De la mano de la posmodernidad vino la identidad absoluta del sí y con la caída del Muro de Berlín fuimos liberados a un mundo plagado de experiencias ilimitadas en el que cada cual sería capaz de ser lo que quisiera. Se derribaron de golpe y porrazo las grandes narrativas que buscaban un mundo mejor, más justo, solidario e igualitario.
Con la implosión de la utopía comunista, el capitalismo occidental se transformó en globalidad y empezó su andadura en solitario hacia no se sabe dónde ni tampoco por qué. Para no aburrirse del tedio del vencedor total, el capitalismo tuvo que inventarse un rival geopolítico que sustituyera al felón comunista revolucionario. El nuevo rol antagonista recayó en el terrorismo islámico, el nuevo otro de maldad inefable y absoluta.
Sin embargo, en esta situación casi idílica se cruzaron varias crisis económicas y bélicas de enorme calado social. El sistema-mundo globalista presentaba grietas más que evidentes en su estructura económica y en su superestructura ideológica. A pesar de que ya no existían referentes fuertes de izquierda, los movimientos rebeldes emergentes pusieron en solfa el orden establecido bajo el eslogan de que otro mundo era posible.
Los laboratorios de pensamiento de derechas y sus intelectuales orgánicos subidos a la ola posmodernista de los Foucault y seguidores no-filósofos de diverso signo metieron intensidad y presión ideológica en los diferentes yoes individuales y grupales que se movían en los márgenes de las sociedades occidentales para que eclosionara un mosaico de actores y actrices renovadas o de nuevo cuño en disputa por el foco mediático deslumbrante de la tardo sociedad-espectáculo de Guy Debord.
Todos quisimos un yo propio, original y exclusivo a modo de marca de prestigio a lo Naomi Klein que nos empoderara y nos posicionara en el mercado de agentes sociales con derecho a negociar nuestros especiales destinos de grupo. La categoría clase se disipó y afloraron identidades de todo tipo: la oferta de yoes a medida se disparó de manera geométrica en muy poco tiempo.
Y apareció como de la nada el concepto “discurso de odio”. La política cedió protagonismo al psicodrama: toda expresión no correcta o fuera de tono se convirtió en odio, una patología que se extendió como una plaga bíblica. Odio al judío, al moro, al inmigrante, a la mujer, a los gais y las lesbianas…
Por supuesto, existen desde tiempos inmemoriales el racismo, la homofobia, la transfobia y la misoginia. Sucede que ahora esa lucha sin cuartel por ser yo y siempre yo, en cualquier momento yo y antes que nada yo, ha perdido la conexión integral y colectiva por una lucha emancipadora de carácter global. Mientras los odios vayan y vengan entre grupos, la sociedad capitalista continuará a sus anchas más allá de las crisis cíclicas que interrumpan su exitoso devenir histórico para las elites multinacionales.
De alguna manera, esta atomización creciente de identidades a la carta sigue las pautas marcadas o sugeridas entre líneas por la pensadora objetivista Ayn Rand: lo único que importa es la propia vida, la mía.
Primero fueron los bárbaros
Es de sobra sabido que los miedos sociales se transforman en odio al otro como vía de autodeterminación grupal frente al ello o ellos/as que vienen de algún lugar remoto, ya sea este geográfico o simbólico. La aversión al extranjero está documentada en la Grecia antigua: los otros que llegaban de fuera eran los bárbaros, los inmigrantes (ilegales y sin papeles) de hoy.
Aunque las injusticias y desigualdades económicas siempre han dividido las sociedades en ricos y pobres y ese odio hacia la nobleza poseedora por parte de la chusma plebeya brotaba casi de forma natural en las mentes de los desposeídos, es con los movimientos rebeldes y contestatarios surgidos al calor de las revoluciones industriales en el Reino Unido cuando el odio de clase de los proletarios a la burguesía, los terratenientes y los capitalistas empieza a tener un contenido con peso específico. El alimento teórico e intelectual de Marx y Bakunin dieron luz a emociones políticas e ideológicas con raíces en las ideas comunistas y anarquistas. La razón nunca viaja sola.
El odio de clase es el más temido por las elites capitalistas de todo el mundo. Entiéndase odio de los de abajo a los de arriba, porque del odio de las castas a la gente trabajadora, nadie habla. El odio de arriba abajo es invisible y se tapa convenientemente con edulcorados mensajes para calmar a la inmensa clase media que somos todos y todas en Occidente. ¿Es odio la explotación laboral? ¿Odian los caseros a los inquilinos cobrándoles rentas escandalosas? ¿Es odio desahuciar judicialmente a personas que no pueden pagar sus alquileres? ¿Es odio despedir a un trabajador o trabajadora? ¿Es odio mantener a la intemperie existencial a personas sin recurso alguno para subsistir? ¿Es odio la saña sionista asesinando niños y niñas palestinas y torturando en sus centros especiales a personas detenidas vulnerando todos los derechos humanos en vigor? ¿Es odio negar asistencia sanitaria si no tienes dinero para pagarla? Hay miles de preguntas similares a estas.
