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Lo viejo funciona: el marxismo y la crisis

Fuentes: Jacobin [Para acabar con la dinámica enloquecida del capitalismo hay que destruir sus relaciones de producción. Si esto no se toca, todo los cambios restantes, por aceptables y bienvenidos que sean, dejarán viva a la serpiente]

Si lo que queremos es apretar el freno de emergencia que evite que el tren desbocado del capitalismo nos lleve al desastre, no podemos conformarnos con cambiar patrones insensibles por patrones con sensibilidad, ni gobiernos malos por gobiernos menos malos. El asunto es abolir las relaciones capitalistas de producción.

El artículo que sigue es un fragmento adaptado de Ecomunismo. Defender la vida, destruir el sistema, de Ariel Petruccelli (Ediciones IPS, 2025).

«Hoy en día, el argumento más fuerte contra el capitalismo es la combinación de crisis ecológica y polarización social que está engendrando» —(Perry Anderson, Los fines de la historia, 1992)

Explicaciones de la crisis

La necesaria autolimitación humana, indispensable para afrontar los desafíos ecosociales que enfrentamos, depende de entender las causas del dinamismo ciego que está agotando los recursos, destruyendo los suelos, extinguiendo especies, contaminando el ambiente, cambiando el clima, alienando a las personas. ¿Su motor es sustancialmente una filosofía equivocada, una episteme perniciosa, una cosmovisión inadecuada o una narrativa errada, como creen pensadores decoloniales como Walter Mignolo o escritoras como Naomi Klein? ¿Se trata más bien de la técnica o de la industria en sí mismas, como pensaban Lewis Mumford o Martin Heidegger? ¿Es la consecuencia del patriarcado, obnubilado en el dominio de las mujeres y de la naturaleza, como creen algunas ecofeministas? ¿O es un subproducto de la blanquitud y del colonialismo, como sostienen muchas corrientes antirracistas?

Mi respuesta, clásicamente marxista, es que la fuerza tras este desarrollo desquiciado es el capitalismo[1]. Se pueden ofrecer distintos argumentos en favor de esta tesis y en contra de las restantes (y también cuestionar la hipótesis de una fusión no jerarquizada de todas o varias de ellas). Veamos. Sociedades patriarcales, racistas y coloniales las ha habido de todos los tipos y a lo largo de siglos, si no de milenios. Pero ninguna de ellas desató el tipo y el ritmo de crecimiento económico autosostenido que caracteriza a las sociedades capitalistas.

Ni el racismo, ni el colonialismo, ni el patriarcado parecen explicar el alocado dinamismo, la tendencia a la innovación permanente, que caracteriza a las sociedades contemporáneas y que amenaza, a esta altura, con destruirlas. Podría ser plausible apelar a una ideología en particular, desprendiéndonos de la cual todo marcharía sobre ruedas. Pero además de que este tipo de explicación es clásicamente «idealista», para decirlo un tanto burdamente, la objeción fundamental a la misma es empírica más que teórica: el capitalismo se ha mostrado compatible con las ideologías y las religiones más diversas, y allí donde se implanta encuentra las maneras de que todas las tradiciones culturales, religiosas y doctrinarias se amolden a él.

Michael Mann reconoce que «la revolución capitalista en la agricultura y en la industria de los siglos XVIII y XIX constituyó el impulso más importante de poder colectivo de la historia»[2]. Pero ha defendido la tesis de que la cristiandad fue, de todos los factores que influyeron en el desarrollo del sistema capitalista, el primus inter pares, la más decisiva de todas las variables que jugaron un papel. La obra de Mann es de una solidez, erudición, claridad y sagacidad analíticas verdaderamente excepcionales, y ello justifica que le dedique una atención especial[3]. Sin embargo, su tesis sobre la importancia de la religión en la transición al capitalismo es una de las menos convincentes dentro de un abanico de tesis por lo general muy bien sustentadas.

Las críticas que se le han opuesto son a mi juicio concluyentes. Mann considera que fue la cristiandad como un todo la que jugó un papel esencial en el momento de la transición al capitalismo, y no una corriente o doctrina particular a su interior. El aporte de la religión a este proceso fue la «pacificación normativa»: la misma habría permitido que la competencia entre Estados y empresas relativamente equivalentes generara un «círculo virtuoso», en vez de dar lugar a una catastrófica o paralizante guerra de todos contra todos; un juego de «suma cero».

