Recomiendo:
0

Los niños y el comercio sexual electrónico: Una viga en el ojo del imperio

Fuentes: Granma

Tahita Wilson vivió dos momentos de espanto en su vida. Primero cuando descubrió por una vecina que su hija, una adolescente que cursaba estudios secundarios en la ciudad de Detroit, figuraba en una galería de teenagers desplegada en una página web XXX, la cual ofrecía diversas categorías -embarazadas, asiáticas, mujeres con implantes de silicona, afronorteamericanas […]

Tahita Wilson vivió dos momentos de espanto en su vida. Primero cuando descubrió por una vecina que su hija, una adolescente que cursaba estudios secundarios en la ciudad de Detroit, figuraba en una galería de teenagers desplegada en una página web XXX, la cual ofrecía diversas categorías -embarazadas, asiáticas, mujeres con implantes de silicona, afronorteamericanas y muchas más- a los voyeuristas asiduos a la red. Ella, madre soltera, empleada en un supermercado, investigó el asunto y supo por su propia hija cómo había sido convencida a posar: un inescrupuloso sujeto del barrio, puñado de dólares y promesas mediante («este es un paso importante a ver si tienes talento para el cine») la puso en contacto con una supuesta agencia de casting cinematográfico.

Consultó a un abogado a quien conocía por ser cliente del supermercado. Este hizo a su vez ciertas averiguaciones y al cabo de varias semanas visitó a Tahita y le explicó: «Va a ser ineficaz una acción legal. Es muy difícil probar que tu hija fue obligada a hacer un acto de tal naturaleza. No hay contratos ni testigos. Es palabra contra palabra. Me han dicho incluso que pueden argumentar que esa no es tu hija. Por lo demás, la agencia está plenamente acreditada. Es un negocio legal. Y ahora nadie se va a querer meter con esos individuos. Lee esto y después me dices».

El abogado extendió ante Tahita un resumen del veredicto del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el que declaraba imprecisa e inaplicable la Ley de Prevención de la Pornografía Infantil (CPPA, por sus siglas en inglés), al amparo de la Primera Enmienda.

«¿Cómo es posible -se preguntó la Wilson en una carta que circuló en la red, reproducida por un e-zine que defiende los derechos de la mujer y los niños- que en nombre de la libertad de expresión no se condene la explotación sexual de los niños y adolescentes? (…) Me siento espantada e impotente. Yo creo que la libertad debe utilizarse para proteger a los norteamericanos del futuro.»

Los gobernantes de ese país no debían ignorar que cuando la organización PEW Internet and America Life Report preguntó en el 2003 qué uso criminal preocupaba más en la red, el 97% de los encuestados señaló la pornografía infantil, mucho más que la invasión por virus informáticos (70%) y los fraudes financieros (63%).

Las estadísticas de este atentado contra el normal desarrollo de la niñez son sencillamente horripilantes. Datos divulgados por las organizaciones no gubernamentales ECPAT Internacional y Basta de Pornografía indican que en el primer año de este nuevo siglo creció en un 345% la cantidad de sitios dedicados a la pornografía infantil; que 25 millones de personas navegan entre una y diez horas a la semana por sitios pornográficos; que el 70% de las mujeres involucradas en el negocio ha sido víctima de abusos sexuales en la niñez; que el 86% de los convictos por violación fue consumidor de pornografía. Todo ello en Estados Unidos.

El mensuario Tendencias Digitales relata la experiencia de la puesta en la red de Nymphsex, el cual fue diseñado en el 2002 como si fuera un sitio para la promoción de nudismo infantil, cuando en realidad era una página de denuncia contra ese crimen. Registraron en un año 50 000 visitas de todo el mundo; el 41,6% eran navegantes norteamericanos.

Detrás de esta espeluznante actividad prevalece la implacable ley del sistema: vale todo mientras se estimule el consumo y se obtengan pingües ganancias.

Una vez que actuó al fin la justicia, en el caso de Robert Thomas, se puso en evidencia cómo ese sujeto difundió mediante su BBS (bulletin board service) 25 000 imágenes de sexo explícito, de las cuales 6 000 eran de niños. Al preguntársele si no sentía vergüenza por esas acciones, contestó con otra pregunta: «¿Por qué tengo que ser el único culpable, si esto es tan usual como la publicidad comercial?»

Dadas a monitorear lo que sucede en el mundo y a certificar conductas ajenas, las administraciones norteamericanas, especialmente la que ahora ocupa la Casa Blanca, tan propensa a ejercer el papel de Big Brother universal, debían comenzar por tomar cartas en un asunto tan sensible. Un deber elemental de la ética así lo exige.