Europa expande sus alianzas globales, con hasta once tratados de libre comercio en negociación avanzada; Canadá y México se preparan para el funeral del Nafta y China eleva su influencia en Asia. Mientras, en EEUU comienza a articularse una alianza entre demócratas y republicanos en el Congreso para retirar a Donald Trump poder en materia comercial.
Donald Trump, a la izquierda, estrechando la mano del líder chino, Xi Jinping – FRED DUFOUR/AFP
Las economías del libre comercio se alían frente a la subida de aranceles y las represalias de la Administración Trump, y Europa toma el mando de las operaciones. La UE apuesta por alianzas globales. La última, reciente, es la que acaba de iniciar negociaciones con Australia para suscribir un tratado de libre comercio que compense el freno a sus flujos de inversión y de exportaciones hacia el mercado estadounidense, el mayor del mundo. Pero sobre la mesa, la Comisión Europea tiene más de una docena de deliberaciones iniciadas con otras latitudes del planeta, en diversas fases de conversaciones.
Varias voces comunitarias admiten que el tiempo de la paciencia, de los gestos y de los intentos de conciliación hacia Trump han terminado y que el bloque europeo desea aprovechar el aislamiento de Washington y su cambio en la concepción de las relaciones económicas globales, en defensa -aducen- de una falsa amenaza contra su seguridad nacional. La agresiva política exterior americana, que ha llevado a EEUU a abandonar el Tratado Trans-Pacífico y a lapidar la libre circulación de bienes, mercancías y servicios de la llamada pasarela trasatlántica, con Europa -molesta también por el final del acuerdo nuclear con Irán, por decisión unilateral de la Casa Blanca- ha impulsado a la UE a «estrechar lazos» con otros socios o bloques comerciales, a los que se ha apresurado a colgar el cartel de estratégicos. Resignada -enfatiza- a las «aseveraciones caprichosas» del dirigente republicano, tal y como afirmó el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk.
La apuesta europea por intensificar las alianzas comerciales con otras potencias busca preservar -según la comisaria europea de Comercio, Cecilia Malmstrom-, el sistema mundial del comercio. «Todos los acuerdos que formalice la UE enviarán el mensaje de que nuestro mercado interior y sus socios tienen intereses comunes y avanzan de común acuerdo en esta dirección», dijo en una reciente conferencia en Canberra. Precisamente, para iniciar el diálogo con Australia sobre libre comercio. «Y necesitamos muchos aliados que nos ayuden a alcanzar este desafío».
El inicio del diálogo con Australia es muy significativo en este sentido. Europa es ya el segundo socio más importante del mercado austral, después de China, que también ha lanzado el señuelo de un acuerdo comercial a Bruselas. Y si el pacto australiano se formalizase, como no se descarta, incluyendo también a Nueva Zelanda, el PIB europeo sumaría casi 5.000 millones de euros (4.900 millones, exactamente) su tamaño en 2030, según estimaciones del Ejecutivo comunitario. La parte central de las deliberaciones incluyen el comercio de coches, maquinaria, equipamientos electrónicos y productos químicos y metalúrgicos.
Pero hay más. Hasta nueve en tramitación. Aunque la contestación social ante este formato de alianzas es creciente
Organizaciones sociales, ecologistas y de consumidores han emprendido manifiestos en la práctica totalidad de socios de la Unión después del éxito de la campaña contra el Tratado Transatlántico, con EEUU, y contra el suscrito con Canadá, CETA, que entró en vigor en septiembre de 2017, pese a que no ha sido, todavía en la actualidad, ratificado por el conjunto de parlamentos nacionales.
En España, está pendiente un recurso sobre su constitucionalidad, registrado en el Congreso de los Diputados. El nuevo ejecutivo italiano también plantea dudas. Al igual que el Tribunal de Justicia de la UE, que ha entrado a analizar si el modelo de arbitraje incluido en el CETA es compatible con el derecho comunitario. Además del acuerdo con Canadá, Europa mantiene abiertos diálogos comerciales con Japón (el llamado Jefta), cuya fase de negociación ha concluido ya y tiene el apoyo del Consejo Europeo y de la Comisión, que le ha catalogado de «competencia exclusiva» de la UE, al tener asumidas competencias sobernas en materia de comercio, y que podría firmarse definitivamente este verano.
