Siete años ha tardado el gobierno de Rafael Correa en situar a la transformación cultural en el centro de su programa. En julio de 2009 un grupo de profesionales firmamos una carta abierta pidiendo esa transformación, pero entonces el gobierno eludió el tema y truncó el debate a que lo invitamos. Ahora, en el umbral […]
Siete años ha tardado el gobierno de Rafael Correa en situar a la transformación cultural en el centro de su programa. En julio de 2009 un grupo de profesionales firmamos una carta abierta pidiendo esa transformación, pero entonces el gobierno eludió el tema y truncó el debate a que lo invitamos.
Ahora, en el umbral de un nuevo periodo de gobierno, se perfilan dos líneas acerca de lo que debe ser ese cambio cultural. No es exagerado pensar que buena parte del destino del país en las próximas décadas dependerá de lo que ocurra en este proceso. Es necesario, pues, que los ecuatorianos tratemos de distinguir los contenidos de ese cambio cultural, tal como lo anuncian sus postulantes, sobre todo porque las dos líneas que se perfilan son conceptualmente opuestas.
Por un lado, el partido de gobierno -Alianza País- y la Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo -SENPLADES- anuncian una revolución cultural que persiga la implantación de una cultura democrática y equitativa; por otro, el presidente de gobierno y el secretario de Educación Superior, Ciencia y Tecnología apuntan a un cambio cultural con una meta distinta: la «cultura de la excelencia», «la eficiencia, la responsabilidad, hacer las cosas extraordinariamente bien» (RC, El Telégrafo, entrevista de 15 de enero de 2012) .
Democracia y Equidad, por un lado; Excelencia y Eficiencia, por otro. La diferencia no es ni irrelevante ni inocua: están en juego dos modelos distintos de sociedad. Los dos binomios no son complementarios, como quizá podría parecer en una mirada acrítica («¿Por qué no se puede premiar el mérito, por qué no se puede aspirar a la eficiencia, en una sociedad democrática», serían las primeras preguntas, obvias). Los dos binomios son en verdad opuestos. El primero (democracia/equidad)es radicalmente incompatible con el segundo (excelencia y eficiencia).
El primero se basa en el principio de igualdad moral entre todos los ciudadanos, que complemente la igualdad jurídica. Cualesquiera que fuesen las diferencias de ‘mérito’, de desarrollo educativo, intelectual, artístico, científico, artesanal, las de edad, género, ‘raza’, linaje, hábitos, habilidades sociales o características físicas entre los ciudadanos, por encima de cualquier distinción, a todas las personas les debe ser reconocido un mismo valor moral. En la cultura democrática no cabe hablar de superioridad moral alguna. En su discurso, las supuestas superioridad o inferioridad, excelencia o mediocridad, forman parte de un pensamiento a superar: ningún mérito, ninguna excelencia, por innegable y deseable que fuere, puede sustentar preponderancias o privilegios.
El segundo binomio afirma que existe una diferencia entre ciudadanos que debe ser legítimamente tenida en cuenta y destacada: la diferencia moral, es decir, la que está fundada en el mérito, que distingue a personalidades superiores (excelentes), capaces de «hacer las cosas «extraordinariamente bien», de las inferiores (mediocres). Esa diferencia moral sería la base del estatus y relevancia de cada persona en la sociedad: los derechos y las funciones de las personas derivan de sus méritos. El ‘excelente’ y el ‘mediocre’ no deben ocupar el mismo rango. Como se ve, las diferencias son profundas: los dos binomios son tan incompatibles como obviamente lo son las nociones de igualdad y jerarquía, de paridad y rango. La meta de una revolución cultural democrática es la equidad moral entre todas las personas; no puede ser la consagración del mejor, ni de la excelencia, ni del mérito, ni la grandeza ni la gloria de nada ni de nadie, sino, simplemente, la instauración de «una libre comunidad de iguales» (Rousseau), una sociedad sana, con una vida pacífica y respetuosa, de laboriosidad, creatividad y solidaridad entre las personas, cualquiera que fuera su condición. En una sociedad así no hay jerarquías entre las personas y un presidente, un catedrático, un general o una reina de belleza tienen el mismo valor y el mismo lugar moral que un obrero, una asistenta doméstica o un desempleado.
En cambio, la meta del giro cultural propuesto por Rafael Correa es formar trabajadores manuales e intelectuales eficientes y disciplinados, según los requerimientos del programa de industrialización planeado por el gobierno. Es, en resumen, el modelo cultural del capitalismo desarrollado, alimentado como ha estado siempre por fuentes tanto aristocrático-burguesas como eclesiásticas, que desde hace más de dos mil años difunden una idea de sociedad basada en la metáfora del cuerpo: la cabeza (la excelencia) destinada al mando, y los pies (la mediocridad) a la obediencia. Con ese cambio cultural la superioridad, preponderancia o rango ya no se establecerán en base al poder económico, como ocurre ahora, sino al mérito o excelencia. Un presidente del gobierno, un general o una reina de belleza serán considerados, como en el pasado y el presente de Ecuador, moralmente superiores a uno cualesquiera de los ciudadanos («¿Con quién cree usted que está tratando?»; «usted no sabe con quién está tratando», son frases típicas de Correa, para quien ‘tratar’ con él no es lo mismo que tratar con un ciudadano más, como lo sería para un demócrata, por mucho que algunos hablen de «compañero presidente»).
Desafortunadamente, ninguna revolución cultural democrática podrá arrancar si tiene ante sí a la presidencia del gobierno y a los ministerios y altos organismos de dirección militando por la causa capitalista de la excelencia, la causa de los hombres ‘superiores’ contra los inferiores o ‘mediocres’. Es necesario un debate a fondo. No cabe duda de la precedencia y urgencia que requiere una revolución cultural democrática, sin la cual las famosas excelencia y ‘méritocracia’ solo serán parte de la cháchara con que se entretiene a los ecuatorianos en la larga historia de su humillación. La dignidad y equidad de todos es la meta reclamada por los ecuatorianos y debe ser el objetivo de una revolución auténtica.
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