Empero, como señalara Perry Anderson, la «cristiandad» nunca estuvo confinada a Europa occidental. Bizancio desaparece de la óptica de Mann. Y, sin embargo, «¿dónde están los fructíferos efectos del cristianismo ortodoxo sobre la vida política y económica?»[4]. La «pacificación normativa», por lo demás, forma parte del bagaje de las principales religiones: cualquiera de ellas hubiera podido aportarla. Y su importancia no debe ser exagerada. Chris Wickham escribió al respecto: «Carlomagno protegió a los comerciantes porque ellos le traían bienes de prestigio y, por tanto, estatus, y porque eran potencialmente peligrosos y era necesario vigilarlos, no porque la Iglesia le dijese que debía hacerlo»[5]. Tras citar los logros comerciales de los vikingos y los árabes, Wickham se pregunta: «¿Por qué tendrían que haber tenido mayores dificultades los comerciantes de un Oeste medieval no cristiano, si Europa no se hubiera cristianizado?». Ni el origen, ni el dinamismo intrínsecos de las sociedades capitalistas pueden ser explicados convincentemente por la religiosidad.

La hipótesis de que el sistema tecno-industrial —la mega máquina, para decirlo en los términos de Lewis Mumford— tendría una dinámica propia, virtualmente independiente de la voluntad de los sujetos, es de otro tenor. Tiene a su favor el hecho empírico de que la industria acrecienta sin cesar la productividad del trabajo y el volumen de la economía, y que lo hace sin importar las reticencias de los sujetos: la mega máquina simplemente parece expulsar a los reticentes.

Las experiencias del llamado «socialismo real» parecerían convalidar esta mirada. Después de todo, la antigua URSS (en la que no había propiedad privada de los medios de producción más importantes ni mercado de capitales y, por ello, no podría ser considerada capitalista en ningún sentido significativo) estaba también empeñada en el crecimiento económico y en el aumento de la productividad industrial como sus rivales capitalistas. La pulsión al crecimiento indefinido —como si se tratara de un cáncer— parecería ser consustancial a la técnica industrial en sí misma, con independencia de si la misma opera en un contexto capitalista o colectivista[6].

Sin embargo, y aceptados ambos puntos, hay que decir cuando menos tres cosas. La primera: el dinamismo económico intenso y autosostenido se inicia al menos dos siglos antes de la revolución industrial. Es el capitalismo quien crea a la industria, no la industria la que crea al capitalismo. La segunda: quienes defienden que la mega máquina industrial posee una dinámica propia dejan inexplicada la misma; como por arte de magia, la industria tendería hacia su propio crecimiento. La tercera: la tendencia de la URSS al crecimiento económico se explica perfectamente por el contexto de la competencia geopolítica con Estados Unidos, la gran potencia capitalista. Nada indica que las propias fuerzas internas soviéticas tuvieran ninguna tendencia al crecimiento ilimitado (y a la postre serían derrotadas en esa competición).

La explicación más consistente de la «trampa civilizatoria»

La explicación marxista sigue siendo la más consistente y convincente de todas las disponibles para comprender el históricamente anómalo crecimiento económico compulsivo que caracteriza a la sociedad contemporánea. Dicho apretada y algo esquemáticamente: es la estructura misma de las relaciones capitalistas de producción la que tiende a producir incrementos de la productividad del trabajo de forma autosostenida como consecuencia combinada de sus características. ¿Cuáles son éstas? Las relaciones capitalistas de producción se basan en lo siguiente:

1) producción generalizada de mercancías —de valores de cambio—, antes que valores de uso;

2) propiedad privada de la tierra y de al menos los principales medios de producción;

3) producción orientada a «valorizar el valor», esto es, a generar ganancias a los poseedores de capital: para ser capital, el dinero debe estar en movimiento e intentar aumentar (los tesoros enterrados o el dinero guardado debajo del colchón no son capital)[7];

4) explotación, fundamentalmente, de trabajadores asalariados.

Estas características estructurales dan a la sociedad contemporánea un dinamismo absolutamente peculiar. Solo la carencia de perspectiva histórica y el espíritu ideológicamente «presentista» de nuestra época llevan a pensar que vivimos en una sociedad «normal». Nuestra sociedad es históricamente una rareza. Y todo indica que esta «rareza», que en pocos siglos conquistó al mundo entero y ahora amenaza con destruirlo, posee un dinamismo propio que no es el fruto contingente, aleatorio y desarticulado de azares históricos y sociológicos.

Todo indica que tiene un funcionamiento sistémico. Marx reveló cuál es su motor oculto. No ignoraba que el motor capitalista poseía también muchas condiciones de posibilidad. Pero su dinámica profunda posee una causa básica debida a las relaciones capitalistas de producción, las cuales suponen:

a) la existencia de muchos capitales (no un único agente);

b) la competencia entre esos capitales en la disputa por un mismo mercado;

c) la búsqueda del valor abstracto (materializado en el dinero), más que de los valores concretos de productos particulares;

d) el carácter potencialmente ilimitado de la acumulación abstracta, de la acumulación de dinero y capital (a diferencia de bienes concretos);

e) el carácter fetichista de la mercancía, que hace que tendamos a atribuirle a ellas lo que en verdad son atributos de las relaciones sociales.