Con Singapur, otro concluido y a falta de firma, con un territorio con ventajas fiscales y financieras y enclave geo-estratégico en el transporte comercial marítimo mundial. Es un espejo del Jefta y, por tanto, incluye un acuerdo sobre protección recíproca de inversiones con instauración de tribunales de arbitraje (ISDS). De similar tenor que el de Vietnam, que Europa busca ratificar con celeridad, aunque, en este caso, no se descarta la separación de los mecanismos ISDS en un acuerdo paralelo para no retrasar su firma. Entre otras razones, por el déficit en los derechos laborales del ordenamiento vietnamita. Es una economía de trabajos poco cualificados y bajos salarios.
La UE dice estar a la espera de que Vietnam ratifique los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). El pacto con México tiene ya un «acuerdo político», del pasado mes de abril, para «modernizar» el tratado comercial firmado hace 20 años, aún vigente. Europa negocia con el vecino sureño de EEUU y miembro del Nafta norteamericano tras la imposición de aranceles de la Casa Blanca al acero y aluminio y la amenaza de bloquear, entre otras mercancías, los automóviles fabricados en México, motor exportador de la economía latina del Nafta, y la entrada de mexicanos a suelo estadounidense por los cambios en la política migratoria de Trump. En esta terna negociadora se encuentra el diálogo con Mercosur (Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay).
A falta de asuntos aún candentes por resolver como los que afectan a la industria del automóvil, la cárnica, la de agro-combustibles o el transporte marítimo. Pero con reuniones que, en la actualidad, se afanan en darle el texto definitivo. Con Chile, al que la UE pretende resetear el acuerdo en vigor, que data de 2000. El pasado 13 de junio, el Parlamento Europeo instó a que se produjera esa actualización antes del final de la legislatura tras la tercera ronda de negociaciones con este mercado sudamericano. Y, por supuesto, el laberíntico debate con Reino Unido que, pese al complejo divorcio del Brexit, que implica una revisión de la política comercial en toda regla por parte de Londres, crisis gubernamentales en Downing Street y la búsqueda de un nuevo estatus para la Pérfida Albión y su futura relación de negocios en el mercado interior.
La instauración del proteccionismo en EEUU ha herido de muerte la alianza transatlántica. De hecho, en un artículo de la prestigiosa publicación Foreign Policy, James Traub, habla bien a las claras de que el entramado político-institucional y el económico-financiero entre los espacios de democracia occidental por antonomasia ha suscrito su acta de defunción. RIP: 1945-2018 dice en su artículo. Aunque empezó a resquebrajarse, bajo su punto de vista, con el final de la Guerra Fría. La alianza para contener a la extinta URSS ha pasado tres décadas en las que se han relajado hasta límites insospechados «las necesidades estratégicas comunes» entre Europa y EEUU.
En especial, por el viraje de Trump en materia económico-comercial y en su línea diplomática sobre asuntos tan candentes como Oriente Próximo, que amenaza con voltear el frágil equilibrio en la región más convulsa del planeta, con saltos en la volatilidad de los mercados y en el precio de la energía mundial, por el juego de contorsionismo americano que ha inclinado sus apoyos hacia Israel y Arabia Saudí, con intereses empresariales y geopolíticos opacos, al tiempo que ha tensado los lazos con Irán.
Al dejar sin validez el trascendental pacto nuclear suscrito por Barack Obama, que trató, a juicio de Traub, de restablecer el multilateralismo que, ahora, Trump lapida por un unilateralismo extremo. Su diagnóstico es que EEUU irá de crisis en crisis y que Europa se enfrenta a un dilema existencial de magnitud. Con el euro sin convergencia plena en materia monetaria, económica y fiscal y con presiones migratorias que distancias casi sin remedio a la UE. A lo que hay que añadir su necesaria redefinición de la estrategia de Defensa que ahora le exige mayores gastos militares para permanecer en el seno de la OTAN.
La reciente visita de Trump a Europa tan sólo ha certificado la defunción de la relación trasatlántica. El presidente de EEUU ha llegado al Viejo Continente a exigir el aumento del gasto militar a la Alianza Atlántica de los socios comunitarios -equivalente al 2% de sus PIB- y a corroborar que la guerra comercial transcurrirá en el futuro por los derroteros de las subidas arancelerias. De momento, Europa ya ha dado el primer paso hacia la confrontación con EEUU en el área comercial. Ha advertido que se enfrenta a subidas arancelarias en su mercado que equivalen al 19% de las exportaciones que realiza al Viejo Continente, al que envió, en 2017, más de 290.000 millones de dólares.
