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Los Cylons y la Ilustración

Fuentes: Rebelión

1 Battlestar Galactica (nos referimos aquí al remake de 2003) es una serie de ciencia ficción que narra la destrucción de una civilización humana (las Doce Colonias) en un ataque Cylon y las desventuras de los supervivientes de la humanidad a través del espacio en busca de un mítico planeta Tierra. Los Cylons son robots […]

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Battlestar Galactica (nos referimos aquí al remake de 2003) es una serie de ciencia ficción que narra la destrucción de una civilización humana (las Doce Colonias) en un ataque Cylon y las desventuras de los supervivientes de la humanidad a través del espacio en busca de un mítico planeta Tierra.

Los Cylons son robots dotados de una avanzada inteligencia artificial y que se han rebelado contra los humanos. Derrotados, fueron expulsados a los más lejanos rincones de la Galaxia. Sin embargo, han regresado. Tras un ataque por sorpresa que aniquila la práctica totalidad de la humanidad, sobreviven algunos pequeños reductos y entre ellos la nave espacial Battlestar Galactica, una antigualla que estaba a punto de pasar por el desguace y que sobrevive al ataque debido a que sus sistemas informáticos off-line estaban preparados para resistir virus informáticos Cylons.

Pero a su regreso, los Cylons han evolucionado. Ahora algunos tienen forma humana, son organismos biológicos, clones en masa sobre un número determinado de modelos que comparten la misma apariencia y una inteligencia común. Esto significa que pueden infiltrarse entre los humanos, comportándose como ellos y sin saber siquiera que ellos mismos son Cylons, debido a un «bloqueo» que les hace actuar normalmente hasta el momento en que su programación se activa.

Lo interesante de estos Cylons, es que son perfectamente humanos en todos los aspectos. De hecho son más humanos que los verdaderos humanos. Conforme transcurren los distintos episodios, vemos cómo los protagonistas principales de la serie, todos aquellos que brillan por sus cualidades, por su inteligencia, por su pasión ante la vida o ante otros seres humanos, son infiltrados Cylons o cuando menos muy sospechosos de serlo.

Galactica, con su pintura apocalíptica de un universo en el que una nave militar obsoleta tecnológicamente vaga sin rumbo como último reducto de la vieja y «verdadera» humanidad, es un símbolo del temor contemporáneo a saber demasiado, a llegar demasiado lejos con nuestro conocimiento. Está bien, tenemos toda clase de gadgets y de inventos, tenemos Internet y videojuegos, tenemos naves espaciales… nos bastaría con esto. No queremos llegar más allá. Pero es que en último término, ni siquiera queremos seguir conociendo cosas sobre la realidad ni sobre nosotros mismos. Es suficiente con cierto primitivismo, ya que en último término no queremos convertirnos en los Cylons, en esos seres ultraevolucionados, inmortales, clónicos, apasionados y demasiado vivos que son el último y definitivo logro de la humanidad (definitivo porque estos «hijos mentales», como diría Moravec, no tienen otra razón de ser más que aniquilar a los humanos).

Galactica es el símbolo del miedo de llevar la Ilustración demasiado lejos. De llegar demasiado lejos en el saber, en la innovación, en el «progreso». Y es que realmente, el «progreso» es el horror supremo, pues no solamente conduce a disyuntivas morales o a peligros inciertos (dilemas como los que suscitan la clonación o las células madre; riesgos como el uso de la energía nuclear, el agotamiento de los recursos naturales o el calentamiento global) sino que también conduce a un replanteamiento de lo propiamente humano. A una «alienación» en un sentido totalmente anti-frankfurtiano del término: en el sentido de que simplemente los hombres se vuelven alienígenas, la humanidad misma se transforma en algo demasiado extraño, demasiado confuso y por tanto terrible.

