Pocas veces en la historia la izquierda ecuatoriana ha estado tan vulnerable y desorientada como durante el correísmo. Atrapada en el laberinto de la verborrea revolucionaria de Alianza País, no ha encontrado la salida hacia un proyecto propio, autónomo y protagónico. Su indefinición estratégica la coloca frente a una disyuntiva catastrófica: esperar una imposible rectificación […]
Pocas veces en la historia la izquierda ecuatoriana ha estado tan vulnerable y desorientada como durante el correísmo. Atrapada en el laberinto de la verborrea revolucionaria de Alianza País, no ha encontrado la salida hacia un proyecto propio, autónomo y protagónico. Su indefinición estratégica la coloca frente a una disyuntiva catastrófica: esperar una imposible rectificación del gobierno de Correa para enfrentar a la vieja oligarquía, o dejar que la derecha contribuya a librarle del correísmo. Disyuntiva absurda en la medida en que implica, en ambos casos, la aceptación de un papel subordinado, secundario y dependiente de sectores contrarios a su naturaleza política e ideológica. Ni el correísmo, ni las distintas expresiones de la derecha que le disputan la hegemonía, representan una opción de trasformación para el país. Sin embargo, la izquierda aparece paralizada entre esos dos abismos.
La vieja decisión de escoger el mal menor, no como alternativa coyuntural sino como proyecto histórico, le está pasando a la izquierda una factura onerosa. Porque en ese ejercicio de establecer diferencias supuestamente significativas entre una derecha retrógrada y otra más moderna, o entre la democracia liberal y el reformismo, ha dejado de lado la definición de su propio horizonte histórico. Se extravió. Terminó valorando más una inocua retórica antimperialista que la construcción de la democracia. Y en este teatro de las sombras en que se convirtió el correísmo, la izquierda permitió que se desmantelaran todos los referentes simbólicos, ideológicos y organizativos que, con grandes dificultades y con inocultables falencias, había construido durante mucho tiempo. El régimen correísta ha terminado siendo absolutamente nefasto para la izquierda y para los movimientos sociales. Y, no obstante, se lo ha admitido bajo el supuesto no consentido de que otro régimen de la derecha del siglo XX podría ser peor.
¿Pero en qué aspectos ocurriría esto? Esta es la pregunta que debe formularse la izquierda, sin obviar hacer precisiones claras y convincentes en todos los ámbitos: políticos, culturales, ambientales, económicos, etc. Y las eventuales diferencias que se encuentren no pueden quedarse en el plano formal o superficial, so pena de caer en un simplismo autocomplaciente. Requieren, por el contrario, un ejercicio de reflexión y análisis profundo, serio, responsable y honesto (algo que con frecuencia provoca pereza y hasta desconfianza en la izquierda).
Al calor de los acontecimientos se puede concluir que, en varios aspectos de fondo, el correísmo impuso la agenda que un régimen abiertamente conservador jamás habría podido conseguir, debido sobre todo a la resistencia popular. Entre otros temas podríamos mencionar la suscripción de un TLC con Europa, la ampliación sin restricciones de la frontera petrolera, minera y agroindustrial, el endurecimiento de la legislación punitiva, el control social, la transnacionalización de la economía; es decir, el paquete de modernización capitalista que se requería para la transición del modelo rentista oligárquico a un modelo de corte empresarial-tecnocrático igualmente rentista. Una transición que inclusive había sido aceptada por los grupos económicos más tradicionales[1]. En este sentido, el papel que ha cumplido Alianza País ha sido el de desbrozar el camino para este proceso; sobre todo, el de retirar el escollo de la izquierda y de los movimientos sociales para una transición más fluida y menos traumática.