El Nafta se resquebraja
«Prepararse para lo peor». La frase surge de boca de la jefa de la diplomacia canadiense, Chrystia Freeland, semanas después de la tensa reunión del G-7 en Quebec. Pero es un sentir general en el servicio diplomático canadiense. La afrenta retórica de Donald Trump contra su homólogo del norte, Justin Trudeau, ha dado al traste con cualquier intento inmediato de restablecer los lazos bilaterales que, en algún momento de las semanas previas a la cita de las siete potencias más industrializadas del planeta, planteó, por parte de la Casa Blanca, incluir a Canadá en el elenco de economías que podrían beneficiarse de la excepcionalidad en las subidas arancelarias que ha impuesto EEUU a sus principales aliados. Aduciendo razones de seguridad nacional e invocando el agujero en la balanza comercial del mayor mercado del planeta. Freeland enfatizó que nunca en la historia reciente, la sintonía entre ambos países había estado «en un punto más bajo y de tanta preocupación».
En términos similares se expresa Colin Robertson, ex diplomático y responsable del Instituto Canadiense de Asuntos Globales. «El daño ya está hecho, es de magnitud y proseguirá durante el futuro». Canadá es el primer socio comercial de EEUU, con un volumen de intercambio de mercancías y servicios de 673.900 millones de dólares. Un reciente estudio de CD Howe Institute valora en más de 6.000 puestos de trabajo y una pérdida de tres décimas del PIB el efecto del incremento arancelarios sobre el acero y el aluminio para la economía canadiense.
Mientras que la réplica de Ottawa de aplicar tarifas adicionales a productos estadounidenses como el whisky, la soja o bienes industriales de diferentes sectores, por valor de 16.700 millones de dólares, se cobrará 22.700 empleos, aunque sólo un recorte del 0,02% del PIB, a EEUU.
Trump «ha descubierto un arma, la guerra comercial, que está usando en su máxima expresión, como un elemento de destrucción masiva, como el gran artefacto de beligerancia para impulsar su política de American, first», escribe Lawrence Herman, antiguo diplomático y ahora consultor de comercio internacional, para quien la equivocación del presidente americano es que «su idea estratégica hará a EEUU menos dependiente, pero, en realidad traslada el mensaje de que ha dejado de ser un socio fiable, incluso a sus más próximos aliados».
La opinión canadiense, además, se ha trasladado al resto de socios de EEUU, que ya se plantean actuar contra los intereses empresariales de EEUU. Una declaración de intenciones que están trasladando a la sede de la OMC, la institución global defensora del libre comercio, donde podría perfilarse acciones conjuntas. Algunos expertos hablan ya de un impuesto Trump sobre activos estadounidenses en el exterior. Freeland incide en la idea: la preeminencia económica de una nación «no es eterna» y generalmente sucede por errores estratégicos de sus gobernantes. Y EEUU se equivoca tratando de renovar el orden internacional por su cuenta y sin cooperación con sus aliados tradicionales, explicaba la ministra de Exteriores en Foreign Policy Magazine.
A la espera de alguna señal conciliadora por parte de Washington, Canadá -igual que México- ya se preparan para un escenario post-Nafta. Ambos países se han lanzado a sellar nuevas alianzas comerciales.
Conscientes de que el Nafta está ya en la sala de cuidados paliativos. Canadá y México siguen negociando con el parternariado Trans-Pacífico, el primer acuerdo internacional cancelado por Trump, y con otros nueve mercados de la otra orilla de este océano. Además de sus diálogos avanzados con la UE. Por si fuera poco, han iniciado contactos con Colombia, Perú, Chile, Singapur, Nueva Zelanda y Australia. Una reacción que empiezan a asumir ciertos políticos en EEUU. Eric Farnsworth, vicepresidente del Consejo de las Américas y negociador en el original acuerdo del Nafta, en vigor en los últimos 30 años, considera que «el mundo no puede dejar de girar ni de buscar nuevos pactos de libre comercio sólo porque EEUU torpedee su arquitectura de comercio».