El proceso de innovación permanente es el resultado de la estructura competitiva de los mercados capitalistas bajo el supuesto de la acumulación indefinida. En palabras de Renaud García, «se trata de un conjunto de elementos dispuestos en un eje central: aumentar indefinidamente la productividad o morir»[8]. Dada la estructura competitiva del capitalismo, los períodos de estancamiento son relativamente breves, y en general limitados a países concretos antes que a la economía mundial.

Pero esto entraña otras consecuencias. La primera es que, pasado cierto umbral, esas fuerzas comienzan a ser fuerzas destructivas, como estamos viendo. ¿Destructivas de qué? Destructivas de las dos fuentes de toda riqueza: la fuerza de trabajo y la naturaleza: desarrollo de guerras industriales sumamente mortíferas, agotamiento de recursos no renovables, degradación de la fertilidad de los suelos, extinción de especies. La segunda es que muchas de los incrementos de productividad entrañan pérdida de cualificaciones y de autonomía para los trabajadores.

Aquí se mezcla lo analítico con lo valorativo. A veces se dice que no hay aumento de las fuerzas productivas porque el trabajo se ve descualificado. Pero son dos cosas distintas, y por ello ambas pueden ser ciertas. La manufactura implicó un aumento de la productividad (cuánto se podía producir en un tiempo dado), pero convirtió a los virtuosos artesanos de oficio en mutilados operarios parciales. Al capital lo único que le interesa es la productividad; a las personas en general y a los trabajadores en particular también nos interesan legítimamente otras cosas. Nuestro vínculo con la tecnología no puede ser meramente cuantitativo o productivista.

La dificultad para determinar el origen de las fuerzas motoras del mundo contemporáneo se visualiza con claridad en muchos enfoques que se consideran críticos del sistema. Pensemos, por ejemplo, en el concepto de «modo de vida imperial»[9]. Realiza una crítica a un modo de vida insostenible, pero lo atribuye a un vaporoso imperio. La realidad es que se trata del modo de vida creado por el capitalismo, aunque se desarrolla de modo desigual y combinado en distintos puntos del globo. Es un modo de vida capitalista con muy claras modulaciones diferenciales según la clase y las regiones. Puede asociarse a formas de imperialismo —que no es lo mismo que imperio— pero su origen y su dinámica son esencialmente capitalistas, como los propios autores dejan ver en muchos pasajes: en buena medida, describen bien un fenómeno al que le ponen el nombre equivocado.

El carácter increíblemente urbano de las sociedades actuales (de Estados Unidos a Sudáfrica, de Francia a Bolivia, de Australia a China, de India a Marruecos) es consecuencia de la expansión del capital. Lo mismo se puede decir de la omnipresencia del automóvil privado, de las carreteras, de los envases descartables de plástico, de la telefonía móvil. Si es algo, es un modo de vida capitalista desarrollado desigualmente en distintos lugares del mundo. El «modo de vida imperial» de un trabajador de Alemania poco tiene que ver con la forma en que se vivía en el imperio chino, romano o mogol, cualquiera fuera la clase social a la que se perteneciera. Y las formas de vida de las clases «alta» y «media» (incluyendo buena parte de los sectores asalariados del sector «formal») son significativamente parecidas en Europa, Asia o América Latina, con independencia de si se trata de centros imperialistas o países periféricos.

Cualitativamente, las diferencias son mucho mayores, desde luego, tanto entre clases como entre países, en lo que queda del campesinado y en los sectores del proletariado informal. Cuantitativamente, por supuesto, los sectores altos y medios (incluyendo trabajadores con salarios más o menos elevados) pueden superar los dos tercios de la población en algunos países centrales y no llegar al 15 % en algunos periféricos.

En el capitalismo, el desarrollo de las fuerzas productivas es un resultado sistémico movido no por el anhelo de mejorar la vida de las personas, sino por la sed de beneficios dinerarios de los propietarios de los medios de producción. Esa es la razón por la que aunque cada vez se produce más, el malestar, la disconformidad y la alienación no dejan de crecer. No se trata de lo que cada empresa o empresario haga en particular, sino de la propensión inherente a una estructura económica que está movida por la búsqueda de ganancias en un contexto competitivo que, en gran medida, condiciona los comportamientos y «selecciona» a sus agentes.

La dinámica no surge de los individuos, sino de la estructura en la que están inmersos y que presiona y en parte moldea a esos individuos. El más poderoso de los capitalistas no deja de ser una marioneta, aunque no lo sepa. Se trata de una «maquinaria social» relativamente automatizada, creada por los seres humanos pero que ellos no controlan. Los capitalistas poseen más poder que los trabajadores, esto es evidente. Pero no controlan el funcionamiento del sistema del cual se benefician. Ellos están por igual sujetos a las «leyes» de la competencia mercantil[10].

