confesos pero cuyo estatus social y económico les garantiza la libertad.
Así como Cristina, muchas niñas y mujeres han perdido la vida o han desaparecido tragadas por las redes de trata sin esperanza alguna de ser objeto de investigación y de un proceso de justicia transparente y con visión de género. En este contexto de violencia y discriminación, los asesinatos perpetrados con extremada crueldad contra niñas y adolescentes ni siquiera llaman la atención de los medios de comunicación. Esto sucede, quizá, por su reiterada presencia en los reportes policíacos o porque la vida de las niñas y adolescentes -cuando no pertenecen a ciertos círculos sociales- no marcan pauta en el interés de sus agendas.
Es difícil comprender cómo, en países presuntamente democráticos y modernos, la vida y el desarrollo de la mitad de su población -el amplio sector de mujeres- dependa de la voluntad de la otra mitad en un sistema diseñado para someterla y obstaculizar cualquier iniciativa capaz de darle acceso a una vida libre de violencia. Es importante señalar que en el marco jurídico no existen leyes creadas para restringir el derecho de los hombres a su cuerpo, como existen con respecto de las mujeres al suyo. Esa evidente asimetría, establecida desde el sistema patriarcal y sin la intervención de una perspectiva femenina en las instancias de toma de decisiones, constituye una de las peores violaciones de los derechos humanos de las mujeres.
El resultado de este sistema es una vida en constante riesgo para la población femenina y la perspectiva siempre presente de ser objeto de violencia sexual, física, económica y jurídica. El juicio contra el presunto asesino de Cristina es un símbolo que señala, por su excepcional visibilidad, la enorme deuda de la justicia con los miles de niñas y mujeres asesinadas en condiciones semejantes, pero cuyos casos siguen ocultos entre expedientes que nunca se abrieron.
Blog de la autora: www.carolinavasquezaraya.com
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