Recomiendo:
0

Cronopiando

Los nombres que nos dan

Fuentes: Rebelión

(Tomado del libro «Diario de Itxaso»)

Por si acaso no tengo en el futuro muchas posibilidades de referirme a mis padres en los mejores términos, acaso ni siquiera en los peores, quiero aprovechar este inciso para, públicamente, felicitarlos por la elección de mi nombre, Itxaso (mar en vasco) breve, conciso y hermoso.

 

Supongo que ha de llegar el día en que las leyes castiguen la irresponsabilidad de muchos padres con la severidad que se merecen. Y es que, nominar a una criatura, en el entendido de que todavía no está capacitada para elegir su propio nombre, no es una prerrogativa paterna que pueda ejercerse alegremente, o como agravio por quién sabe qué afrenta.

Por más doloroso que haya sido el parto, nadie tiene derecho a vengarse de su descendencia con la imposición de nombres infames, ni siquiera en el supuesto de que, también, fueran los suyos.

Hay padres que, buscando dotar a sus hijos de nombres llamativos, impactantes, al margen de su lengua y su cultura, son capaces de repasar la guía telefónica de Burkina Fasso, por ejemplo, hasta dar con el nombre indicado: Azbuiwowe Owango. Lástima que el apellido termine, casi siempre, poniendo en evidencia tanta originalidad y, el infeliz damnificado, desde que fracase el primer intento por llamarlo de tan sonora manera, pase a ser conocido como López o como el hijo de Paco.

Otros padres no menos inescrupulosos, tal vez para dar satisfacción a los dos abuelos, a su propio ego y, muy especialmente, como tributo al galán de la telenovela de mayor audiencia en el momento, son capaces de agotar el santoral con nombres como: Carlos Augusto Alfredo o Eugenia María Ernestina de los Dolores.

Lejos están entonces de imaginar las burlas de que serán objeto sus hijos por su irresponsable elección; los traumas que, además de los nombres, habrán de sobrellevar a lo largo de su vida; y los sufrimientos que no siempre van a poder paliar con apodos como Lolo, Chú, o el más televisivo JR.

El que algunos monarcas y aristócratas acostumbren a bautizar su descendencia con generosa profusión de nombres, no es tradición que debamos imitar los comunes mortales.

No es verdad que una reina, digamos que… extranjera, cada vez que intente dar de comer a su augusto nieto, vaya a decirle: «Vamos, Charles Philippe Anthony de Canterbury y Hansburgo de Sutherland (*), haz el favor de comerte toda la sopa o no te mando a clase de esgrima». Los monarcas, aunque sea en la intimidad, también se ven forzados a reducir la nominal inflación de nombres que acostumbran en público.

Quedan, como un tercer grupo de padres sin vergüenza, los que, decididos a prolongar a través de sus hijos sus propias vidas, comienzan por dar continuidad a sus nombres, condenando a sus vástagos a tener que escuchar el resto de sus días: «sí pero… ¿qué Antonio? ¿el padre o el hijo?»

Mi tía Sara Pérez, censuraba el otro día, juicio que aplaudo, el pernicioso uso del santoral católico para buscar nombres. La humanidad, decía Sara, ya ha tenido suficiente con los Dafrosa, Gundelina, Escolástica, Rogaciano, Evasio, Nemesio, Vilibordo, Crisanto, Bonifacio, Ruperto, Contardo, Hermenegildo, Armengol o Abercio.

Tía Sara aún iba más lejos y criticaba también la irresponsabilidad de muchos padres que aplastan a sus hijos con nombres de dimensiones históricas, y que harán parecer a quienes los ostenten como insípidos mediocres, no importa a lo que se dediquen. A ello se debe que conozcamos tantas personas frustradas por llamarse Homero, Sócrates, Dante, Atila, Julio César o Napoleón.

Los nombres políticos tampoco son aconsejables. Los tiempos cambian y lo que ayer era una gracia hoy puede ser una vergüenza. Muchos dominicanos que fueron registrados como Rafael Leonidas, en honor a Trujillo, actualmente responden únicamente por Rafa o por Leo, si es que responden.

Recientemente, un ciudadano inglés que se llamaba George y se apellidaba Bush, acudió a un juzgado en busca de que se le cambiase el nombre, el apellido, o ambos, para no seguir expuesto a sus propias maldiciones.

 

(*)Con objeto de evitar herir la susceptibilidad de nadie y preservar, además, su intimidad, el nombre del infante puesto como ejemplo es absolutamente ficticio y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

 

 

 

 

Cómo elegir un nombre

 

De cara a facilitarles la elección de un nombre para su hijo o hija que no resulte ofensivo ni traumático, les sugiero atender las siguientes recomendaciones:

 

1.- Nunca elija más de un nombre. Los llamados nombres compuestos que, en cualquier caso, casi nunca se utilizan, se prestan a confusiones y sólo sirven para emborronar casillas en los documentos oficiales poco previsores.

 

2.- Bajo ningún concepto elija nombres cuya terminación sea, entre otras: ano, ulo o edo, tales como Valeriano, Angulo o Alfredo, para no facilitar los pareados burlescos y onomatopeyas en general de que serán víctimas sus hijos en la escuela o el trabajo.

 

3.- Evite los nombres de difícil pronunciación de manera que, finalmente, ni usted mismo sepa cómo se llaman sus hijos.

 

4.- Aunque, en principio, parezca justificado ponerle a su hijo el nombre del caballo que, gracias a una atinada apuesta, lo hizo millonario en el hipódromo, así sea Centella o Relámpago el nombre del cuadrúpedo, no parece, sin embargo, que sea lo más recomendable. Pocos años después, cuando ya se haya arruinado, el nombre de su hijo sólo le traerá malos recuerdos y terminará proyectando sobre él toda su frustración.

 

5.- De ninguna manera busque un nombre que haga juego con el apellido por más que le parezca graciosa la combinación.

Una cosa es que se apellide Rosales y otra que, además, tenga que llamarse Rosa; o que bautice como Florencio a quien se apellida Flores. Piense que los nombres, en principio, son para toda la vida.