Esto nos remite a otra dimensión de la trampa civilizatoria en la que nos encontramos. Las clases dominantes no solo no están dispuestas a renunciar a sus privilegios (salvo un puñado de ricachones que reconocen que no estaría mal pagar un poco más de impuestos); tampoco son capaces de reconocer que la dinámica del capitalismo no depende de los comportamientos personales de los inversores, sino de una estructura impersonal que «selecciona» los comportamientos apropiados para su funcionamiento. Por eso, los mejor intencionados pueden a lo sumo pergeñar cambios en el «estilo de vida» o imaginar cosas como la «responsabilidad social empresaria».

Lo que no entienden es que, como dijo Marx —aunque él no pintó de rosa a los capitalistas—, el problema no son ellos en tanto que individuos: el problema es la estructura profunda del sistema y el dinamismo que entraña. Así que no se trata de cambiar patrones insensibles por patrones con sensibilidad, ni gobiernos malos por gobiernos menos malos. El asunto es abolir las relaciones capitalistas de producción y destruir el Estado que les sirve.

Que esto parecerá a mucha gente cosa pasada de moda, no hay cómo dudarlo. Pero no deberíamos orientarnos en base a las modas. Sobre todo cuando caemos en la cuenta de que los mega ricos que pagaron una fortuna para hablar con Douglas Rushkoff le hicieron preguntas del siguiente tenor: «¿Cómo conseguiré imponer mi autoridad sobre mi guardia de seguridad después del acontecimiento?». Si estos indigentes intelectuales hubieran leído a clásicos como Catón o Columela ya hubieran tenido respuestas suficientes. Tanto para lo bueno como para lo malo, las mejores respuestas suelen estar en los clásicos.

¿Capitalismo ampliado?

Por supuesto, la relaciones capitalistas de producción no actúan en el vacío: existen en un contexto mucho más amplio que es la biosfera; conviven regularmente con otro tipo de relaciones productivas; requieren la existencia de un Estado capaz de garantizar, como mínimo, los derechos de propiedad, la regulación de los intercambios mercantiles y el mantenimiento del orden social; la masa laboral explotada por los capitalistas debe reproducirse y posee muchas necesidades materiales y espirituales que no son necesariamente satisfechas por medios mercantiles orientados a la valorización del valor.

Toda sociedad capitalista realmente existente es más, mucho más, que relaciones capitalistas. Pero esto ya lo sabía muy bien Karl Marx. Se comprende y sin duda se puede compartir el sentido político del intento de Nancy Fraser por desarrollar una «concepción ampliada» del capitalismo que hurgue tras la «morada oculta» detectada por Marx, en busca de «moradas aún más ocultas»[11]. Sin embargo, ninguna de estas «moradas aún más ocultas» era desconocida por Marx.

Desde luego que en el capitalismo hay machismo, racismo, colonias, policías, militares, actividades de cuidados, formas no mercantiles de producción y muchísimas cosas más. Pero no habría que confundir la descripción de las formas concretas y empíricas que adquiere el capitalismo en la sociedad contemporánea con la comprensión teórica de cómo funciona esa sociedad. El economicismo es la pretensión de explicar todo lo que sucede por alguna causa económica. Marx no era economicista. Sin embargo, su concepción materialista de la historia concedía primacía a las relaciones de producción en los marcos de lo que podemos denominar una teoría pluralista asimétrica[12]. Fraser, por el contrario, se desliza acaso inadvertidamente hacia una forma de pluralismo simétrico en términos causales.

Ahora bien, no habría que confundir jerarquías sociales con jerarquías causales, ni prioridad explicativa con prioridad ética o moral. Es el caso de los enfoques «interseccionales», que tienden a disolver la muy disímil influencia causal en nombre de una igualdad moral. Su atención a las tres dimensiones de la opresión (clase, raza, género) puede terminar ocultando que, en el capitalismo, la dinámica sistémica se funda en la producción de plusvalía, que se halla anclada en la clase. Aunque toda forma de opresión es igualmente condenable en términos morales, no todas tienen el mismo impacto en términos causales para explicar un proceso histórico.

Por otra parte, la tríada clase-raza-género en la que han insistido los enfoques interseccionales no es exhaustiva. Hay opresiones nacionales o étnicas irreductibles a la raza. Hay formas de opresión o discriminación religiosa. Puede haber formas de desigualdad entre capital y provincia (quienquiera que viva en provincias sabrá de esto). Puede haber desigualdades opresivas fundadas en la edad, etc.