Ante cualquier producto de ciencia-ficción, uno no puede evitar la sensación de que esos futuros magníficos y fantásticos no encuentran el freno únicamente en una imposibilidad material sino más aún en el miedo humano a tocar algo demasiado traumático que no simplemente afecte nuestra existencia (los «riesgos» acostumbrados) sino más aún que afecte nuestra esencia… que transforme el ser mismo de lo que habíamos llamado lo humano. Lo decía Lacan, que del optimismo de Freud no conservaba gran cosa: «por poco que la ciencia ponga de su parte, lo real se extenderá, y la religión tendrá entonces muchos más motivos aún para apaciguar los corazones.» [i] ¿Por qué es tan horrible el saber? Pues porque confronta con verdades incómodas, imposibles. Pensar que la luz pueda curvarse por efecto de un campo gravitacional, por ejemplo, pensarlo de verdad, no puede dejar a nadie indiferente.

Pero este miedo ya estaba implícito en los orígenes de la Modernidad. Lo encontramos en la famosa «moral provisional» de Descartes: ahora que lo pongo todo en duda, ahora que acometo la empresa de pensarlo todo de nuevo, tengo que trazar una separación entre esta aventura y la necesaria placidez y seguridad de mi vida cotidiana. La idea de que la moral se sigue del saber pudo convenir a Sócrates o a Aristóteles, pero muy distinto sería aplicar esta intuición cuando uno se dedica a suprimir todo aquello que es dudoso y termina afirmando que la primera verdad clara y distinta es el cogito. Y cuando llega la física cuántica, cuando llegan las geometrías no euclidianas o el teorema de Gödel… ¿qué actitud práctica se supone que hay que adoptar después de todo eso?

La Ilustración es la que ha creado esta separación entre lo que sé y mi vida diaria, lo que hago. Esta distancia tiende a ser cada vez mayor, y sólo puede desembocar en el cinismo (formulado en los términos de la denegación fetichista según Octave Mannoni: «lo sé muy bien y aun así…»), que como expone Sloterdijk es resultado lógico del proceso de la Ilustración.

Es la misma Ilustración la que nos ha llevado a esta dualidad entre el saber y el hacer. No es posible vivir realmente a partir de la ciencia y del saber contemporáneos, y al científico ahora se le pide que piense cosas que sólo remotamente incumben a su vida práctica diaria. No se puede esperar de cualquiera que siga este camino realmente inhumano.

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El profesor Rafael Argullol ha publicado recientemente un artículo titulado «Disparad contra la Ilustración» (El País, 07/09/2009). [ii] En él lamenta la fuga en los últimos tiempos de numerosos profesores universitarios que se acogen a una jubilación anticipada. Suelen aducir dos razones: el desinterés creciente de los estudiantes por el saber, y el asfixiante burocratismo que se apodera cada vez más de la Universidad. Y estos profesores son en su mayoría viejos humanistas e ilustrados que creyeron en la importancia del saber y del conocimiento para cambiar la sociedad, y ahora huyen «abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.»

Siguiendo con Argullol, Los estudiantes no se diferencian mucho de la sociedad en conjunto en lo que respecta a la abulia, al desinterés por cualquier tipo de saber (y también a la falta de vergüenza ante la propia ignorancia) frente a los valores de utilidad inmediata. Para desesperación de los viejos ilustrados. El saber cansa; no solamente cansa, sino que destruye las pequeñas satisfacciones de la ignorancia. Y esta actitud es la que ha entrado en la Universidad, donde todo lo que se viene vendiendo como innovación y transformación no es más que, en palabras de Argullol, la sustitución de la vieja casta feudal por una nueva casta de tecnócratas, de burócratas supuestamente eficientes que tienden más a la Universidad gestionada al modo de una empresa privada, que al viejo ideal de la Universidad como espacio público para la investigación científica libre y para el desarrollo cultural.

Como dice Argullol, «el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos». El triunfo de aquellos que saben utilizar las normas para beneficiarse de ellas, el de los buenos lectores del BOE, el de los oportunistas que se abren paso en las «revistas de impacto» que nadie lee. Mantenerse a contracorriente de esto es casi imposible; desde luego, supone la renuncia a muchas ventajas que ofrecen la estupidez burocrática y la corrupción. En general, todo esto es bien sabido.

En tales condiciones, no es extraño que los que fueron más ilustrados, más «humanistas», se frustren: saben demasiado bien que están perdiendo el tiempo, saben que lo que hacen no sirve para nada y va en contra de aquello en lo que creen. Y aun así, lo hacen. Aunque algunos, como nos relata el artículo de Argullol, simplemente deciden dejar de hacerlo.

