Antonio Gramsci nació un día como hoy (Ales, Cerdeña, 22 de enero) en 1891. Hace varias décadas que los intelectuales conservadores, como Olavo de Carvalho y Roger Scruton, presentan a uno de los mayores teóricos marxistas del siglo XX como el símbolo de una gran amenaza al orden capitalista. Y no se equivocan.
Traducción de Valentín Huarte
A mediados de los años 1980, el intelectual conservador inglés Roger Scruton fundó la revista The Salisbury Review, en la cual publicó una serie de artículos sobre los intelectuales «de izquierda» del siglo XX. Abordó los pensamientos de György Lukács, Louis Althusser, Herbert Marcuse y Antonio Gramsci en una compilación titulada Locos, impostores y agitadores: pensadores de la nueva izquierda (1984). Scruton sostenía que se estaba desarrollando una guerra ideológica. Según él, el concepto marxista de hegemonía podía definirse como una herramienta de la «ideología de la dominación de clase» de los marxistas, responsables de inculcar –o de «legitimar»– una idea de autoridad. Por este motivo, «ningún pensador político en la coyuntura europea y estadounidense moderna puede ignorar las transformaciones que impusieron a nuestra vida intelectual los escritores y activistas de izquierda», los propagadores de la «hegemonía».
Al discutir la izquierda que emergió en Europa a partir de la segunda mitad de los años 1960, Scruton creía estar frente a un consenso inédito que amenazaba las «costumbres, las instituciones, la política de los Estados occidentales» y renovaba la «teoría y la práctica del comunismo». De esta forma, alertaba sobre el problema del «retorno del jacobinismo», sintetizado ahora «emocionalmente» bajo una nueva forma, ya no como disputa partidaria por la conducción de las masas, sino como un conjuro que «secretamente conquistará su objetivo común» sin un liderazgo definido de manera estable.
La principal referencia política de Scruton fueron los levantamientos estudiantiles de 1968 en Europa y en Estados Unidos. Según su opinión, estas manifestaciones, la nueva edición de 1975 de los Cuadernos de la cárcel y la importante difusión de los escritos del autor en cursos universitarios y organizaciones de izquierda llevaron a un renacimiento de la influencia de Gramsci. El italiano renació como teórico político, crítico cultural, filósofo y canon revolucionario entre los círculos intelectuales y políticos que estaban ávidos de una «orientación moral e intelectual».
De este modo, Gramsci era presentado como el autor de una nefasta teoría de la imposición de la legitimidad del intelectual de izquierda sobre el hombre común, una estrategia en la cual el liderazgo partidario clásico perdía espacio frente a las transformaciones «graduales» realizadas por personas especializadas en la conducción de las masas.
Según la visión de Scruton, las ideas gramscianas habilitaban a que los activistas post-1968 se percibieran a sí mismos como «intelectuales» y «legisladores». Lo que Gramsci denominaba «revolución pasiva» –el proceso de transformaciones graduales que desbloquearían imperceptiblemente el camino para el que surja un nuevo orden social– no era más que una versión izquierdista de la buena y vieja circulación de las élites. Entonces, la originalidad del pensamiento gramsciano radicaba en percibir la existencia de una «nueva hegemonía» al plantear el dominio de clase como fruto del encuentro de «dos fuerzas»: los intelectuales de izquierda y las «masas». Gramsci habría elaborado de esta forma la verdadera teoría del fascismo, o sea, la estrategia política de conformación de una «unidad ideal» capaz de manipular la cultura y, por medio de ella, impulsar transformaciones políticas y económicas de largo plazo.
A inicios de los años 1980, el francés Alain de Benoist, otro intelectual conservador, empezó a dedicarse también al pensamiento de Gramsci. Su análisis era diferente al de Scruton. Asumió una actitud positiva frente a la experiencia de los movimientos y las protestas emergentes en los años 1960, a los cuales percibirá como una «novedad» de la política occidental. De esta forma, se esforzó para pensar las posibilidades de creación de una «nueva derecha», que fuese la antítesis directa de la renovación que atravesaba a las izquierdas en Europa. Con este fin se apropió de las ideas gramscianas.
