Como es sabido, el Congreso de los Diputados se dispone a modificar la conocida como «Ley Beckham» del Partido Popular que regula el régimen fiscal de residentes extranjeros contratados por empresas domiciliadas fiscalmente en España. De llevarse a cabo el cambio, en lugar de tributar al tipo privilegiado del 24%, durante un periodo máximo de […]
Como es sabido, el Congreso de los Diputados se dispone a modificar la conocida como «Ley Beckham» del Partido Popular que regula el régimen fiscal de residentes extranjeros contratados por empresas domiciliadas fiscalmente en España. De llevarse a cabo el cambio, en lugar de tributar al tipo privilegiado del 24%, durante un periodo máximo de seis años, como venía ocurriendo en virtud de dicha ley, pasarían a tributar al 43%.
Aunque afecta a cualquier trabajador que perciba ingresos mayores a los 600.000 euros, el anuncio ha puesto sobre todo «en pie de guerra» al sector futbolístico, porque allí se concentra un buen número de estrellas con sueldos astronómicos. Las reacciones y los argumentos que se están utilizando para atacar el cambio legal me parece que son muy significativos y que expresan claramente la opinión que los ricos tienen sobre los impuestos y sobre el funcionamiento de nuestra sociedad. Por un lado argumentan que de esa manera España va a dejar de ser competitiva porque con las nuevas condiciones fiscales se perderá el atractivo que hace que vengan aquí altos directivos y estrellas del balón. Eso es lo que dice el insigne Cristóbal Montoro, portavoz del Partido Popular y que una vez más no ha tenido empacho en mostrar a los ciudadanos el tipo de economía que él y su partido quieren para España. El privilegio, dice, «sirve para competir».
Lleva razón, en eso no hay duda. Sólo que supone optar por la vía cutre de la competitividad, por el modelo carpetovetónico de ventaja comparativa que la oligarquía española ha impuesto siempre en nuestro país: competir a base de empobrecernos y de empobrecer. Al igual que la derecha constantemente propone que España compita por la vía de reducir salarios, ofreciendo condiciones laborales cada vez más tercermundistas, ahora nos dicen que tenemos que competir ofreciendo privilegios, renunciando a principios, como el de la igualdad de todos ante la ley y la equidad fiscal, sobre los que los países más avanzados del planeta han fundado su progreso.
Claro que España debe ofrecer ventajas a científicos, directivos o incluso estrellas futbolísticas (aunque la utilidad de esto último la tengo menos clara) para que se vengan a trabajar y a crear riqueza aquí, pero si queremos que eso nos enriquezca a todos y no solo a unos cuantos espabilados, lo que debemos hacer es ofrecerles otro tipo de ventajas: un país moderno y con más calidad de vida, incluso un entorno más favorable para el negocio gracias a la fortaleza de nuestro mercado interno y de las sinergias que puedan encontrar en nuestro sistema productivo y social. Algo que no se puede conseguir si el Estado no se fortalece, si dispone cada vez de menos recursos para crear capital social e infraestructuras al servicio de la creación de riqueza. ¿Acaso los presidentes de los clubes de fútbol se creen que la liga española es lo que es solo porque fichan a jugadores multimillonarios gracias a los pelotazos que han dado en la construcción o vaya usted a saber dónde? ¿Quién les ha construido los estadios, quién proporciona las fuentes publicitarias sino un mercado que si se debilita por falta de gasto los debilitará también a ellos? ¿De dónde sale el dinero que los ciudadanos se gastan para que el espectáculo pueda seguir en marcha? ¿Y de dónde vienen las ayudas y subvenciones que todos y cada uno de ellos sin excepción recibe por vía directa e indirecta continuamente? Pero la crítica más preclara es la que ha hecho el presidente del Barcelona CF censurando al gobierno por no haber consultado antes a los «interesados». Eso es lo que piensan los ricos, que en cuestiones de impuestos los interesados son ellos y que solo a ellos hay que consultar cuando se trate de cambiar algo al respecto.
La declaración de Laporta, que no en vano tiene como segundo espada a uno de los más ilustres economistas liberales españoles, es una auténtica posición de principios: no es a los ciudadanos en su conjunto a quien corresponde determinar la proporción en que todos ellos van a contribuir a sostener los gastos del Estado, sino a los ricos, que se autorreconocen el derecho a hacerlo en la medida (que lógicamente será lo más escasa posible) en que a ellos les venga bien.
A Laporta, como a todos ellos, no les hace falta que el Estado sostenga buenos centros educativos públicos, un sistema sanitario público que funcione bien, y seguro que ahorra lo suficiente como para que el bienestar en su vejez no dependa de las pensiones públicas. Por eso él, como los de su clase, tratan de desentenderse de los impuestos y lo hacen, lógicamente, tratando de convencer a la sociedad de que lo que le conviene a ellos que son ricos es lo que les conviene a todos. Y de ahí que nunca paren de desprestigiar al Estado, de criticar a las políticas fiscales, de combatir las ideas de solidaridad, y de eficiencia, que hay detrás de los impuestos y de afirmar que lo mejor para todos es que sean muy bajos o incluso inexistentes. Aunque cobren buenos sueldos o subvenciones de papá Estado y siempre recurran a él siempre que su impericia o irresponsabilidad les genera quebrantos.
En cierta medida es normal. O mejor dicho, lo es sólo en la medida en que su egoísmo les ciega y les impide ver que de esa manera empobrecen lo que hay a su alrededor olvidando que si son ricos es por el gasto de otros.
Pero lo que no es tan normal es que quienes están o quiere estar al lado de los más débiles y vulnerables caigan a veces en esa trampa y asuman el discurso de los privilegiados, frente al cual no solo hace falta decisión y valentía política, como la que lleva a adoptar esta medida concreta, sino también, y quizá sobre todo, mucha educación cívica.
Los clubes de fútbol, una sociedades cuyos entresijos provocarían la rabia y el escándalo generalizado si se hicieran transparentes, ya han amenazado incluso con hacer huelgas, mientras que el poder mediático, económico e incluso político que hay a su alrededor ya ha empezado a levantar la voz acusando al gobierno de cometer tropelías, de hacer demagogia y más o menos de querer hundir a la economía española.
Es posible que nos encontremos respuestas puntuales a estos desafíos, pero una vez más me parece que echaremos de menos la manifestación contundente de un compromiso firme de los poderes públicos por la justicia fiscal. Lo hemos podido comprobar recientemente cuando de nuevo los inspectores de hacienda vuelven a denunciar que «ningún Gobierno español ha querido realizar hasta la fecha ningún estudio en profundidad sobre la economía sumergida y el fraude fiscal en España» lo que evidencia que no hay voluntad efectiva de combatir la vergonzosa elusión que los ciudadanos españoles más ricos y poderosos hacen de sus obligaciones fiscales. Estos siguen considerando que en cuestiones de impuestos ellos son los interesados y que, como tienen poder suficiente, son ellos los que deciden. Yo me pregunto cuándo seremos conscientes los ciudadanos de que eso nos lleva al desastre y cuándo empezaremos a plantarles cara con el apoyo imprescindible de nuestros gobiernos y representantes.