Justin Trudeau, primer ministro canadiense – EFE
Entre las iniciativas más sorprendentes que tiene Canadá encima de la mesa, y que baraja con cierto rigor, es unirse al bloque europeo. Trump, dicen en Ottawa, ha dejado las puertas abiertas a cualquier movimiento geo-estratégico. Así lo advierte el senador estadounidense, Ben Sasse, republicano.
Por Nebraska. Crítico con la táctica comercial de Trump. «No sería descabellado». Se trataría -admite- de consolidar una de las rutas tradicionales de comercio canadiense y de aprovechar una oportunidad histórica. «Con un poco de imaginación, las garantías de éxito de este juego serían casi plenas». Para Canadá, sería como reemplazar de un plumazo a EEUU y tener acceso inmediato a más consumidores que el de EEUU. Y geoestratégicamente, podrían consolidar una pasarela transatlántica que ganaría influencia global y que, al unísono, dejaría a Reino Unido entre dos espacios de inversión demasiado potentes como para que no se tome en serio el Brexit. Y México podría seguir sus pasos. Sería el nacimiento de una nueva era multipolar. Con EEUU ajeno. O, al menos, con el pie cambiado. De momento, Trudeau, en la conmemoración del 151 aniversario del nacimiento de Canadá, se desplazó a la pequeña localidad agrícola de Leamington, al suroeste de Toronto, próxima a la frontera de EEUU, para anunciar la subida de aranceles a productos estadounidenses por valor de 16.600 millones de dólares.
El Congreso americano, contra el proteccionismo
«Trump desea batallar contra todos. Quizás piense que la mejor vía de defender sus intereses y los de los estadounidenses, pero sólo está provocando el aislacionismo de EEUU». Bajo esta idea motriz, que está en el pensamiento de los servicios diplomáticos occidentales y chinos, pero que también subyace, cada vez de manera más intensa, entre históricos responsables -actuales o en excedencia- de la Secretaría de Estado, demócratas y republicanos han empezado a mover ficha para corregir los excesos proteccionistas del presidente y tratar de contener los efectos de la guerra comercial iniciada por la Casa Blanca. Su campo de operaciones será el Congreso.
La base fundamental de su argumentación es la creciente retórica beligerante de Trump hacia sus aliados, que deja traslucir una errática y volátil estrategia exterior. El dirigente republicano -argumentan- ha confundido sus esfuerzos y ha irritado a sus socios y aliados, tensando los lazos bilaterales con todos ellos al retirar, por ejemplo, a EEUU del acuerdo nuclear con Irán, a pesar de que las objeciones de los europeos, y tratando de dinamitar el Nafta, contra las posturas de México y Canadá, que incluso han aceptado revisarlo en profundidad, mientras pactaba con el dictador norcoreano una salida a la escalada nuclear de ese país poco transparente que, además, lleva aparejada la salida de las fuerzas estadounidenses de Corea del Sur.
Apelando a razones, pese a ser aliados de larga fiabilidad, de seguridad nacional. También para justificar las subidas arancelarias. De repente, en cuestión de meses, los más sólidos amigos de EEUU han pasado a ser acérrimos enemigos, se quejan. Hasta el punto de que el G-7, el cónclave donde se dirime el orden mundial, pasa por su crisis más grave desde su nacimiento, en 1975. Este repentino aislamiento de EEUU no ha gustado a las filas republicanas.
Varios senadores del llamado Grand Old Party (GOP) han iniciado tramitaciones legislativas para contrarrestar las acciones de la Casa Blanca. Entre sus planes, está el respaldo de una enmienda al presupuesto anual de Defensa, que requiere de la aprobación del Congreso, y que permite emprender una serie de ajustes sobre las importaciones de materiales para fines militares. En esta iniciativa se contempla incorporar medidas contra las recientes subidas de aranceles sobre el aluminio y el acero. Y creen necesario dejar abiertas las enmiendas a otros asuntos comerciales, sugiriendo con ello que podría llegar a convertirse en una pieza legislativa lo suficientemente del suficiente calado como para que Trump se vea obligado a firmarla. No esconden su intención de fumigar la batería de normas comerciales que se han lanzado desde Washington.