No digo que Fraser confunda las jerarquías causales con las sociales, como suele ser el caso en los enfoques «interseccionales». En ocasiones las diferencia muy apropiadamente. Sin embargo, hay un permanente deslizamiento —que sospecho se halla motivado por la voluntad (muy comprensible) de unificar diferentes formas de opresión y de lucha— que la lleva a colocar en un mismo plano analítico cosas que a mi juicio tienen un peso muy diferente en la dinámica profunda de la sociedad actual. Por otra parte, aunque Fraser no las confunda, la confusión entre prioridad explicativa y prioridad moral está lo suficientemente instalada, y ha enturbiado tanto algunos debates, como para que valga la pena decir algo al respecto.

En muchos ambientes de sensibilidad posmoderna la mera mención de jerarquías o la apelación a clasificaciones suele generar escozor y es vista como una operación opresiva en sí y de por sí. Sin embargo, conviene recordar que toda forma de pensamiento conlleva clasificaciones: podemos modificar las clasificaciones que empleamos pero no podemos evitar clasificar (salvo si dejamos de pensar). La negativa romántica a clasificar y definir se tambalea al borde del irracionalismo[13]. Y hay que decir que las tentaciones irracionalistas son muy fuertes en los ambientes ecológicamente motivados. Ante las atrocidades de la razón es tentador buscar refugio en la magia o la locura, sobre todo si se olvida las atrocidades que ambas han cometido. Aunque finalmente no lo hizo, tenía mucho sentido que Wittgenstein considerara la idea de adjuntar como epígrafe a sus Investigaciones filosóficas la cita de Shakespeare en El rey Lear: «Yo te enseñaré a distinguir».

Si no es posible evitar la clasificación, tampoco podemos evitar la jerarquización intelectiva. Edward Carr estaba completamente en lo cierto al señalar que «toda discusión historiográfica es una discusión sobre la prioridad de las causas». En realidad, lo es toda discusión con pretensión explicativa. Cuando John Lewis Gaddis reivindica que la explicación historiográfica (en contraste con otras ciencias sociales) no busca jerarquizar causas sino «multiplicar variables alegremente», cosa que sería posible porque los historiadores solo se interesan «por fenómenos que han pasado por la singularidad que separa el pasado del futuro», está estableciendo una distinción completamente arbitraria[14].

Si la historiografía se limita a apilar variables alegremente (como hacen algunos de sus practicantes, pero no todos) ello implica que no puede explicar nada. Gaddis confunde descripción con explicación y se engaña a sí mismo. El mero amontonamiento de causas no jerarquizadas no explica nada y entraña, además, una tarea infinita: siempre se puede agregar un elemento adicional[15]. No se trata, como cree, que para el reduccionismo la jerarquización causal sea fundamental: lo es para la ciencia en sí misma, incluso en sus formas menos reduccionistas. Conviene reparar, por lo demás, en que aunque Gaddis reivindica una «democracia de las causas» y una «causación contingente»[16] que pueden sonar como dulce melodía para muchas personas de izquierdas, él mismo es un patriota estadounidense, conservador de pura estampa que estuvo muy próximo al presidente Bush, apoyó la invasión de Irak y se vanaglorió de no haberse dejado seducir, en su juventud, por las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. Una muestra cabal de que es perfectamente posible asumir posiciones posmodernistas en lo teórico, y ser un perfecto capitalista e imperialista en lo político. Entre las premisas teóricas o filosóficas y las posiciones políticas e ideológicas no hay nunca relaciones mecánicas. Conviene recordarlo.

De manera muy sensata, Raymond Williams decía que la determinación debe ser concebida como «el ejercicio de límites y el establecimiento de presiones». Lo primero nos habla de las «condiciones de posibilidad» de un acontecimiento o proceso, lo segundo del «motor» que empuja la producción de los mismos. A la hora de explicar cualquier fenómeno no se puede ignorar ni unos ni otros, pero es evidente que el segundo aspecto es mucho más relevante.

Cuando Marx sostenía que las relaciones capitalistas de producción producen ideológicamente el fetichismo de la mercancía o cuando Fredric Jameson afirmaba que el posmodernismo era la lógica cultural del capitalismo tardío, no estaban diciendo que el fetichismo o el posmodernismo eran posibles en el capitalismo (pero no en otros modos de producción). Estaban afirmando, a mi juicio con toda razón, algo más fuerte: que el capitalismo y el capitalismo tardío producen estos fenómenos de manera sistemática. Las condiciones de posibilidad tienen efectos reales y conviene no olvidarlas. Pero no siempre son muy relevantes a la hora de explicar algo. Llevado al extremo: todo lo que sucede en las sociedades humanas tiene como condición de posibilidad al sistema solar, pero no necesitamos apelar a él para explicar ningún proceso histórico.