Toca, entonces, insistir en la pregunta anterior: ¿en qué aspectos sería peor que el correísmo un régimen formal de derecha? Lo interesante de este cuestionamiento es que la imposibilidad de responder afirmativamente y con fundamentos obliga a la izquierda a renunciar a estas veleidades comparativas y centrarse en la construcción de un proyecto político autónomo. Es decir, recuperar el sentido de la estrategia revolucionaria como un referente que permite priorizar la iniciativa, inclusive en momentos de mayor debilidad. La definición de un objetivo estratégico permite actuar, tomar decisiones y prever riesgos en lugar de esperar por las iniciativas ajenas en calidad de invitados de última hora. Sobre todo permite establecer una diferencia rigurosa entre lo que significa hacer acuerdos, hacer alianzas o forjar la unidad.
El poscorreísmo.
Lo que hoy está en el centro del debate político nacional es la salida del correísmo: cómo, con quiénes, hacia dónde, en qué términos. Contrariamente a lo que se supondría, son la izquierda y los movimientos sociales los más urgidos por este desenlace. Porque son los que más han perdido en estos años. Para la derecha, la clave de sus disputas internas radica en quién reparte las cartas; la izquierda, en cambio, debe plantearse un cambio del juego. En eso difiere la idea que tiene la derecha respecto del poscorreísmo. Desde estos sectores, lo más importante es prolongar el modelo aplicado por Alianza País aunque sea sin Correa, porque se trata de un modelo centrado en una estabilidad política y económica funcional a la acumulación del gran capital. Dicho de otro modo, funcional a la transnacionalización de la economía. La derecha busca un recambio formal que transfiera el beneficio del control político a un grupo diferente, pero dentro del mismo esquema general. Es un simple cambio de turno.
No obstante, es necesario señalar que las disputas internas entre estos grupos se han acentuado como consecuencia de la escasez de recursos provocada por la crisis económica. No todos estarán de acuerdo con la misma salida al correísmo, en tanto las políticas a implementarse, debido a la escasez señalada, podrían beneficiar o perjudicar a unos más que a otros. La abundancia de las arcas fiscales durante estos ocho años ya no es un factor que permita una compensación satisfactoria -o al menos tranquilizadora- entre los distintos grupos de poder económico. Además, las formas de acumulación ilegítima de capital, típicas de las crisis, podrían generar resentimientos y desacuerdos profundos.
Ahora bien, la salida del correísmo implica el desmontaje de varios andamiajes básicos, dentro de los cuales el abandono del poder o la derrota electoral del caudillo no es necesariamente el más importante. El desarrollo del correísmo alcanzó ese punto de consolidación de la fidelidad oportunista que permite extender la influencia administrativa e institucional más allá de la presencia de Correa. La historia nos proporciona muchos ejemplos de la prolongación del «espíritu» del caudillo como resultado de los regímenes autoritarios. En el caso ecuatoriano, esta prolongación estaría articulada, además, a la posibilidad real de un futuro retorno al poder.
En este sentido, uno de los puntos prioritarios del debate político se refiere al desmontaje del aparato político-administrativo montado por el correísmo. ¿Cómo hacerlo? Porque de este proceso dependerán, en gran medida, las posibilidades futuras de la izquierda. No es lo mismo una estrategia de cooptación de las instituciones correístas que un pacto de trastienda, o que una nueva Asamblea Constituyente (sin mencionar, por inviable, la opción extrema de un golpe de Estado). La clave para la izquierda es alcanzar la mayor democratización posible dentro del recambio institucional, recambio que inclusive tendrá que llegar a medidas indispensables como la desaparición del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, de la Superintendencia de Comunicación y de la Secretaría para el Buen Vivir, por citar solamente las más desprestigiadas.
No resulta sencillo, sin embargo, acometer esta tarea desde una lógica que apunte a profundizar la democracia y la transparencia en la institucionalidad pública. Por un lado habría que enfrentar la perniciosa herencia autoritaria del correísmo y su práctica de control absoluto de los espacios de poder. Luego de diez años (hablamos de 2017) de una ausencia crónica de diálogo y negociación, resultará difícil poner en práctica una cultura de relacionamiento político más horizontal y equilibrada. Por otro lado, habría que enfrentar la voracidad, el pragmatismo y la falta de escrúpulos de la derecha no correísta y su apuesta por reproducir las mismas artimañas del pasado. Más que eliminar todo vestigio de correísmo, esta derecha se empeñará en sepultar a la izquierda, identificándola con y responsabilizándola por todos los males del gobierno de Alianza País: corrupción, arbitrariedad, ineptitud, irresponsabilidad fiscal, etc.
