Hoy, 10 de diciembre, se celebra el Día Internacional de los Derechos Humanos y se conmemora el 70 aniversario de la aprobación de la Declaración Universal. El contexto global mantiene ciertas continuidades desde entonces, pero también notables cambios, nuevos sujetos, nuevas dinámicas que marcan nuestra realidad vigente. Estas pasan por una agudización en la mercantilización […]
Hoy, 10 de diciembre, se celebra el Día Internacional de los Derechos Humanos y se conmemora el 70 aniversario de la aprobación de la Declaración Universal.
El contexto global mantiene ciertas continuidades desde entonces, pero también notables cambios, nuevos sujetos, nuevas dinámicas que marcan nuestra realidad vigente.
Estas pasan por una agudización en la mercantilización de la vida, la desregulación, la expropiación y la necropolítica, cuestiones que impactan en los núcleos centrales de los derechos. Por tanto, no parecen buenos tiempos para una reflexión en profundidad sobre el marco internacional de los derechos humanos. No obstante, es urgente y estratégico que posicionemos una reconfiguración de este desde abajo, desde los pueblos, comunidades y movimientos sociales.
Estas ponen en cuestión la propia democracia liberal-representativa, y aspiran a un gobierno corporativo de facto, vía privatización y/o cooptación de las instituciones democráticas. El resultado es una progresiva destrucción de la soberanía popular y la captura de países y territorios como si formasen parte de la organización interna de las grandes corporaciones.
En este marco, las personas se están convirtiendo en una mercancía más, y por tanto, susceptibles de ser desechadas, lo que implica situar la mercantilización de la vida en el vértice de la jerarquía de las normas jurídicas. Se agudiza de este modo la asimetría normativa que protege los derechos de las corporaciones transnacionales y el capital financiero, que cuentan con reglas de obligado cumplimiento y con tribunales privados que aplican las mismas con una eficacia absoluta. Mientras tanto, los derechos humanos se mueven entre la fragilidad de las normas internacionales, las recomendaciones de los comités encargados de su aplicación, y la impunidad de los gobiernos ante el incumplimiento de los textos de derechos humanos. Esta asimetría pone en evidencia la fractura de sus sistemas de garantía y demuestra cómo evolucionan hacia territorios de la retórica jurídica.
Por otro lado, la mercantilización viene acompañada de una gran acumulación de riqueza en muy pocas manos, frente a un gran acopio de pobreza en muchas otras. La desigualdad que el modelo genera, se maquilla con la idea de estabilidad, que aparece vinculada a la seguridad que necesitan los recursos mundiales para llegar a los países ricos y con garantizar la movilidad de los flujos financieros, pero no con la protección y seguridad de los derechos humanos.
Así, en la región fronteriza con México, los empresarios y propietarios estadounidenses exigen la libre circulación de mercancías para evitar supuestas pérdidas millonarias, mientras que el presidente Trump autoriza disparar contra los migrantes que crucen ilegalmente la frontera. Es decir, se garantiza la libre circulación de personas consumidoras y se criminaliza el desplazamiento de personas que huyen de la miseria y la violencia.
En definitiva, los derechos humanos se van vaciando como categoría sustantiva al perder espacio normativo frente a la mercantilización de la vida.
En otro orden de ideas, el patriarcado también marca su propia impronta sobre los derechos humanos, y, como apunta Amaia Pérez Orozco, «la vida se resuelve mediante los trabajos que no existen, realizados en los ámbitos que no son económicos y por los sujetos que no son sujetos políticos». Es decir, el trabajo comunitario no valorado, el implementado en el interior de los hogares o los cuidados de las personas que los Estados no atienden, son algunos ejemplos de cómo se ignoran los elementos imprescindibles para el mantenimiento de la vida cotidiana. Por eso, los derechos humanos no pueden quedar hipotecados por una permanente invisibilidad de los procesos que sostienen la vida.
Por último, la relación entre los derechos y el colonialismo ha sido siempre una relación muy conflictiva. Por un lado, el discurso oficial sobre los derechos humanos ha venido acompañado de un supuesto universalismo, y por otro, se ha vinculado a la acción estatal, al mercado y al modelo de desarrollo capitalista. Todo ello, además, impuesto en muchas ocasiones desde relaciones de poder sustancialmente violentas, racistas y jerárquicas. Por eso, considerar los derechos humanos como formas de liberación y de resistencia contra la explotación de los pueblos y comunidades de los países del Sur pasa por resignificar los contenidos e instrumentos que los regulan.
Es en este contexto donde se generan modificaciones sustanciales en la propia categoría jurídica de los derechos humanos, que sufren una triple reconfiguración. En primer lugar, se desregulan en función de la explotación generalizada de las personas y de los procesos de privatización. Segundo, se expropian en base a la acumulación por desposesión en un contexto colonial. No podemos olvidar que la disputa por la escasez de materiales y fuentes de energía es uno de los conflictos más graves en la crisis actual de acumulación y de crecimiento económico. Por último, se destruyen en función de un colonialismo/racismo extremo vinculado a la necropolítica de los seres humanos.
La desregulación de los derechos sociales, laborales y colectivos se impone como categoría jurídica inmutable. El trabajo informal; el trabajo infantil y esclavo; la persona trabajadora pobre; la limitación de la acción sindical y colectiva de trabajadores y trabajadoras; la división sexual del trabajo; y el trabajo reproductivo realizado gratuitamente por las mujeres -que, ahora en gran medida y de manera muy precaria, ejecutan las mujeres migrantes-, son el espejo sobre el que se refleja parte de la realidad de los derechos humanos.