Uno de esos líderes es el senador Bob Corker, de Tennessee, quien admite que entre las correcciones tarifarias que van a proponer se encuentran las que Washington ha incluido, por imperativo de seguridad nacional, de acuerdo con la Sección 232 de la Ley de Expansión Comercial, que está sujeta al visto bueno del Congreso. Y podría cambiar la táctica de Trump con carácter retroactivo. Corker usó un tono pragmático: «puede que la reacción de Trump [a esta iniciativa]no sea positiva, pero creemos que es necesaria para restablecer la autoridad del Congreso». Sobre todo, porque la Constitución americana -dicen sus instigadores, entre los que se encuentras congresistas como Ben Sasse (Nebraska), Marcos Rubio (Florida) o su portavoz en la Cámara de Representantes, Paul Ryan- confiere al legislativo el poder para establecer aranceles y para revocar cualquier acción de la Casa Blanca que considere abusiva.
Sin embargo, una vez en vigor, la acometida del Congreso debe contar con el visto bueno de las filas demócratas. Formación que está en pleno debate ideológico tras la salida de Barack Obama y el fracaso de Hillary Clinton en la carrera presidencial. Históricamente más proteccionista que los republicanos -se han opuesto a acuerdos globales como el que se rubricó con las naciones de Asia-Pacífico, en el segundo mandato de Obama- están dispuestos a seguir la estela de sus rivales.
Un reciente sondeo de Pew Research Center dice que sólo el 22% de sus congresistas apoya las medidas de Trump, con el 63% en contra. Además, hay una unanimidad plena en la defensa del Nafta, acuerdo cerrado por Bill Clinton en los noventa. El sentimiento en bloque de los demócratas es actuar con mayor virulencia contra las políticas de Trump implantadas por Obama -desde el MediCare hasta la reforma financiera que combatió la crisis de 2008 o la doble rebaja impositivasobre las rentas y las empresas- y defender la histórica postura de EEUU como abanderado del libre comercio. En un año, además, de elecciones legislativas como el actual.
La estrategia europea cuenta con que logre cundir el pensamiento, en EEUU, de que esta guerra reducirá notablemente la, hasta ahora, vibrante economía americana y recortará la confianza empresarial en el país. De momento, Mark Zandi, economista jefe de Moody’s Analytics, calcula que los movimientos arancelarios en vigor ya van a restar tres décimas al crecimiento del PIB de EEUU este año. Impacto que aumentaría considerablemente si Trump sigue la pauta prevista. La lectura que extrae Europa de estos movimientos es que la guerra contra el libre comercio «irá a peor». Hasta el punto de que podría poner en riesgo el futuro de la OMC. Varios estudios alertan de que, si no se logra defender el estatus quo actual, los aranceles en el mundo crecerán, de media, un 32%. Pero en Capitol Hill, sede del Congreso, también preocupa, y mucho, el Nafta.
La bancada de los republicanos cree que la ausencia de posibilidades de que se renegocie convenientemente este tratado mermará las posibilidades del partido en la contienda electoral de noviembre. Y si no lo hay, se temen lo peor. Estudian que la renegociación pase al Congreso. El Nafta genera industrias multimillonarias en la mayoría de los estados americanos por sus facilidades empresariales y sus ventajas comerciales. En sus 24 años de funcionamiento hasta 33 estados del país han llegado a vender más bienes y servicios a Canadá que al resto de EEUU. En 2016, último ejercicio previo a la declaración de la guerra comercial, las exportaciones a Canadá oscilaron desde los 9.000 millones de dólares del estado de Washington hasta los 23.700 de Michigan. Mientras que las ventas a México fueron desde los 2.000 millones de Hawai hasta los 91.700 de Texas.
China expande su influencia por Asia
El objetivo ineludible de la afrenta comercial de Donald Trump no son sus aliados. Por mucho que sus socios geoestratégicos -Canadá, México y la UE- contribuyan de forma nítida al déficit comercial estadounidense. El enemigo declarado de la Casa Blanca es China. De hecho, la guerra no ha sido oficialmente declarada hasta que, el 5 de junio, Washington oficializó la entrada en vigor de la primera lista de productos represaliados chinos. Con un argumento añadido al de la seguridad nacional: China nunca ha aceptado ni la apertura de mercados ni los valores liberales que comporta el libre comercio. Una estratagema que, sin embargo, no pilla de sorpresa a Pekín. Aunque el régimen del país, que ha tratado de negociar con Washington una nueva relación sin medidas punitivas tan drásticas, opine que la guerra abierta acabará debilitando a ambas potencias. EEUU ha puesto sus metas económicas por encima de cualquier entendimiento con China. Circunstancia que complicará los lazos con el resto de naciones asiáticas y dificultará la labor de mediación, si fuera posible, de aliados en la región.