En enero de 1969, de Benoist fundó el Grupo de Investigación y Estudios para la civilización europea (GRECE, por sus siglas en francés), que tenía como objetivo la formación político-cultural y contaba con el compromiso de intelectuales nacionalistas. En 1981, el GRECE realizó su 16° Congreso bajo el lema «Por un gramscismo de derecha». Esta propuesta reunía al activismo de la «nueva derecha» alrededor del proyecto de creación de organizaciones políticas conservadores con un abordaje cultural, algo inexistente en las experiencias de la época, aun considerando a los representantes del neoliberalismo naciente.
Para de Benoist, la principal contribución de Gramsci habría sido la de ayudar al ideario conservador para que vuelva a poner las ideas conservadoras «en su lugar». Les idées à l’endroit fue justamente el título del libro publicado en 1979, en el cual de Benoist planteó la necesidad de una derecha que tuviese algo que decir sobre los intelectuales como Gramsci. Una derecha capaz de superar el tipo de «leninismo» espontáneo con el cual actuaban en la disputa inmediata por el poder político y avanzar en el sentido de un activismo «gramsciano», es decir, un activismo interesado en los efectos del «poder cultural» y «metapolítico» de la correlación de fuerzas a nivel político. Ese interés «cultural» era, según de Benoist, lo que diferenciaba a las nuevas izquierdas de los años 1960 y 1970 de las derechas que, hasta entonces, no habían tenido éxito en renovarse; era necesario enfrentar a los adversarios sobre su propio terreno.
A su vez, la Nueva Derecha francesa, nacida más de polémicas periodísticas que de compromisos intelectuales e iniciativas serias, debía encontrar una estrategia para criticar el igualitarismo socialista. La oportunidad estaba en los flancos de la Nueva Izquierda, especialmente en su tendencia a menospreciar y negar la política de masas. Este flanco –el elitismo no deliberado de las organizaciones de la Nueva Izquierda– permitía retomar el viejo argumento del conservadurismo reactivo, que apela a las «mayorías silenciosas», para convertirlo en una «aceptación trágica del mundo».
En otras palabras, les daba la oportunidad a las nuevas derechas de elaborar una actitud política elitista, pero no negativa y, justamente por eso, de presentarse como una alternativa a las izquierdas. Las nuevas derechas, seguía el argumento de de Benoist, debían aprovechar el valor político de su propuesta «masiva» para hacer que el conservadurismo volviera a desempeñar el papel de explicación del mundo y de las cosas. La actitud social crítica que, en las nuevas izquierdas, encontraba su límite en la negación del «fascismo» y del «totalitarismo», debía ser tomado por las nuevas derechas como un punto de partida, como una «aceptación trágica».
América Latina también vivió una reacción conservadora al pensamiento de Gramsci a partir de los años 1980. En 1984, el primer número de la revista católica argentina Gladius discutió la «penetración marxista en América Latina» y, más específicamente, el papel de la educación en el pensamiento revolucionario gramsciano. En su presentación, esta revista de orientación tomista anunció que se estaba desarrollando una «guerra contracultural» en la Argentina, representada por la falta de «respeto a la vida, al amor, a la patria, a la familia, al matrimonio […], a la distinción entre los sexos e incluso a la condición humana de ser libre e inteligente». El papel que tenía Gramsci en esta ofensiva era recuperar el valor de las ideas y del pensamiento, al afirmar que la transformación social era una transformación del espíritu humano.
