El verano es una época proclive a lanzar globos sondas en cursos académicos y demás eventos que son bien atendidos por los medios de información y persuasión. Muchos tratan de aprovechar la escasez de otras noticias para lanzar como quien no quiere la cosa propuestas que así se van incorporando a la agenda política y […]
El verano es una época proclive a lanzar globos sondas en cursos académicos y demás eventos que son bien atendidos por los medios de información y persuasión. Muchos tratan de aprovechar la escasez de otras noticias para lanzar como quien no quiere la cosa propuestas que así se van incorporando a la agenda política y que van calando taimadamente entre los ciudadanos.
Ese fue el caso del vicepresidente del Banco de Santander Alfredo Sáenz que aprovechó unos cursos estivales para afirmar que es urgente que en España se desmonte el Estado de Bienestar.
A él, que parece que tiene un sueldo anual de más de 6 millones de euros y un seguro de jubilación de sesenta millones de euros, no le hace falta desde luego que el Estado financie gastos sociales como la educación o la sanidad. Se las podría arreglar sin problemas si estos servicios los suministrase el mercado al precio que fuera.
Pero, lógicamente, sus declaraciones no estaban dirigidas a mostrar solamente su preferencia personal, sino que reflejan un punto de vista más trascendente.
Lo primero que choca es que se proponga reducir el Estado de Bienestar justamente en un país que apenas si ha logrado instaurarlo completamente. Si comparamos nuestros niveles de gasto o protección social con los del resto de los países europeos es fácil comprobar que estamos aún bastante lejos de ellos. El gasto público sanitario es el más bajo de Europa de los 15 después de Irlanda y el porcentaje de nuestro PIB que dedicamos a pensiones el tercero más bajo. En España, por ejemplo, sólo el 8% de los niños menores de tres años tienen acceso a escuelas infantiles, mientras que en Francia se llega al 30%, o al 40% en Suecia. En nuestro país, sólo el 1,5% de los ancianos reciben ayuda domiciliaria y, sin embargo, el señor Sáenz estima que no sólo eso es suficiente sino que hay que reducir aún más los recursos que dedicamos a esos fines.
Hay que tener en cuenta también que lo que propone el banquero no es una idea aislada sino que fue asumida plenamente por el anterior gobierno de José María Aznar. Haciendo sigilosamente lo contrario de lo que afirmaba logró ir reduciendo poco a poco el gasto social en nuestro país.
Lógicamente, estas propuestas, o las políticas efectivas del anterior Ejecutivo, nos llevan a preguntarnos inevitablemente qué puede justificar que los banqueros como Sáenz se empeñen en proponer medidas que claramente nos alejan de los estándares europeos a los que, por otro lado, se dice que debemos dirigirnos.
Lo que ocurre en realidad es que a Sáenz no le importa la convergencia social de España, ni lo que pueda ocurrir con nuestra economía en relación con los intereses generales. Es otro asunto.
El Estado de Bienestar es una pauta de redistribución, es decir, un estado de cosas en virtud del cual se acepta que el estado dedique recursos colectivos a proveer de bienes y servicios al conjunto de la población que, de no ser así, no podría disfrutarlos porque el mercado los produciría en menores cantidades y solamente a un coste muy alto.
No es verdad que Sáenz esté preocupado por unos aparentes efectos negativos del gasto social y del Estado de Bienestar sobre el conjunto de la economía. Ya acabo de decir que aquí son más bajos que en otros países. Además, Sáenz puede ser un cínico pero no un ignorante y sabe perfectamente cuál es el estándar de protección social (mucho más alto que el español) que tienen los países cuya economía funciona mejor y con más equilibrio social.
Claro que es cierto que si se reducen esos gastos se pueden mejorar los beneficios, la competitividad entendida como oferta de salarios de miseria y poco más, pero a costa de insatisfacción social, de más pobreza y de más miseria, tal y como ocurre en docenas de países que Sáenz conoce pero de cuyas realidades sólo le interesa la posibilidad de ganar más dinero para su banco y para sus socios.
Lo que se pretende con propuestas de ese tipo no es mejorar la economía sino modificar la pauta de reparto, alterar la distribución de la renta para que los que más tienen sigan teniendo cada vez más.
