Para muchos historiadores, es la guerra materia que les proporciona grandes motivos de gozo científico. Quizá se deba a que, a su tarea habitual -en la que no escasean grises y tediosos análisis de la realidad- se añade el deslumbrante fragor de las batallas, las victorias y las derrotas, sujetos siempre proclives a la mitificación. […]
Para muchos historiadores, es la guerra materia que les proporciona grandes motivos de gozo científico. Quizá se deba a que, a su tarea habitual -en la que no escasean grises y tediosos análisis de la realidad- se añade el deslumbrante fragor de las batallas, las victorias y las derrotas, sujetos siempre proclives a la mitificación. Es verdad que entre los historiadores del s. XIX y los de hoy se advierte una notable transformación: la que lleva desde la exaltación de las armas y la apreciación de la guerra como actor básico de la Historia, hasta la que refleja con crudeza su cualidad de plaga universal, teñida de muerte, sangre, desolación y destrucción, que cobró relevancia tras la Primera Guerra Mundial.
Se dice -no sin razón- que la estrategia y la táctica de hoy son el resultado de analizar lo que ocurrió en guerras anteriores y extraer las necesarias lecciones, adaptándolas a las circunstancias del momento. Pocas veces son, por el contrario, resultado de visiones audaces que rompan con el pasado y ensayen nuevos conceptos. Con la misma certeza y algo más sentido de la ironía, en muchas escuelas militares los alumnos suelen comentar que en ellas se enseña «cómo ganar la guerra anterior», más que imaginar cómo será la guerra futura. Cuando a veces se ha intentado esto, los fracasos han solido ser notables.
Pero ganar una guerra no es cosa fácil. El mando militar lo suele tener claro: la gana si derrota al enemigo y ocupa los territorios que se propuso el gobierno al iniciarla. Puede conseguirlo si dispone de los medios adecuados, los aplica con eficacia y logra ahogar la respuesta enemiga. ¿Se ha ganado así la guerra? El general en jefe podrá apuntarse la victoria militar. Sin embargo, ésta de nada servirá si la situación posterior no es la que se trataba de alcanzar al recurrir a las armas. Se puede ganar la guerra y perder la paz.
Algunos historiadores de la guerra no solo analizan las guerras del pasado sino que también juzgan las del presente.
En esas están ahora quienes en los medios de comunicación opinan sobre la guerra que Israel ha desencadenado en el Líbano. Digamos, para evitar equívocos, que me refiero a «verdaderos» historiadores, no a esa especie, tan de moda hoy en España, ducha en retorcer la Historia para apoyar sus opciones políticas del momento.
Dos relevantes historiadores judíos han publicado estos días interesantes comentarios en El País y en el International Herald Tribune. Martin van Creveld, al autor de «The Transformation of War» -indispensable texto de teoría militar- afirma en el diario neoyorquino (2-ago-06): «En esta guerra, también, la victoria es poco probable». Como antecedentes cita la invasión de Afganistán por la URSS en 1979, que en pocos días ocupó Kabul pero que 10 años después hubo de retirarse, derrotada en una paz imposible. O la rápida invasión militar de Irak en 2003, cuando EEUU tomó Bagdad en tres semanas de ofensiva, y que hoy se valora como un resonante fracaso político de difícil salida.
No debiera sorprender su conclusión: «Si la Historia sirve de guía, Israel no alcanzará la victoria completa aniquilando a Hizbolá; la paz se logra mediante negociación, no por la fuerza de las armas». Para él sería suficiente con que, logrado el alto el fuego, la ofensiva israelí hubiera alcanzado un solo objetivo: mostrar a los países vecinos, especialmente a Siria, lo que puede sucederles si se les ocurre iniciar una guerra contra Israel. ¡Pobre objetivo para tanta destrucción y muerte!
Tom Segev, el polémico historiador judío desmitificador del sionismo, criticado por igual desde la derecha y la izquierda, recordaba en el diario madrileño (1-ago-06) los orígenes terroristas del Estado de Israel. Rememoraba el atentado en el hotel Rey David, hace ahora 60 años, en Jerusalén, donde «por desgracia» -según versión oficial- murieron víctimas inocentes a manos de los luchadores clandestinos del futuro Israel, a los que allí está vedado calificar de terroristas.
Frente a la teoría oficial israelí -adoptada por Bush- de que las acciones árabes reflejan siempre «una mentalidad terrorista», mientras que Israel solo daña a inocentes por casualidad o forzado por las circunstancias, Segev recuerda que en los 60 años transcurridos desde entonces, Israel ha infligido penalidades a dos millones de civiles, incluidos los 750.000 que perdieron sus casas en 1948, y a los 250.000 palestinos que emigraron de Cisjordania en la Guerra de los Seis Días. Ahora, decenas de miles de libaneses se ven obligados a abandonar también sus viviendas, y han muerto centenares de civiles. Concluye así: «Todo acorde con el espíritu del hotel Rey David. Uno siempre puede decir que se produjo un contratiempo». Es un modo suave de revelar el trasfondo terrorista de la actuación del gobierno israelí.
Concluyamos con el comentario de Michael Hirsh, periodista de «Newsweek» (26-jul-06), que a su modo recurre también a la historia de las guerras: «Llevamos casi cinco años de guerra contra un grupo de 500 a 1000 terroristas, según se dijo inicialmente. Por si alguien quiere echar cuentas: han pasado 1776 días desde el 11-S; esto supera en más de un año los 1347 días que transcurrieron entre Pearl Harbour y la rendición de Japón. Y la guerra sigue extendiéndose. Ahora incluye también a Líbano». Es otra forma discreta de mostrar el fracaso de la guerra universal contra el terrorismo, ante los que, falsamente, quisieron establecer un paralelismo entre el ataque japonés a la base naval estadounidense del Pacífico y los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington, con el fin de excitar el patrioterismo y las ansias de venganza.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)