Junto con el desmontaje del aparato institucional, a la izquierda le toca desmontar la retórica correísta. No se trata, como algunos sugieren, de «recuperar las banderas» usurpadas por Alianza País, por la sencilla razón de que en la sociedad posmoderna la apropiación, tergiversación y manipulación de símbolos es un fenómeno incontrolable. Cualquiera puede presentarse como cualquier cosa. Este ha sido uno de los grandes éxitos del mercado. Se trata, más bien, de establecer con objetividad las verdaderas dimensiones del correísmo: su modelo de economía y de Estado, su estructura interna de poder, sus alianzas de clase (y, por ende, sus vínculos concretos con grupos empresariales), su visión de la democracia, sus prácticas políticas. Únicamente así se podrá poner en evidencia la incoherencia de su retórica de izquierda.
Desmontar el modelo económico será la tercera gran tarea del poscorreísmo. Y en este punto la izquierda enfrenta un desafío crucial: la reflexión descarnada sobre la idea del Estado como factor de transformación social. Porque esa fue la propuesta central sobre la cual el correísmo erigió su propuesta política, idea que contó con el respaldo y la complicidad de la mayoría de grupos de izquierda. La salida del neoliberalismo no se dio por vía de la recuperación de una sociedad devastada sino de la recuperación del Estado que, en el caso ecuatoriano, no había sido tan afectado como en otros países. El viejo y equivocado mito de la izquierda de asociar lo público con lo estatal facilitó la consolidación de un Estado que supuestamente iba a redistribuir la riqueza, y que terminó -como siempre- transfiriendo esa riqueza a los mismos grupos de poder. Lo único que distribuyó fueron los excedentes de la bonanza económica. La yapa.
El proceso de concentración de la riqueza y monopolización de la economía ocurrido en estos años se dio, precisamente, gracias al control estatal de los enormes ingresos fiscales generados por la recaudación tributaria y por el alto precio del petróleo. La forma de derivar la inversión pública hacia las arcas privadas confirmó el carácter inequitativo que asume el Estado en el sistema capitalista; más todavía en un capitalismo distorsionado como el ecuatoriano. El sueño de inclusión que se le vendió a los sectores populares, sobre todo desde la publicidad oficial, encubrió un eficiente esquema de reparto de la riqueza entre los sectores económicos más poderosos.
En esta misma lógica de concentración de la riqueza, y como complemente de la aplicación del modelo económico señalado, el correísmo impuso un modelo de Estado centralizado que facilitó las grandes decisiones estratégicas. A este incremento del poder político en pocas manos le ha correspondido una mayor acumulación de capital. Las tasas de ganancia de los grupos monopólicos durante el gobierno de Alianza País no solo son inéditas, sino exorbitantes. Y esto sin contar con los ingresos de la corrupción y de ciertas actividades ilícitas. Por eso también se debe desmontar esta manifestación de control centralizado y vertical incongruente con un ejercicio democrático del poder.
La centralización político-administrativa ha sido la principal cortapisa para obstaculizar la creación del Estado plurinacional. El concepto de autonomía prácticamente ha sido suprimido -o al menos distorsionado- desde el gobierno. El ataque sistemático al movimiento indígena apunta a debitar lo que para el correísmo constituye el principal escollo al proyecto de unificación de la matriz productiva alrededor de un esquema hegemónico de acumulación capitalista. El mundo indígena está considerado un anacronismo para la modernización capitalista, particularmente para aquella basada en una matriz extractivista. Desde esta visión, las circunscripciones territoriales indígenas entorpecen el desarrollo. Por añadidura, el bloqueo a la autonomía se ha extendido a todos los ámbitos de la administración pública y de la organización social. El Estado rector/controlador se erige como el paradigma de la organización del poder político.