Las propuestas de personas como Sáenz no se pueden interpretar en clave de propuestas científicas o rigurosas para que la economía vaya mejor. Se puede comprobar sin ningún tipo de duda alguna que cuando se aplican lo que se produce es aumento de la pobreza, de la marginación social y de la insatisfacción. Son, por el contrario, opiniones que derivan exclusivamente de un irrefrenable egoísmo, de una inmoral sed de beneficios, de un enfermizo afán de lucro y de una apetencia insaciable de privilegios.
El problema es que el gran poder del que gozan les permite persuadir a la población de que lo que es bueno para ellos es deseable para todos. No es casual ni mucho menos que los bancos y las grandes empresas se esfuercen por ser propietarias de medios de comunicación que de formas unas veces explícitas y otras sumamente sutiles trasladan sus valores e intereses como si fueran de conveniencia generalizada.
Como demostró el gobierno de Aznar, estas propuestas no van a caer en saco roto. Quienes las hacen tienen mucha influencia y no van a dejar de usarla para quedarse con todo.
Que eso ocurra o no es una cuestión de debate científico, a pesar de que también dedican recursos millonarios a financiar investigaciones apadrinadas que corroboren lo que les interesa. Se trata de una cuestión de poder, de capacidad de influir y de decidir.
Las consecuencias de sus propuestas son bien conocidas: no hay duda sobre sus efectos devastadores sobre los sectores sociales más débiles y con menos recursos. Por eso me parece que hay que enfrentarse de la manera más rotunda a ese tipo de propuestas egoístas y que tanto daño harían a nuestra economía y a nuestra sociedad.
Y como hay que reconocer que han logrado que sus ideas calen en los lugares más aparentemente insospechados, como los propios espacios de la izquierda política y sindical, es más necesario que nunca un profundo y valiente rearme de quienes sinceramente quieran ponerse al lado de quienes menos tienen.
Desde ese punto de vista me parece que es fundamental el papel de los sindicatos, a veces sumidos en tareas y luchas de escala más reducida que impiden conformar un discurso capaz de hacer frente a las «verdades» oficiales que, mientras tanto, van haciéndose presente y prepotentes.
Lo que se está poniendo en juego y lo que se viene realizando es una modificación radical del esquema de reparto de los beneficios sociales. La reducción del gasto social, el incremento de la presión fiscal a través de impuestos indirectos y la pérdida de progresividad, las políticas de estabilidad, las reformas laborales, la liberalización de los mercados, las privatizaciones son medidas que se vienen llevando a cabo con el único fin y con la exclusiva consecuencia de dar más a los que más tienen. Como repetidamente afirma J. Stiglitz, por citar a algún economista de máximo renombre, no hay argumentos científicos que permitan justificarlas sólidamente, no es verdad que sean medidas necesarias para que la economía vaya mejor. Al revés, no sólo aumentan las desigualdades y las carencias sociales sino que provocan ciclos más redundantes, crecimiento económico ralentizado y menos generación de riqueza.
El actual gobierno del partido socialista tiene ante sí otra gran oportunidad histórica. Desde esa responsabilidad puede contribuir a frenar un discurso socialmente destructivo y destructor o simplemente dejarse llevar. Las tensiones internas y los problemas y dificultades inherentes siempre a toda acción de gobierno pueden provocar contradicciones y renuncias. El mejor antídoto es la participación social, la conciencia y el protagonismo ciudadano y la generación de incentivos y estímulos que permitan que los agentes económicos y sociales emprendan la creación de riqueza sin necesidad de caer en brazos de la lógica improductiva y rentista de los banqueros que hacen propuestas como las de Sáenz. El diálogo social, el debate público en igualdad de condiciones y la búsqueda de discursos alternativos que sean atractivos y beneficiosos a la sociedad y, al mismo tiempo, capaces de crear progreso económico es la única e imprescindible forma de hacer frente a esas posiciones reaccionarias que han logrado hacerse fuertes en los últimos años y que, como estamos viendo, no sólo no ceden sino que cada vez querrán más sólo para ellos.