Gramsci había comprendido que una revolución comunista como la de 1917 en Rusia jamás ocurriría en Italia y había elaborado «grandes tesis» sobre cómo esa transformación podría desarrollarse por otro camino. En este sentido, la filosofía de la praxis sería una tentativa de pensar la «resolución pacífica de las contradicciones existentes en la historia y en la sociedad», o sea, la anticipación por medio de consensos a nivel superestructural acerca de las transformaciones necesarias para derrotar a la burguesía.
De aquí el interés especial que Gramsci tiene por los intelectuales, su esfuerzo por convencerlos de que no es posible «saber sin comprender, sin sentir y sin ser apasionado», es decir, que no es posible pensar sin acercarse al pueblo, sin «entenderlo históricamente y relacionar dialécticamente sus necesidades con una concepción superior del mundo». La conexión sentimental era el comienzo de la relación entre intelectuales y pueblo, el antídoto contra la burocratización y contra el formalismo.
Con este objetivo, Gramsci formuló una nueva concepción de las élites intelectuales, que era fruto de la fusión entre la especialidad del oficio y la actividad política. Compitiendo entre sí, estas actuarían como vanguardia de la revolución comunista, es decir, como promotoras de una revolución cultural. La formación de estas élites no sería improvisada ni discontinua, sino el resultado de un plan de «reforma intelectual y moral» íntimamente asociado con un plan de «reformas económicas». Gramsci, en este sentido, habría «continuado la vía abierta por Lenin».
En América Latina, para los católicos de Gladius, la mayor expresión de la política gramsciana era la capacidad de penetración ideológica, una forma de lucha mucho más peligrosa que las tentativas revolucionarias de confrontación armada de los años 1960 y 1970. En el terreno ideológico, seguía su argumento, todavía existían los riesgos de la «mimetización» y de la «infiltración» del pensamiento revolucionario, gracias al poder de atracción que ejercía sobre ciertas «mentalidades entusiastas» a través de las «ambigüedades» y las «elipsis» del discurso.
La lucha ideológica revolucionaria en el continente desbordaba principalmente en dos direcciones. En primer lugar, el papel del tercermundismo y del «indigenismo» como concepciones histórico-culturales «de agitación antiblanca», es decir, «que reniega de manera explícita del descubrimiento y del sentido cristiano-católico, mariano-misionero y grecorromano de la Conquista, la Civilización y la Evangelización de estas tierras [latinoamericanas]». En segundo lugar, la lucha ideológica se desplegaría contra la política de derechos humanos, que era presentada como la «constante preservación, justificación y apoyo al avance del comunismo».
En otras palabras, la «ideologización» aquí se refería al hecho de que la defensa de los derechos humanos, promovida por «grupos de solidaridad», entidades, asociaciones y organismos internacionales, llevaría a la crítica e incluso a la condena de las actitudes represivas de las dictaduras militares en el continente. Esta poderosa «ideología de los derechos humanos», por lo tanto, servía en la práctica para «justificar o tolerar a los agentes de la subversión». O una política «ideológica» que, en el caso de Argentina, asumía una connotación mítica en un movimiento tan fuerte y amplio como el de las Madres de Plaza de Mayo.
En Estados Unidos, los conservadores no mostraron la misma sofisticación de los ingleses y de los franceses, ni siquiera la de los católicos argentinos, y desplegaron una visión del mundo extraña y conspirativa, en la cual era difícil saber quiénes eran los agentes de la conspiración y cuáles eran sus propósitos. En 1988, en el segundo informe del Comité de Santa Fe –un think tank conservador enfocado en América Latina, fundado durante el gobierno de Ronald Reagan–, se mencionó explícitamente la influencia de las ideas de Gramsci en el continente. Titulado Una estrategia para América Latina en los años 1990, el informe de L. Francis Bouchey, Roger Fontaine, David C. Jordan y Gordon Sumner argumentaba que una de las principales consecuencias de esta influencia era el fortalecimiento de una ideología «estatista» y favorable a la teología de la liberación que podía observarse en casi todos los países latinoamericanos.