La visión trumpiana de las relaciones con China entierra la política de Obama de combatir toda acción agresiva en materia comercial con el gigante asiático involucrando a sus aliados dentro del entramado multilateral. Trump no necesita palabras. Su obsesión es rebajar la influencia de China en el mundo. Algo que admiten las cancillerías occidentales. Y una misión que perturba al empresariado estadounidense. Scott Paul, presidente de la Alianza para la Industria Americana, decía recientemente en The Washington Post que «no puede evitar sentir que la Administración americana no podrá sacar partido de esta contienda». Por mucho que detrás de esta iniciativa esté la declarada medida de evitar que Pekín deje de obtener y plagiar derechos de propiedad intelectual estadounidenses de forma ilícita.
El problema de este viraje de Trump no es sólo que la subida arancelaria sea desmesurada. Del 10% adicional sobre bienes y servicios que, en conjunto, totalizan 200.000 millones de dólares. Por encima de la cifra que China consigue como superávit en la balanza comercial bilateral con EEUU. Sino que, como alertan desde el Instituto Peterson, puede perjudicar el abastecimiento que necesita la industria americana para funcionar a velocidad de crucero.
Además, para paliar este conflicto, China ha intensificado su influencia en Asia. Ya lo hace desde el inicio del milenio. Entre 2000 y 2016, Pekín ha empleado más de 48.000 millones de dólares en preparar a sus vecinos para que consuman productos made in China. A través de acciones de diplomacia económica, política y de cooperación. La mayor parte, procedente de sus recursos presupuestarios, según AidData. Una táctica que ha utilizado en África y América Latina, donde la llamada Mano Invisible de China ha ido añadiendo cuotas de mercados a base de inversiones constantes y multibillonarias. El juego, pues, de la segunda potencia económica mundial en Asia es claro: lograr que sus vecinos continentales sean el supermercado de sus productos, abrir sus economías a las firmas chinas, acceder a sus fuentes de materias primas, legitimar las fronteras marítimas y territoriales con sus reclamaciones en el Mar de China y labrarse el apoyo de todos ellos hacia las posiciones de política exterior de Pekín en Naciones Unidas y otros foros globales.
En esta estrategia, Made in China 2025, se enmarca también los 110.000 millones de dólares que se ha gastado en poner en marcha el Belt and Road, la nueva nomenclatura de la llamada Ruta de la Seda, proyecto con el que Pekín quiere ganarse la imagen de actor global frente al proteccionismo. Los cálculos de Pekín prevén que la ruta movilice 1,8 billones en inversiones, al cobijo de un mega-mercado de 68 países, con 4.400 millones de consumidores y el 40% del PIB mundial e involucrar a Oriente Próximo, África y América. Pero la prioridad es Asia, donde Pekín tiene 115 programas de hermanamiento entre ciudades chinas y del resto del continente, bajo alianzas comerciales y económicas. Además de haber inaugurado más de 500 Institutos Confucio a lo largo y ancho de su territorio.
La Administración Trump, a través de su representante comercial, Robert Lighthizer, insiste en que el comienzo de las hostilidades partió de Pekín. Con su agresiva política comercial hacia los EEUU. Pero su postura de elevar aranceles a importaciones chinas por valor de otros 200.000 millones de dólares es atizar demasiado el fuego. Porque China abastece el 8% de las materias que demanda del exterior la industria americana, según datos del International Trade Center. En 2017, EEUU compró a China mercancías por 505.000 millones de dólares. Si la mitad reciben aranceles adicionales, bienes como la ropa o los productos electrónicos repercutirán en el precio final de los consumidores americanos, alertan en este think-tank. Pero las consecuencias pueden ser aún mayores.
Conglomerados como General Electric pidieron a Washington que quitara de la lista de bienes chinos 34 materiales electrónicos que juzga esenciales para mantener su ritmo de producción. Sin éxito. Bien es cierto que la lista sobre la que puede contraatacar Pekín es muy inferior -en 2017 compró a EEUU por valor de 130.000 millones de dólares-, pero puede jugar la carta regulatoria de impedir que firmas estadounidenses entren en el accionariado de empresas chinas de sectores estratégicos.