El dinamismo tan peculiar e históricamente anómalo de la sociedad capitalista es el resultado directo de su estructura económica, basada en la propiedad privada de los medios de producción, la valorización del valor y la explotación del trabajo. Para acabar con su dinámica enloquecida hay que destruir este núcleo y reemplazarlo por otro tipo de relaciones de producción. Si esto no se toca, todo los cambios restantes, por aceptables y bienvenidos que sean, dejarán viva a la serpiente.

Nancy Fraser quiere aunar las demandas y las luchas antirracistas, feministas y clasistas. Un gran bloque del 99% en contra de la elite capitalista. En lo que hace a la crucial cuestión ecológica, se pronuncia taxativamente: el capitalismo es el problema. En un importante artículo publicado en la New Left Review escribió: «El capitalismo, en el sentido que definiré más adelante, representa el impulsor sociohistórico del cambio climático y el núcleo de la dinámica institucionalizada que debe ser desmantelado para ponerle freno»[17]. El problema es que a la hora de definir al capitalismo, en nombre de una mirada no reduccionista, sostiene una afirmación cuyo sentido político marcha en una dirección y su contenido teórico en la contraria. Dice Fraser:

En contra de la opinión general, el capitalismo no es un sistema económico, sino algo más amplio. Además de constituir una forma de organizar la producción y el intercambio económicos, es también una forma de organizar la relación entre la producción y el intercambio, por un lado, y las condiciones de posibilidad no económicas de ambos, por otro.[18]

No está claro quiénes serían los sostenedores de esa «opinión general». Pero para cualquier marxista realmente existente no hay dudas de que el capitalismo es ante todo un sistema económico, por mucho que no sea solo eso. Teniendo en mente toda una serie de actividades sociales, capacidades políticas y procesos naturales que son las «condiciones de posibilidad» de la acumulación de capitales, Fraser nos dice que «estas instancias no económicas no son externas al capitalismo». Lo cual es superficialmente cierto (lo mismo podría predicarse del feudalismo, el esclavismo o de cualquier sistema social, que necesariamente se basan en condiciones de posibilidad que no están en su núcleo motor) pero nos deja sin saber qué sería lo específico del capitalismo, por qué «el problema ecológico del capitalismo es estructural», y cuáles son exactamente esas «caracte­rísticas fundamentales y definitorias de nuestro orden social» que deberíamos desactivar si pretendemos evitar una catástrofe ecológica. Porque, en realidad, la fuente del tan singular dinamismo productivista del capitalismo reside en lo que este es en términos económicos, aunque las sociedades capitalistas no se reduzcan a su base económica.

La comprensible voluntad política de agrupar colectivos y movimientos en una lucha anticapitalista termina oscureciendo el principio motor que genera la peculiar dinámica de nuestra sociedad, la cual se debe a lo que el capitalismo es como sistema económico, por mucho que sea también otras cosas. Es sintomático que Fraser muestre lo que el capitalismo hace pero nunca termine de definir qué es exactamente. Afirma que no es solo un sistema económico, pero nunca nos dice qué es. Sostiene que no es solo una forma de organizar la producción, sino también de aquello que es definido como no económico.

Fraser se desplaza así, acaso sin advertirlo, del terreno del modo de producción al de las formaciones sociales. Aquí la pregunta es si la dinámica particular del capitalismo se explica por el modo de producción nuclear o por las características de las formaciones sociales capitalistas. La respuesta marxista clásica apunta a lo primero; Fraser, a lo segundo. Pero es una posición difícil de sostener. En qué consiste la forma capitalista de organizar la producción y el intercambio ha sido bien definida por Marx. Pero, ¿cuál es la forma capitalista de organizar los cuidados o la naturaleza? Fraser nos dice que «la forma de organizar los cuidados específica del capitalismo es tan contradictoria como su forma de organizar la naturaleza». Es verdad.

Pero lo que se observa empíricamente es que el capitalismo ha organizado de maneras muy diversas a uno y a otra. Ha tenido una gran capacidad para adaptarse a circunstancias muy distintas. Y no deja de ser irónico que el reclamo de que el capitalismo no es solo economía coincida con el momento en que el capital está precisamente mercantilizando a escalas incomparables la cultura, los cuidados, antiguas funciones públicas e incluso porciones de naturaleza otrora fuera de su alcance. Una consecuencia del enfoque de Fraser es que nunca queda del todo claro, ni mucho menos causalmente jerarquizado, qué es exactamente lo que debemos desmantelar. El siguiente pasaje es característico:

Lo que hace falta, ante todo, es sustraer el poder de dictar nuestra relación con la naturaleza a la clase que ahora lo monopoliza, de forma que podamos empezar a reinventar dicha relación desde cero. Pero eso exige desmantelar el sistema que sostiene su poder: las fuerzas militares y las formas de propiedad, la perniciosa ontología del «valor» y la incesante dinámica de acumulación, las cuales funcionan en su totalidad unidas para impulsar el calentamiento global. La ecopolítica debe, en resumen, ser anticapitalista.[19]

Desde luego que en términos generales estamos de acuerdo. Todo ecologismo mínimamente consecuente debe ser anticapitalista. Pero si no definimos con precisión qué es el capitalismo, si estiramos su definición para que entren en ella todo tipo de injusticias, un resultado es que se oscurece que muchas situaciones opresivas pueden ser aprovechadas por el capitalismo pero no han sido generadas por él (y podrían no desaparecer con su desaparición, atención a esto). Y otro resultado posible es que se puede dar significados completamente distintos a qué significa ser anticapitalista. En lo que hace a las formas de propiedad, algunos podrán pensar que es anticapitalista la estatización, limitar los monopolios, desarrollar cooperativas mercantiles e incluso volver «internas» las «externalidades ecológicas» del capital. Se puede pensar que es anticapitalista reconocer derechos a la Madre Tierra, demandar un pago por los cuidados o dictar cursos pagos en los que se critica la «ontología del valor».

En todo el largo artículo de la New Left Review, Fraser no habla nunca de expropiar al capital ni de socializar los medios de producción ni de la colectivización o la planificación económica. Puede ser un descuido. Pero en verdad no lo parece. En una obra mayor, Los talleres ocultos del capital, la palabra «expropiación» es una de las más repetidas, pero en ningún caso se hace la más mínima alusión a la expropiación del capital o la «expropiación de los expropiadores». No parece casual. En realidad, todas sus intervenciones en los últimos años han estado marcadas mucho más por apuntar contra quiénes hay que luchar, que por indicar por qué objetivos hacerlo. Esta actitud suya no ha sido una excepción. En las últimas décadas han sido muy habituales los discursos críticos sumamente sólidos, documentados y argumentados que, a la hora de hacer alguna proposición, caen en el mutismo o en propuestas tan poco audaces como una reforma fiscal o una modificación del sistema electoral.

Sin embargo, no se trata tan solo de saber contra qué o contra quiénes luchamos, sino en pos de qué deberíamos hacerlo. Cualquier movimiento socialista debe aunar, desde luego, demandas y grupos de diferente tipo. Pero también debe tener objetivos propios, claros y muy radicales. Las demandas de la clase obrera están muy bien y deben ser apoyadas. Pero no son revolucionarias en sí mismas. Lo mismo vale para el resto. Si lo que queremos es apretar el freno de emergencia que evite que el tren desbocado del capitalismo nos lleve al desastre, entonces necesitamos otras cosas además de aumentos salariales, legislación feminista, impuesto a las grandes fortunas, radios comunitarias o educación pública.

Hay que aunar las demandas clasistas, feministas, raciales, nacionales, etc., sin duda. Cualquier lucha contra una injusticia (sea la que sea) merece el apoyo de los y las socialistas aunque no sea anticapitalista y aunque no sea indispensable abolir el capitalismo para acabar con ella. Pero, simultáneamente, hay que luchar por unir todas esas luchas en torno a un proyecto revolucionario que se proponga desmontar las relaciones capitalistas de producción, para lo cual debe tener muy en claro qué son y qué podría reemplazarlas para no reproducir su dinámica. Y aunque esto suene abstracto o inalcanzable luego de lustros de retroceso del movimiento socialista y de «realismo capitalista», es precisamente lo que hay que decir y por lo que hay que luchar.

Notas:

[1] Se pueden hallar diversos análisis específicos sobre la relación entre capitalismo y crisis ecológica en Jason Moore (Ed.), Anthropoceno or Capitalocene? Nature, History and the Crisis of Capitalism, Londres, PM Press/Kairos, 2016.

[2] Michael Mann, Las fuentes del poder social, vol. I, Madrid, Alianza, 1995, p. 521.

[3] Me he ocupado crítica pero elogiosamente de ella en El Marxismo en la encrucijada, Bs. As., Prometeo, 2010, cap. 3, pp. 81-127. Cabe apuntar, por lo demás, que el desarrollo tecnológico suele estar asociado empíricamente a la competencia militar (la hoy omnipresente internet, por ejemplo, tiene un origen militar), por mucho que en las últimas décadas se haya teorizado relativamente poco sobre la relación entre militarismo e innovación técnica. De manera un tanto excepcional, Mann ha explorado con solvencia esta relación, dicho sea en su honor. Con todo, es evidente que tanto el poder como el gasto militar eran mucho mayores en los imperios antiguos, en las sociedades feudales o en los absolutismos que en la actual sociedad capitalista.

