Para poder humillar y torturar hasta la muerte a prisioneros iraquíes, crimen que con razón nos ha escandalizado tanto en estas últimas semanas, era necesario cometer un crimen mayor que, sin embargo, nos ha escandalizado un poco menos: detener y encarcelar sin pruebas y sin juicio a decenas de miles de iraquíes en su propio […]
Para poder humillar y torturar hasta la muerte a prisioneros iraquíes, crimen que con razón nos ha escandalizado tanto en estas últimas semanas, era necesario cometer un crimen mayor que, sin embargo, nos ha escandalizado un poco menos: detener y encarcelar sin pruebas y sin juicio a decenas de miles de iraquíes en su propio país. Pero para poder cometer este crimen mayor que nos ha escandalizado menos había antes que cometer un crimen aún más grave que, sin embargo, nos ha escandalizado incluso un poco menos: había que ocupar Iraq, bombardear sus mercados y sus niños y destruir su espinazo social y cultural. Pero para poder cometer este crimen aún más grave que nos ha escandalizado incluso un poco menos, había que cometer antes un crimen todavía más grave, un crimen que afecta al orden mismo del mundo, y que sin embargo nos ha escandalizado un poco menos aún: había que violar el frágil orden jurídico internacional establecido tras la II Guerra Mundial y reventar la institución que lo representaba. Con todo, para poder cometer todos estos crímenes del que sólo el más pequeño nos parece odioso, de manera que nuestro escándalo borra o incluso legitima los más graves y peligrosos; para poder torturar prisioneros iraquíes después de haber encarcelado a ciudadanos libres e inocentes después de haber destruido y ocupado un país soberano después de haber declarado la ley de la selva contra las instituciones internacionales; para poder cometer todos estos delitos y para poder, al mismo tiempo, justificarlos o, más allá, presentarlos como buenos y necesarios, había que cometer primero y seguir cometiendo ininterrumpidamente el delito más grave que imaginarse pueda, un delito de lesa humanidad que cuestiona las condiciones mismas de todo contrato social, un crimen nefando, primario, originario, frente al cual palidecen las torturas y los bombardeos y que sin embargo no nos ha escandalizado nada porque tiene que ver precisamente con los medios de nuestra sensibilidad y de su expresión. Para que EEUU -con sus gobiernos y medios de comunicación aliados- pudiese cometer todos estos crímenes en cadena tenía que cometer, en efecto, el más grave e imperceptible de todos los crímenes y el de más irreparables consecuencias: la corrupción del lenguaje, la malversación de las frases, la muerte de las palabras.
Lo más nuevo de la nueva situación, lo más terrible, es que parece muy vieja: nuevas potencias, nuevas economías, nuevas tecnologías, pero los mismos viejos recursos. Cuando se trata de imponer como natural una posición de fuerza, se trata ante todo de impedir pensar tanto a amigos como a enemigos. Pensar es hacer diferencias. Impedir pensar es, pues, destruir de hecho y de derecho todas las diferencias: civiles/militares, guerra/paz, inocentes/culpables, verdad/mentira, resistencia/terrorismo. Una combinación de bombas y propaganda suele ser infalible: las bombas indiscriminadas destruyen, junto con las vidas de niños y ancianos, el imperio formal de las Leyes y Convenciones; las francas mentiras de la propaganda destruyen, junto con la verdad y sus matices, el marco de toda credibilidad («miento en la ONU no para que me creáis sino para que, a partir de ahora, no podáis creer a nadie»). El resultado es un mundo en el que las palabras no sirven para nada, ni de hecho ni de derecho, y en el que la violencia adopta la forma de una de esas «profecías autocumplidas» en virtud de las cuales -como decía Kafka- «lo más temido ocurre siempre». Pero un mundo en el que las palabras no sirven para nada y en el que «lo más temido ocurre siempre» sólo conviene al más fuerte o al que cree serlo: su propia fortaleza sin límites está generando ininterrumpidamente las respuestas que justifican su intervención y que ayudan a nivelar en el miedo y el dolor todas las diferencias de la política y el pensamiento; y en medio de este horror la fortaleza se erige como la única diferencia posible contra el caos, la más primitiva y visceral de la naturaleza humana: la seguridad. Este, creo, es un buen resumen de la obra de Robert Kagan, el principal ideólogo de Bush: «europeos, hemos destruido ya tanto que nos necesitáis más que nunca». Y los europeos han comprendido el mensaje.
¿Y los otros? Los otros son, por definición, terroristas o, más exactamente, «terroristas islámicos». En un mundo en el que las palabras no sirven para nada, las palabras son etiquetas y sirven para borrar todas las diferencias y marcar, al mismo tiempo, una separación absoluta: el equivalente lingüístico de un juicio militar sumarísimo. ¿Por qué «terrorismo»? ¿Por qué «terroristas» por igual Al-Qaida, ETA, Hizbullah, Hamas, las FARC, Cuba, Corea del Norte, Irán y, si se me apura, Arafat, Martxello Otamendi, José Bové y Hebé de Bonafini? Porque de esa manera se puede tratar sanitariamente, sin hacer diferencias, un abanico de motivaciones e historias diferentes como una fuerza homogénea agotada en su salvaje actualidad, una irrupción destructiva desprovista de razones, privada de lenguaje, excluida de la humanidad, una violencia gratuita con la cual no se puede negociar y frente a la cual, por eso mismo, todo está permitido («limbos legales», «asesinatos selectivos», «guerras preventivas»). ¿Y por qué, sobre todo, «terrorismo islámico»? ¿Por qué no «patriótico» o «soberanista» o «ideológico»? Porque si se trata de introducir una diferencia esa diferencia debe ser cultural o religiosa, una diferencia inscrita en la idiosincrasia del otro con independencia de nuestras acciones, de manera que sólo pueda ser por tanto asimilada o exterminada. «Terrorismo islámico», en fin, es un rótulo muy funcional mediante el cual se borran radicalmente las huellas de la economía y de la política de la que Europa y EEUU son los responsables, se deja fuera la historia de nuestra responsabilidad y se induce la aceptación de todas esas medidas de fuerza, sin proporción legal, que son en realidad la causa -«profecía autocumplida»- de la interesada inhabilitación de las proporciones, las leyes y la razón.
Cuidado: lo que quieren es impedir la política.
Debemos tener mucho cuidado tanto los occidentales como nuestras víctimas -así como las víctimas de nuestras víctimas. Cuando nos han cortado las piernas, nos quedan aún las muletas: las palabras, la capacidad de razonar y hacer diferencias. No consintamos que nos las sierren ni las arrojemos al suelo llevados por el miedo o por la ira porque sin ellas ni podemos huir ni podemos alcanzar nuestro objetivo. Los que han prohibido la vida en Iraq y Palestina, los que han prohibido la luz y el aliento un poco por todas partes, querrían prohibirnos también defendernos. Pero resistir es un derecho y, en determinadas encrucijadas históricas, también un deber. Las muletas deben servirnos al menos para comprender que desgraciadamente nos encontramos hoy en una de se esas encrucijadas.