Pero además de la desregulación intrínseca al neoliberalismo, también vemos como comunidades y personas son expulsadas de sus casas y de sus tierras para generar beneficios en la agroindustria, en la minería, en las petroleras, en las eléctricas, en el turismo, en las finanzas, en las constructoras, en la industria de la seguridad y la guerra, etc. Por ejemplo, la adquisición de tierras a gran escala por parte de las corporaciones transnacionales destruye las economías locales y redefine vastas extensiones de tierra como lugares para la extracción y el negocio, lo que provoca espacios desnacionalizados que expulsan a sus habitantes. A su vez, los desahucios en las ciudades europeas, por ejemplo, dejan sin hogar a quienes no pueden afrontar la codicia de los especuladores inmobiliarios.
Por otro lado, el cambio climático y la devastación de los ecosistemas empujan a miles de comunidades a abandonar sus tierras y a embarcarse en travesías del horror, lo que va consolidando una gradual «destrucción en masa» de los derechos humanos de efectos imprevisibles en el marco de una crisis sistémica global.
Finalmente la necropolítica completa el cuadro de desregulación y expulsión, apostando explícitamente por dejar morir a la gente. Como afirma Achille Mbembe «los dirigentes de facto ejercen su autoridad mediante el uso de la violencia y se arrogan el derecho decidir sobre la vida de los gobernados». La violencia se revela como un fin en sí misma y se utiliza para discernir quién tiene importancia y quién no, quién es fácilmente sustituible y quién no.
Resulta muy evidente por tanto que las instituciones globales y la mayoría de los Estados no sólo están eliminando y suspendiendo derechos. También están reconfigurando quiénes son sujetos de estos, quiénes quedan fuera de la categoría de seres humanos, lo que provoca una sensación de descomposición generalizada del sistema internacional de los derechos humanos y la formalización «de facto» de sistemas racistas que establecen un orden jerárquico entre grupos étnico o raciales.
En suma, los seres humanos que no puedan consumir o producir estorban, y se convierten en desechos humanos, tal y como afirma Bauman. Además, se asesina a líderes y lideresas de los movimientos ecologistas, feministas, LGTBI, campesinos, afrodescendientes e indígenas, por encabezar respuestas en defensa de la tierra y en contra de los grandes proyectos hidroeléctricos -300 activistas asesinadas en 2017-, a la vez que se criminaliza a las defensoras de los derechos humanos y a las personas disidentes con el modelo político y económico.
En definitiva, hablar en serio de los derechos humanos conlleva ajustar los discursos vacíos a contextos donde los derechos se subordinan a los intereses del capital. En realidad, en el imaginario del discurso oficial se siguen vinculando los derechos humanos con la propiedad privada, la libertad y la seguridad de su único titular, el hombre blanco, propietario y judeocristiano. Se obvia, de este modo, la realidad concreta que vivimos las grandes mayorías sociales que habitamos el planeta.
Muchos de los imperativos universales de los derechos humanos conectan con la emancipación y la resistencia de los pueblos, pero otros colisionan con otras categorías de derechos y de maneras de entender las relaciones humanas.
Los derechos contrahegemónicos requieren por tanto de una nueva reinterpretación que responda a las propuestas de los movimientos sociales y comunidades en resistencia. Así, la dignidad de los seres humanos debe quedar fuera de visiones coloniales, patriarcales y capitalistas, asumiendo las agendas propuestas por las organizaciones populares.
Estas miradas basculan entre los derechos individuales y los colectivos, entre los derechos de la naturaleza y los derechos de las personas y comunidades, entre los valores inmanentes y transcendentes de los pueblos, y entre los nuevos «pueblos transnacionales» de migrantes y la ciudadanía nacional. También sitúan en el centro de las relaciones humanas, la sostenibilidad de la vida, los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia machista.
El feminismo, el ecologismo, el movimiento a favor de los derechos humanos y la diversidad sexual, el sindicalismo, las comunidades indígenas y afrodescendientes, el movimiento campesino, anticolonial, antirracista etc., tienen que establecer diálogos y convertirse en los protagonistas de una nueva conceptualización de los derechos humanos, que permita reapropiarse de los mismos mediante categorías alejadas de las lógicas estatales y del mercado, siempre vinculadas al realismo en las relaciones internacionales y a los intereses de los poderosos.
Los pueblos, las comunidades y los movimientos sociales buscan ser sujetos, no meros objetos de derecho. Buscan su espacio constituyente y normativo en el devenir de la humanidad. La categoría de los Estados no puede ser por tanto el principio y el fin del Derecho Internacional, por lo que el protagonismo y el reconocimiento de los movimientos sociales y pueblos en resistencia deben ocupar el lugar que les corresponde, reconstruyendo formas de acción colectiva al margen de la visión tradicional del Estado y en pos de nuevas relaciones basadas en soberanías entendidas como nuevos vínculos entre personas, pueblos y comunidades.
Hablar en serio de los derechos humanos implica radicalizar la democracia, defender la soberanía de los pueblos, construir proyectos colectivos y reconfigurar nuevos espacios de contrapoder en el ámbito local, nacional y global.
Fuente original: https://www.elsaltodiario.com/derechos-humanos/desde-abajo-espacio-disputa