Cuando se trata de estudiar la problemática de los intelectuales, sobre todo en tiempos de tensiones políticas y sociales, así como de determinar cuál es el papel que desempeñan en la sociedad contemporánea, se tropieza de inmediato con dos problemas bastante complejos: primero, la imprecisión y la ambigüedad en el uso del término intelectual, y […]
Cuando se trata de estudiar la problemática de los intelectuales, sobre todo en tiempos de tensiones políticas y sociales, así como de determinar cuál es el papel que desempeñan en la sociedad contemporánea, se tropieza de inmediato con dos problemas bastante complejos: primero, la imprecisión y la ambigüedad en el uso del término intelectual, y segundo, han asumido tal diversidad de forma y fondo en el proceso histórico real de la integración, que en la práctica se dan diversas categorías de intelectuales.
Para ilustrar el alcance del primer problema basta hacer una consulta del Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española, el cual considera el término intelectual como adjetivo: «Perteneciente, o relativo al entendimiento», lo cual no nos dice gran cosa cuando estamos tratando de relacionar la actividad teórica y práctica, es decir, la praxis propia del intelectual en la política, lo que, como veremos más adelante, la mayoría de los sociólogos la consideran como la función más cercana y adecuada.
En otras lenguas, el inglés por ejemplo, el sustantivo intelectual aparece en el Diccionario de Oxford desde mediados del siglo XVII. En Francia se crea propiamente hasta que se dan las discusiones políticas suscitadas por el caso Dreyfus, cuando el 14 de enero de 1898 el diario L’Aurore publica El manifiesto de los intelectuales, firmado nada menos que por Emile Zola, Anatole France, Marcel Pruost, Gabriel Monod y Léon Blum, entre otros notables personajes de la época. Y es hasta la última edición del Dictionnaire de la Academie Française, de 1935, que se admite el empleo del vocablo intelectual como sustantivo: «Se dice de las personas en quienes predomina el empleo de la inteligencia, y en ese sentido se utiliza a menudo por oposición a manual».
Karl Manheim atribuye a los intelectuales en Ideología y utopía la facultad para definir lo que ya no es necesario, y lo que todavía no es posible, y considera que no están propiamente comprometidos con clase alguna, identificándolos con la intelligentsia socialmente desligada de Weber.
Gramsci, por su parte, afirma en La formación de los intelectuales que «podría decirse que todos los hombres son intelectuales, pero no todos tienen en la sociedad esta función; si bien se puede hablar de intelectuales, no puede hacerse de no-intelectuales, puesto que éstos no existen, señalando que el intelectual podría transformarse en abogado del poder o en consejero de la sociedad.
Lewis Coser señala en Hombres de ideas que si bien la sabiduría puede dar poder, los intelectuales que individualmente han podido ejercerlo sin perder su calidad como tales han sido pocos, y recuerda solamente los nombres de Mazarik, Blum, Nehru, Disraeli y Gladstone. Y considera separadamente los casos de los intelectuales que han actuado en grupos y que han tomado el poder, como los girondinos y los jacobinos, en Francia; los bolcheviques en Rusia, y los Padres Fundadores, en Estados Unidos, añadiendo que «generalmente han terminado de manera bastante desastrosa».
Una de las relaciones que Coser señala factible entre los intelectuales y el poder es aquélla en que se constituyen ellos mismos en una clase de poder también: el poder legitimador, posición desde la cual su función consiste en crear un sistema de símbolos capaces de legitimar el poder público.
Desde esta posición, pueden darse dos tipos de actuación de los intelectuales: o bien legitimando viejos símbolos mediante nuevas justificaciones para un sistema que ya no cuenta con el consenso social para sostenerse o, por el contrario, creando sistemas enteramente nuevos de legitimación a fin de sustentar nuevas estructuras de poder y éstos -que han sido quizás los menos estudiados, aunque son los que mayor importancia tienen y han dado mayores aportaciones históricas-, también están en situación y en posibilidades de hacer desde una posición progresista. Baste recordar la pléyade de intelectuales que participaron en la Revolución Francesa, los ideólogos puritanos de la Revolución Inglesa, y los intelectuales bolcheviques que crearon la revolución soviética que derrocó al zar, aunque la vida de la URSS haya sido efímera en términos históricos, pues, como bien se sabe, se desplomó antes de que terminara el siglo XX.
Para concluir haremos mención del importante análisis de Crane Brinton (The Anatomy of Revolution) respecto de la trascendencia que tiene la acción de los intelectuales cuando sobreviene lo que él llama la deserción de los intelectuales del sistema, que a su decir es un seguro síntoma que precede a un periodo revolucionario, creándose de esta manera el conflicto sobre el mantenimiento del sistema vigente. De tal manera que cuando los intelectuales se separan de éste se da el caso que mencionamos ya: la aparición de intelectuales orgánicos que se constituyen en abogados del poder y, por otra parte, la de los que como consejeros de la sociedad en una actitud progresista crean nuevos símbolos de legitimación que darían sustento, también, a nuevos sistemas de poder .
Es precisamente en estas situaciones que la tarea fundamental de los intelectuales se consagra, como nunca, a determinar lo que ya no es necesario y lo que aún no es posible. Es en esos momentos de crisis que preceden a los periodos revolucionarios, el abogado predestinado de los intereses intelectuales del todo. Incorporados ya de lleno a la actividad política, por definición y por su propia naturaleza, no lo harían desde la perspectiva parcial de los partidos, ni tampoco, por lo tanto, en la actividad electoral, sino, como queda dicho, desde el horizonte del todo: de la soberanía nacional y del interés más general de la sociedad.