El informe del Comité de Santa Fe circuló ampliamente en los medios militares de América Latina. En un contexto en el cual se debilitaba el argumento conservador sobre una supuesta ofensiva soviética y terrorista en la región, la subversión comunista adquiría otros contornos: por un lado, se presentaba vinculada al tráfico de drogas; por otro, como una expansión de la influencia de los intelectuales de izquierda inspirados por las ideas de Gramsci, especialmente mediante una reinterpretación de los valores éticos y religiosos. El acompañamiento sistemático de las transiciones democráticas en el continente –influenciando la «cultura política» de los nuevos regímenes– sería la única manera de enfrentar tales amenazas y garantizar el sostenimiento de una estructura de Estado permanente (en los medios militar y judicial).
Para la opinión pública estadounidense, la denuncia de esta conspiración gramsciana a la luz del día asumió tonos estridentes a inicios de los años 1990, de la mano del locutor de radio Rush H. Lihnbaugh, autor del bestseller The Way Things Ought to Be (1992). Según Limbaugh, Gramsci preconizaba la necesidad de una «larga marcha dentro de las instituciones» antes de que el «socialismo y el relativismo resulten victoriosos». El objetivo del pensador era «transformar el modo en el que toda la sociedad piensa sus problemas […]. Para comenzar, hay que subvertir y minar la creencia en Dios».
El locutor de radio creía que, a pesar de que el «oscuro comunista italiano» era desconocido, los thinks tanks de la izquierda le construían altares. A partir de los años 2000, esas teorías conspirativas fueron reunidas bajo la bandera del «marxismo cultural», el cual, en palabras de un especialista en asuntos militares –el conservador William S. Lind– había logrado traducir el marxismo «de la economía a la cultura». En esa operación, la «teoría de la hegemonía cultural» de Gramsci defendía que la creación de un «nuevo hombre comunista» debía desarrollarse antes de que «cualquier revolución política fuese posible». Para esto, era necesario enfocar «los esfuerzos de los intelectuales en los campos de la educación y la cultura».
La idea de una «larga marcha», en la cual se escuchaba el eco de la hazaña histórica de Mao Tsé-Tung en China, parece ser recurrente. Según Raymond V. Raehn, colaborador de Lind en la crítica de lo políticamente correcto, «Gramsci vislumbró una larga marcha a través de las instituciones de la sociedad, incluidos el gobierno, el poder judicial y militar, las escuelas y los medios». La conclusión de Raehn era que el «multiculturalismo puede ser visto como un medio para ponerle fin al control de la hegemonía cultural tradicional de la sociedad estadounidense».
Para los conservadores estadounidenses, la única barrera entre la hegemonía gramsciana y las conciencias de las personas era el «alma cristiana». Destruirla era el principal objetivo de aquella.
Este acercamiento entre un discurso político conservador y un discurso religioso de tonos fundamentalistas signó los ataques a Gramsci que se desarrollaron en el contexto estadounidense. Las amenazas a la cultura occidental denunciadas por los conservadores eran interpretadas, al mismo tiempo, como amenazas al cristianismo.
El Gramsci de Olavo
La demonización de Gramsci desembarcó en Brasil algunos años más tarde. El artífice de este movimiento fue el escritor Olavo de Carvalho, que traspuso a Brasil, a veces de modo literal, los argumentos de Lind y Limbaugh. Desde el primer libro de su trilogía, A nova era e a revolução cultural (1994), Carvalho trataba a Gramsci como una mente diabólica que interpretaba y daba sentido al mal. El texto de este volumen tiene las marcas de la prisa. El autor había admitido conocer muy poco sobre el tema. La erudición superficial cedía lugar al argumento fácil y a los ejemplos de política contemporánea, con una prosa grosera y muchas veces sexista. Los errores biográficos y los anacronismos se amontonan, y hasta llegan a ser divertidos, como es el caso de la referencia a una supuesta «hija» de Gramsci, quien, en realidad, fue padre de dos niños.
