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Los neoliberales tienen la razón

Fuentes: Rebelión

El poder conoce a la perfección las posibilidades que le ofrece el lenguaje para garantizar su hegemonía, logrando que los pueblos acaten su dominación. Quien detenta la propiedad, detenta la propiedad de enormes medios de comunicación, capaces de moldear la opinión pública a su antojo. Nada nuevo, por otra parte. La mejor estrategia del poder […]

El poder conoce a la perfección las posibilidades que le ofrece el lenguaje para garantizar su hegemonía, logrando que los pueblos acaten su dominación. Quien detenta la propiedad, detenta la propiedad de enormes medios de comunicación, capaces de moldear la opinión pública a su antojo. Nada nuevo, por otra parte.

La mejor estrategia del poder es fomentar ciertos conceptos-fetiche que impiden la comprensión de la realidad: ‘democracia’, ‘libertad’, ‘dictadura’, ‘totalitarismo’. Conceptos sobre los cuales jamás se reflexiona, porque fueron elegidos como perfectos automatismos, conjuros, casi como muñecos de vudú. ¿Qué significan? ¿Qué aplicación tienen tales conceptos en nuestra sociedad?

Hablar con cualquier militante del PSOE nos clarifica las cosas. Descubrimos que está muy en contra del recorte de las pensiones y del de los salarios, pero que no tiene más remedio que apoyar ambos tijeretazos, porque la decisión «viene de Europa». Para la sociedad, sería mucho mejor no hacer las reformas, o incluso nacionalizar algunos sectores estratégicos, nos dice nuestro militante «socialdemócrata»; pero, en ese caso, el poder económico abandonaría el país y se marcharía a otro lugar, hundiéndonos en la miseria. Incluso, quién sabe, podría volver a dar un golpe de Estado, si adornó tanto el cortijo que ahora no le apetece marcharse (algo así hizo, dicen los libros, en el 36).

La paradoja, entonces, está servida: lo «dictatorial» sería tomar nuestras decisiones sin injerencias externas, mientras que lo «democrático» es hacer lo que ordena un poder económico que está fuera de todo control popular y que amenaza con hundirnos en la más profunda miseria en caso de que le desobedezcamos. «Libertad» es someterse a este chantaje del opulento poder económico, que nos intimida como aquel viejo matón del instituto; «totalitarismo», en cambio, es construir una sociedad de trabajadores al margen del matón y de su chantaje.

Con todo, el socialdemócrata tiene razón al remarcar la existencia de tal chantaje (aunque, en lugar de llamarle chantaje, le llame «estabilidad financiera» o algún eufemismo por el estilo), pero, precisamente por tenerla, pierde su razón frente al neoliberal y, simultáneamente, da la razón al revolucionario . El socialdemócrata, ingenuo y utópico, se equivoca, porque el capitalismo no puede domesticarse; el comunista, despierto y realista, sabe que eso es imposible y aboga por construir una sociedad sin capitalistas. Aboga porque la humanidad se niegue a aceptar este indigno chantaje y entre en guerra contra un sistema que, por su propia lógica interna, no puede sino agrandar la enorme brecha entre los pocos que pueden vivir una vida opulenta (que sería decente de no ser porque es imposible de generalizar al conjunto de la población planetaria) y los muchos que nacieron bautizados en la infamia.

El poder, naturalmente, trata de invisibilizar esa opción, actuando como si ni siquiera existiera , fomentando el más casposo bipartidismo: un bando apoya muy contento la dictadura del capital, mientras que el otro lo hace «porque no hay más remedio». En este paripé, en esta caverna, en esta ficción, en estos parlamentos, en estos medios de comunicación, la opción de rechazar esa dictadura ni siquiera es jamás mencionada. Por lo visto, hay que actuar como si fuera imposible que a la verdulera de mi barrio, por dios sabe qué extraña locura, le parezca que no es del todo justo que Emilio Botín cobre miles de millones, mientras a ella la asfixia la mano invisible de la hipoteca. Como si estuviera más allá de lo imposible que un jornalero andaluz llegue a la conclusión de que la tierra no debería ser del terrateniente, sino del que la trabaja .

¿En qué nos convierte una realidad política así? Si jugamos con las palabras-fetiche (libertad, democracia, etc.), si las retorcemos y las desnaturalizamos lo suficiente, o si las empleamos para encubrir nuestra propia miseria moral, las posibilidades son infinitas. En cambio, si miramos a la realidad directamente a los ojos, si comprendemos que los conjuros léxicos jamás funcionaron, que el vudú es mentira, sólo nos quedarán dos opciones: o rechazamos la legitimidad y el carácter «democrático» de un mundo capitalista, irracional y ridículo, en el que para engordar a varios multimillonarios hay que condenar a masas de niños desnutridos, o la aceptamos y blindamos nuestras fronteras y vallas electrificadas, aislándonos del resto del planeta, devorándolo impunemente hasta la última gota de sangre y retorciendo el diccionario hasta el paroxismo para argumentar que, para colmo, eso es la «libertad».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.