Disputa de la izquierda en el poscorreísmo.
La derrota electoral de Alianza País en febrero de 2014 alteró la hegemonía y la estabilidad que el correísmo había logrado en los siete años previos. El desequilibrio se produjo no solo por la pérdida de control de los principales espacios de poder local, sino por la irrupción de los movimientos sociales en el espacio público. A los pocos meses de la mencionada derrota, las calles del país empezaron a llenarse con las movilizaciones populares. Varias marchas convocadas por el FUT y la CONAIE en 2014 derivaron en un multitudinario Primero de Mayo un año después[2]. Aunque esta marcha contó con el contingente de varios sectores de clase media (algunos de los cuales inclusive se identifican con la derecha), que más bien hicieron presencia con el ánimo de debilitar al gobierno, no se puede desconocer su impacto simbólico para el movimiento popular. No es casual que a partir de esa demostración de fuerza se haya empezado a planificar un paro nacional y un levantamiento indígena. Es más, las movilizaciones populares de junio, previas a la visita del Papa, lograron recuperar y posicionar una clara identidad de estos sectores frente a las movilizaciones convocadas en la Avenida de los Shyris.
En estas circunstancias, tanto la marcha iniciada en Zamora como el paro y el levantamiento son acciones decisivas para la izquierda y los movimientos sociales. De la fuerza que se demuestre, y de los impactos políticos que se logren, dependerá la capacidad para definir una agenda alternativa a la derecha tradicional y al correísmo. Únicamente así la izquierda podrá establecer acuerdos más firmes y sólidos para el poscorreísmo (en punto comunes como la supresión del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, la creación de un Consejo Nacional Electoral independiente, la aprobación de una Ley de Comunicación democrática, la devolución de los fondos jubilares del IESS, el archivo de las enmiendas constitucionales, la derogatoria de los decretos que afectan derechos fundamentales, etcétera) sin empeñar sus propuestas estratégicas. En ello radica la posibilidad de construir una contra-hegemonía que asegure un horizonte histórico para la izquierda, es decir un rol decisivo en las diferentes luchas políticas que deba enfrentar a futuro.
El escenario que se prefigura para el poscorreísmo supone, entre otras cosas, el abrupto desmontaje de un aparato institucional sustentado en el autoritarismo, la corrupción y el nepotismo. Justamente porque será un proceso vertiginoso se presentarán condiciones para que la izquierda y los movimientos sociales incidan y participen de manera directa en la reinstitucionalización democrática del país. No se trata del reparto burocrático de cuotas de poder administrativo, como algunos oportunistas estarán pensando, sino de la reformulación de las instituciones a partir de una auténtica visión democrática.
En este probable itinerario, que podría ser birlado por un pacto de trastienda entre el correísmo y la derecha tradicional para preservar el statu quo y cubrirle las espaldas al régimen saliente, la izquierda tendrá que enfrentarse una vez más a su más temido desafío: la democracia. Democracia sin adjetivos ni calificativos. Ni la democracia liberal, ni el centralismo democrático, ni la democracia participativa. Simplemente la democracia como una noción realmente revolucionaria, en tanto propone la distribución del poder de decisión en la comunidad. Tal como debió haber sido siempre, desde que fue inventada como filosofía de la convivencia social; más que social, humana. En el debate sobre los distintos mecanismos -estos sí diferentes y particulares- para alcanzar esta democracia (elecciones, delegación, corporativismo, mediación partidaria, mercado, etcétera) la izquierda no puede perder ese referente fundamental de un proyecto civilizatorio.
Juan Cuvi (Coordinador Nacional)
NOTAS
[1] No es casual que los principales grupos económicos del país sigan siendo, luego de ocho años de correísmo, los mismos del último cuarto de siglo. Cfr. Revista EKOS 20 años.
[2] La asistencia a la marcha del Primero de Mayo de 2015 fue inédita en la historia laboral del Ecuador.