Carvalho afirmó que había comenzado a hablar públicamente sobre el «gramscismo petista» en 1987. El año coincide con el 5° Encuentro Nacional del Partido de los Trabajadores (PT), el primero en el cual se desarrolló algún debate sobre la estrategia del partido. Los documentos del partido hablaban de hegemonía, de sociedad civil, de bloques políticos. Los significantes eran gramscianos, aunque no lo eran los significados. Pero poco importa. Carvalho estaba de acuerdo con la izquierda, que a su vez estaba convencida de que la realización de la hegemonía implicaba una «gran marcha hacia el centro de los aparatos del Estado».
Aquí estaba la amenaza que ponía en riesgo al mundo tal como se lo había conocido hasta entonces. El mal podría encarnar aquí o allá, pero siempre en una fuerza que está más allá de todos y que a todos dominará: «no es solo el PT el que sigue a Gramsci; todos los hombres de izquierda de este país lo siguen desde hace una década sin darse cuenta».
Carvalho insistió en esta tesis. El problema no estaba en que el «número de adeptos conscientes y declarados del gramscismo» fuese grande. Por el contrario. Pero el «gramscismo no es un partido político, no necesita militantes inscritos ni electores fieles». Es «un conjunto de actitudes mentales», que están presentes en individuos que probablemente nunca oyeron hablar de aquel «jorobado maldito», y que colaboran con una estrategia política «sin tener la menor consciencia de lo que hacen». Gramsci sería, en última instancia, la famosa estructura sin sujetos.
Esta amenazadora estrategia que atrae a los incautos y los pone a hacer aquello que no saben es la hegemonía. En la versión particular de Carvalho, la hegemonía es la aparente negación de la política: «nada de política, nada de prédica revolucionaria». La hegemonía actuaría en un nivel prepolítico, con el propósito de «operar un giro de 180 grados en la cosmovisión del sentido común, transformar los sentimientos morales, las reacciones básicas y el sentido de las proporciones». Eso es lo que sería imperdonable en Gramsci y lo que lo convertiría en el enemigo número uno de la derecha conservadora: haber establecido que las concepciones del mundo son un campo en disputa, poniendo en riesgo los valores de la civilización cristiana occidental.
A comienzos de los años 2000, en el contexto en el que estaba emergiendo el PT como una alternativa electoral de izquierda a los sucesivos gobiernos de agresiva orientación neoliberal que lo precedieron, la amenaza «gramsciana» reapareció en el ambiente cultural de los intelectuales conservadores brasileños y llegó a los medios militares. A revolução gramscista no ocidente (2002) fue el título que le dio el general Sérgio Coutinho a un libro que volvía a presentar los peligros que planteaba la circulación de las ideas de Gramsci en Brasil. Para el autor, el pensamiento gramsciano brasileño, nacido de las fracasadas tentativas terroristas de impedir el avance de la «revolución de 1964», buscaba ahora una «vía pacífica» hacia el poder, inspirándose en la experiencia eurocomunista.
En esta interpretación, la estrategia «gramsciana» había sido organizada por el Partido Comunista Brasileño (PCB) desde los años 1970 como un plan para una transición temporalmente no violenta hacia la democracia, un «interludio democrático-burgués». Luego, las minorías comunistas activas en este proceso habrían actuado en la disputa ideológica del proceso constituyente de los años 1980, amedrentando a las «mayorías democráticas» y preparando el terreno para la toma del poder.
En la interpretación del general, el florecimiento de la influencia de las ideas gramscianas en diversos partidos brasileños de izquierda y de centroizquierda de aquel entonces, junto a la emergencia electoral del PT durante los años 1990, implicaban la coronación del gramscismo como estrategia política. La amenaza gramsciana se expresaba en la difusión rápida de la idea de un «nuevo socialismo» como elemento desencadenante de una «guerra psicológica» que tenía como objetivo debilitar, vaciar y ridiculizar las instituciones capitalistas, las fuerzas armadas y la Iglesia.