[4] Perry Anderson, “La sociología del poder de Michael Mann”, en su Campos de batalla, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 127.

[5] Chris Wickham, “Materialismo histórico, sociología histórica”, Zona Abierta, Nº 57/58, 1991, p. 231.

[6] No es este el lugar ni el momento para discutir en detalle el espinoso asunto de si la URSS fue socialista o si lo es la China actual. Diré simplemente que me parece errado considerar que la URSS o China fueran socialistas, si por socialismo entendemos, con Marx, la sociedad de los “productores libremente asociados”, los cuales ejercen pleno control sobre las decisiones y, en consecuencia, viven y producen en el marco de formas genuinas de democracia proletaria. Sobre la economía China actual cabe recomendar ante todo la lectura de dos obras: Giovanni Arrighi, Adam Smith in Beijing, Londres, Verso, 2007; y la obra del Colectivo Chuang, Polvo rojo. La transición al capitalismo en China, 2019, edición on line en castellano disponible en el sitio web Rebelión. Para entender la Rusia actual vale la pena leer “Rusia inconmensurable”, de Perry Anderson, New Left Review, Nro. 94, setiembre-octubre de 2015.

[7] La producción capitalista de mercancías difiere, pues, tanto de la producción autosuficiente (y como tal no mercantil o solo vinculada marginalmente con el mercado; tal el caso de los campesinos o los señores feudales) como de la producción mercantil simple, en la que sus agentes no pretenden que sus relaciones mercantiles generen ingresos indefinidamente crecientes, sino que les proporcionen un ingreso más o menos invariante, suficiente para sostener el nivel de vida tradicional que se juzga apropiado.

[8] Renaud García, La colapsología o la ecología mutilada, ob. cit., p. 108.

[9] Ulrich Brand, Markus Wissen, Modo de vida imperial. Vida cotidiana y crisis ecológica del capitalismo, Fundación Rosa Luxemburgo, 2020.

[10] No creo que la tesis de que vivimos en una sociedad que ya no es capitalista tenga ningún sustento. Yanis Varoufakis, entre otros, defiende la tesis de que lo que domina la economía actual es un tecnofeudalismo. Ver Yanis Varoufakis, Tecnofeudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo, Barcelona, Ariel, 2024. Una muy sólida crítica a la «tesis tecnofeudal» es la que ofrece Evgeny Morozov en «Crítica de la razón tecnofeudal», New Left Review, Nro. 133/134, mayo-junio de 2022.

[11] Nancy Fraser, Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda, Madrid, Traficantes de sueños, 2020.

[12] He discutido todo esto con detalle en Ariel Petruccelli, Materialismo histórico: interpretaciones y controversias, Bs. As., Prometeo, 2010.

[13] Voy a dar un ejemplo de mi propia tradición y de un autor importante: Lukács pudo escribir cientos de páginas en El asalto a la razón sin proporcionar siquiera una elemental definición de qué entendía por razón. De este modo, la argumentación racional se hace poco menos que imposible. La racionalidad, desde luego, nunca es absoluta, como tampoco lo es su opuesto, la irracionalidad. Pero hay diferencias de grado que no se pueden soslayar. Para una crítica al panideologismo lukacsiano y su tendencial irracionalismo véase Manuel Sacristán, “Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács”, Sobre Marx y marxismo, Barcelona, Icaria, 1983. Sobre el concepto de racionalidad: W. Newton-Smith, La racionalidad de la ciencia, Buenos Aires, Paidós, 1987; León Olivé (comp.), Racionalidad. Ensayos sobre la racionalidad en ética y política, ciencia y tecnología, México, Siglo XXI, 1988.

[14] John Lewis Gaddis, El paisaje de la historia. Cómo los historiadores representan el pasado, Barcelona, Amagrama, 2002, p. 87.

[15] Gaddis es consciente de esto. Por eso dice muy sensatamente: “esto no quiere decir que nos sintamos

obligados a rastrear cada cadena causal hasta el Big Bang”. Pero el criterio al que apela a renglón seguido para poner freno a la infinitud de las cadenas causales es de una simpleza e ingenuidad que hacen sonreír.

[16] John Lewis Gaddis, El paisaje de la historia, ob. cit., p. 83 y p. 94.

[17] Nancy Fraser, “Los climas del capital”, New Left Review, Nro. 127, marzo-abril 2021.

[18] Ibidem, p. 108.

[19] Ibidem, p. 112. Ariel Petruccelli. Historiador y profesor de la Universidad Nacional del Comahue (UNC) en la Patagonia Argentina. Autor, entre otros, de «Materialismo histórico. Interpretaciones y controversias» (2010) y «El marxismo en la encrucijada» (2011).

Fuente: https://jacobinlat.com/2025/05/lo-viejo-funciona-el-marxismo-y-la-crisis/