Bien podríamos llamar a este odio invisible como odio capitalista que se proyecta desde las alturas hacia los bajos y medios fondos de la sociedad. Hay que perseguir los discursos de odio, faltaría más, pero de forma integral, no de manera aislada. Si cada cualquiera, término acuñado por Jacques Ranciere, optara por ver sin trasformar el mundo desde su única perspectiva de identidad y verdad, el sistema no se resentirá lo más mínimo de cada ser en sí a la manera heideggeriana y sus logros inmediatos serían puro vacío existencialista o solipsista. El antirracismo a solas no cambiará el mundo. Ni el feminismo (o los feminismos). Ni todas las luchas por separado de las distintas identidades en liza. Todo ayuda, pero todo se puede evaporar ante lis inminentes fascismos que se anuncia a la vuelta de la esquina.
¿Cómo combatirlos?
Cabe suponer, además, que si existen los discursos de odio y hay que combatirlos, de igual modo existirán los discursos de amor, sentimiento en las antípodas del odio. ¿De verdad puede creer alguien en su sano juicio que solo con amor y buenismo haremos un mundo mejor? ¿Qué simplemente con amor al prójimo los tiburones de las finanzas, Google, Amazon, Facebook, Elon Musk, las grandes farmacéuticas y la industria de la guerra depondrán sus armas letales, ideológicas y económicas por una cuestión meramente ética?
Desde luego, la categoría psicosociológica “discursos de odio” todavía mantendrá su vigencia durante algún tiempo, mientras sea útil para derivar los conflictos sociales hacia reyertas más o menos amplias entre grupos aparentemente antagónicos entre sí. Desviar la atención del modo de ganarse la vida en la realidad cotidiana siempre procura réditos a las castas dominantes.
Muchos de los odios nuevos se atizan a conciencia desde los medios de comunicación de masas más sesgados hacia la derecha ideológica y política. El más obvio y evidente es el de las rivalidades deportivas, con las pasiones futboleras a la cabeza. Odio al rival eterno, odio sublimado entre naciones, odio a un o una jugadora concreta, odio a una enseña, a un color, a un himno… El deporte es pura violencia contra una/uno mismo o contra el equipo contrario y sus fanáticos hinchas. Hay que llegar antes que nadie, hay que ganar, cueste lo que cueste. Esas rivalidades estúpidas esconden las auténticas, las que padecen cada día miles de millones de personas para sobrevivir en dura competencia con otras gentes de la misma clase y condición.
En este caos de yoes individualistas en permanente disputa, el odio a los otros/ otras/ ellos/ ellas nos conforma en un espacio de lo nuestro (nosotros/ nosotras) acogedor que nos permite salvar la soledad y el silencio atronador de ser para mí absolutamente. El odio y la violencia liberan ingentes toneladas de energías nocivas fruto de la frustración de luchar y competir por perseverar en el ser como isla autónoma e independiente, ajena a todos y todas. En la Grecia antigua denominaban idiotas a aquellos ciudadanos que solo estaban pendientes de sí mismos (las mujeres contaban nada) y vivían totalmente desvinculados de la cosa pública.
Frente a la ideología fragmentaria de los discursos heterogéneos de odio sería necesario una teoría unificadora o nuevo gran relato que hiciera posible y viable un proyecto político plural e integral para dar la batalla frontal al neocapitalismo de la crisis permanente en el que ahora mismo estamos instalados.
Aunque teoría y práctica son momentos que se solapan y que las urgencias diarias obligan a tomar postura política al instante, sí sería conveniente pensar con cierto reposo en el mundo feliz, no distópico, que podemos permitirnos para que el planeta Tierra sea lo más democrático y habitable posible.
Hay que pensar qué queremos mientras hacemos lo que podemos en la lucha diaria. No hay otra alternativa razonable.
Vivimos tiempos en que cada relato va a lo suyo, aunque la inmensa mayoría bebe en idénticas fuentes: redes sociales, memes virales, fake news. El lenguaje no es la realidad sino solo una aproximación o interpretación de la misma. No obstante lo dicho, es necesario que las gentes trabajadoras y las personas oprimidas sean capaces de crear sus propias palabras para así entender mejor la realidad que los contiene. Muy útil sería consultar otra vez los métodos de enseñanza del gran pedagogo brasileño Paulo Freire: volver a pensar la realidad actual con palabras profundas, carnales, pegadas al terreno que pisamos todos los días.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.