Estoy en mi rincón observando aquel trozo de Brasil situado en la Explanada de los Ministerios, más conocido como «Isla de la fantasía». Me temo que la fantasía sea de nosotros, electores, engañados por la esperanza de que los diputados federales y los senadores vayan a representarnos, a luchar contra la desigualdad social, a realizar […]
Estoy en mi rincón observando aquel trozo de Brasil situado en la Explanada de los Ministerios, más conocido como «Isla de la fantasía». Me temo que la fantasía sea de nosotros, electores, engañados por la esperanza de que los diputados federales y los senadores vayan a representarnos, a luchar contra la desigualdad social, a realizar la reforma agraria, a promover el desarrollo sustentable. Aunque es cierto que hay excepciones: parlamentarios que priorizan la ética, la transparencia y la coherencia en su compromiso con los más pobres.
Ante aquellos a los que Lula, en el pasado, calificó de «300 pícaros», peor si nos dejamos ganar por la desesperanza, la amargura o el enojo por esa política que se mezcla de asuntos descabellados, ironías inoportunas de ministras, reforma política de mero barniz, mientras que diputados y senadores, insatisfechos con los aumentos salariales con que se premiaron hace poco, ahora celebran la recuperación de ‘sumas indemnizatorias’.
Las viejas oligarquías corruptas, barridas de otros países de América del Sur, encontraron en Brasil un artificio eficaz para aplicar el consejo de Lampedusa: cambiar para que todo quede como está. Admitieron la elección de candidatos de ‘izquierda’ para saciar la sed de poder de la antigua oposición y asegurar el viejo orden de latifundistas, fabricantes, especuladores, en fin los ‘dueños del poder’ a que se refería Raimundo Faoro en su clásico libro.
En la cárcel Gramsci escribió en su Cuaderno Tres: «Si la clase dominante pierde el consenso deja de ser dirigente, se vuelve únicamente dominante, mantiene apenas la fuerza coercitiva, lo que comprueba que las grandes masas se alejaron de la ideología tradicional, no creyendo ya en lo que creían antes».
PMDB, DEM, PSDB y PR representan a la clase dominante y, gracias al distanciamiento del PT de los movimientos sociales, continúan siendo la clase dirigente. La dirección del país está en manos de una coalición partidaria que no se diferencia radicalmente de los intereses dominantes, y que hasta los refuerza mediante la política económica que prioriza los intereses del capital.
En estos cuatro años y medio de gobierno, el PT perdió, por falta de habilidad política y por falta de ética de algunos de sus dirigentes, la oportunidad de constituirse en lo que Gramsci llama ‘bloque histórico en el poder’. Un ejemplo lo constituye lo que se formó en el cambio de las décadas 1970/1980, centrado en el derribo de la dictadura: sectores progresistas de partidos políticos, la Conferencia de Obispos, OAB, ABI, sindicatos y movimientos sociales se articularon contra el régimen. En torno a la bandera común de la ‘redemocratización’, cada corporación también identificaba allí su proyecto específico.
El bloque histórico intentado por el PT no logró obtener consenso popular. Porque se armó una alianza de cúpulas entre partidos, sin que fueran consultadas las bases. Y se perdió la otra dimensión de lo histórico, la que define estrategias a largo plazo para alcanzar determinadas metas. Sin otras miras de mayor alcance, se cayó en lo inmediato de una gobernabilidad apoyada en políticas puntuales, utilitarias, como la Bolsa Familiar y el PAC, sin configurar el perfil de ‘otro Brasil posible’.
Lo que debiera estar en juego en el debate de la reforma política son los conceptos de nación y de Estado, el perfeccionamiento de la democracia mediante la interacción de la sociedad civil con el poder público, la instauración de una institucionalidad ética, para que no se dependa de virtudes personales, y otros temas pertinentes. Lo que vemos es el reinado del pragmatismo electoralista, del corporativismo referencial, de la tolerancia ante la corrupción.
Permitir que la clase dominante disfrute de la posición de clase dirigente es impedir que la pobreza, como fenómeno estructural, sea efectivamente erradicada del Brasil. A pesar de la gran carga tributaria, que ronda el 40% del PIB, se multiplica el número de brasileños que, con gran sacrificio, recurren a la escuela privada, a los centros de salud privados, a empresas de seguros, cuando todos sabemos que la educación, la salud y la seguridad son lo mínimo que el poder público tiene obligación de asegurar a los ciudadanos.
El año que viene tendremos elecciones para concejales y alcaldes. Es hora de comenzar el debate para escoger candidatos comprobadamente éticos, comprometidos con los movimientos populares y dotados de propuestas estratégicas para la mejora de nuestros municipios.
(Traducción de J.L.Burguet)
– Frei Betto es escritor, autor de «Calendario del poder», entre otros libros.
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