Pero deberíamos ser más severos con esos profesores que se hunden en la desesperación y que no hacen otra cosa que lamentar el deplorable desinterés de sus alumnos o la burocratización de la vida académica. Deberíamos ser más severos, porque ambos problemas son la contracara del buenismo ilustrado. Esto significa que aquel amor por el saber, aquel heroísmo intelectual que habría pretendido cuestionarlo todo, es incompatible con una vida plácida y feliz. La separación de la vida teórica y la vida práctica, en un nivel de civilización avanzado, es demasiado grande: saber más no nos va a hacer necesariamente mejores ni más felices… más bien todo lo contrario. En palabras de Argullol, «el pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.»

Los estudiantes no sólo son indiferentes al saber: también le tienen miedo. Muchos buenos estudiantes terminan la carrera y abandonan simplemente la investigación porque en efecto ellos también la sienten demasiado burocratizada, pero también porque no se ven con fuerzas para afrontar la tarea de pensar por ellos mismos algo nuevo, más allá de lo sabido. Prefieren no abrir la caja de Pandora, pues no saben qué podrían hacer a continuación. En la aventura del intelecto, preciso es decirlo, existen vacilaciones continuas y temores. Vivir es eso, pero nunca faltaron quienes prefirieron la muerte o una vida mínima, como de tapadillo, antes que afrontar los escándalos y los riesgos a los que vivirla plenamente podría conducirles.

Pero en eso, muchos profesores no están dando ejemplo. Se están rindiendo. Esta fuga que señala Argullol en su artículo, como la de muchos otros profesores que simplemente vegetan serenos en sus despachos, esta renuncia a sus viejos ideales en el caso de que los hubieran tenido y su refugio en la vida privada… en realidad no pueden sentirlo más que como una derrota y como el último paso de alguien que ha perdido todo amor propio.

Como dice Alain Badiou, sólo hay un imperativo ético: continuar. En otras palabras, la fórmula del cinismo tiene que ser llevada a sus últimas consecuencias: lo sé muy bien y aun así… continúo hacia adelante.

El saber no da la felicidad, seguir luchando en medio de las estructuras para poder ser intelectuales honrados es lo más difícil del mundo. En estas condiciones donde los procesos de selección premian a los «lectores del BOE», a los burócratas acomodaticios, a los imbéciles, a los corruptos… ser honrados es lo más difícil. Pero a eso se debería enseñar en las universidades públicas: a ser buenos intelectuales, honrados y libres. Y la primera norma de la ética intelectual es que no es de bienes, de satisfacción cotidiana, de lo que se trata.

En su libro Ethics of the real, Alenka Zupančič describe la ética kantiana no como un progresivo distanciamiento (una «purificación») frente al «interés», frente a los móviles patológicos… sino como un salto, una ruptura por medio de la cual el sujeto simplemente deja de tomarlos en cuenta como motivos para su acción. El punto aquí es que el sujeto «patológico» tiene miedo a la posición ética por cuanto que teme perder algo. La respuesta de Kant es que el sujeto «ético» simplemente ya no experimentará aquello como una pérdida. No lo contemplará en modo alguno. Pues bien, lo que queda en lugar de esta pérdida, la voluntad sin ningún móvil concreto más que ella misma, marca la verdadera posición de quien actúa éticamente.

La Ilustración no nos trae la felicidad, de hecho ella en sí misma no nos trae nada; pero nos hace mejores. Eso es lo que diferencia la honradez de quien decide llegar al final de su propia vía, frente al oportunismo de quien busca en esto una satisfacción de sus motivos privados y «patológicos».

Y esta es la ética intelectual que los buenos ilustrados deberían enseñar y aplicarse: continuar, sin temor alguno, sin dejarse esclavizar por el cómputo de los bienes.



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[i] Jacques Lacan, «El triunfo de la religión», en El triunfo de la religión. Precedido de Discurso a los católicos, Buenos Aires: Paidós, 2005, p. 79.

[ii] http://www.elpais.com/articulo/opinion/Disparad/Ilustracion/elpepiopi/20090907elpepiopi_4/Tes/.