De hecho, los partidos actuaban como distintos «aparatos de hegemonía adquieren funciones estatales», como las oenegés y los movimientos sociales. Por lo tanto, frente a una amenaza de este tipo, la única manera de enfrentar el avance del gramscismo sería la conformación de un «nuevo centro» que fuese capaz de recuperar, de reorganizar y de devolver su debido protagonismo a las fuerzas «reprimidas» durante el proceso de la transición democrática brasileña.
Conservadurismo unido
A fines de los años 2010, la reconstrucción de la trayectoria de las ideas de Gramsci entre los intelectuales conservadores alrededor de todo el mundo ganó una importancia particular. Estas interpretaciones no tienen un valor intrínseco en los medios académicos y en las investigaciones especializadas y, tal vez por eso, no llamaron mucho la atención. Sin embargo, en el ambiente político, la emergencia de liderazgos y de nuevos –y no tan nuevos– polemistas antigramscianos parece plantear la necesidad de un análisis detenido del papel que las ideas gramscianas cumplen en la gramática del pensamiento político de las denominadas nuevas derechas. A fines del S. XX, las ideas de Gramsci fueron escogidas como punto de partida para la exploración y la presentación de un nuevo terreno de conflicto político que ya no estaba signado por la división del mundo en dos polos nítidos. La lucha de clases, afirmaban unánimemente los intelectuales conservadores, se desplazaba hacia la esfera poco distinguible de la «cultura», de las «redes de valor», de las ideologías.
A pesar de esto, hubo muchas maneras de enfrentar este enemigo común de la «civilización europea», de los valores católicos y de la tradición militar en América Latina (y de las «libertades» seculares en la nación estadounidense). Para algunos, Gramsci representaba un conjunto de ideas que debía ser desenmascarado y repudiado en sus fundamentos; para otros, su marco teórico debía ser absorbido y transcripto en clave neoconservadora; y hubo también quienes pensaron que era necesario vigilar las experiencias políticas y culturales de las nuevas democracias, que supuestamente develaban las mismas formas renovadas de subversión comunista inspiradas por Gramsci. Sin embargo, todos los intelectuales antigramscianos creían que el pensador y dirigente sardo representaba, sobre todo, la continuidad de una amenaza profunda.
Las ideas de Gramsci, aun bajo los escombros de la ya escuálida experiencia «oriental», siguieron inspirando y orientando los deseos revolucionarios. Especialmente sus escritos y cartas de la cárcel, dejaron la marca indeleble de la resistencia metódica y paciente en un siglo que emanaba un aroma pestilente de triunfalismo y barbarie. Gramsci enseña, a fin de cuentas, a pensar y a actuar en las peores condiciones materiales y subjetivas, y es por eso que sus ideas y sus conceptos son capaces de convertirse en la lengua franca de la resistencia de los grupos subalternos de varios países del mundo.
La reconstrucción del pensamiento antigramsciano, en sus distintas vertientes, puede revelar reflejos distorsionados de esa lengua, como modulaciones antagonistas de los esfuerzos para impedir la derrota definitiva de la utopía socialista. De esta forma, irónicamente, el pensamiento de Gramsci forma parte del botín disponible para los arqueólogos de un pasado de luchas sociales radicales y del reencuentro de este con nuevas antítesis vigorosas. (Este texto fue publicado en la primera edición especial de Jacobin Brasil (2019) sobre marxismo cultural).
* Daniela Musi es posdoctoranda en Ciencias Políticas en la Universidad de São Paulo. Su proyecto trata sobre la historia del pensamiento político brasileño. Álvaro Bianchi es profesor de ciencias políticas en la UNICAMP y estudioso del pensamiento político italiano, estadounidense y latinoamericano.