Casi todas las mañanas, y muchas tardes, cruzo el interior del parque del Belvedere, en la ciudad de Túnez, muy cerca de casa. Allí, frente a una de las oficinas de la municipalidad capitalina, un hombrecito de sesenta años, bigote blanco y pañuelo enroscado en la cabeza, se encarga de señalar a los coches el […]
Casi todas las mañanas, y muchas tardes, cruzo el interior del parque del Belvedere, en la ciudad de Túnez, muy cerca de casa. Allí, frente a una de las oficinas de la municipalidad capitalina, un hombrecito de sesenta años, bigote blanco y pañuelo enroscado en la cabeza, se encarga de señalar a los coches el lugar donde pueden aparcar. Como ocurre con frecuencia en este país, es difícil saber si ha sido contratado para eso o él se ha posado en esa acera, como un gran pájaro, para conquistar el territorio, justificar su existencia y ganar un poco de dinero. Tiene una silla que cambia de sitio -a un lado u otro de la carretera- según la orientación del sol y todos aceptan -aceptamos- su papel y la dignidad que lo acompaña y que sus propios gestos, en modo un poco enfático, declaran sin cesar.
Como es normal en cualquier lugar civilizado y no corrompido por el anonimato y el consumo, fuentes mayores de desconfianza, la segunda vez que pasé a su lado y nos reconocimos nos intercambiamos un saludo: un izamiento de la mano y un salam-aleikum -o un «buenos días»-, investidos del placer desinteresado de este contacto pasajero. Un saludo es, por así decirlo, el átomo de la antropología humana, la partícula elemental de las relaciones ciudadanas y, si se reitera entre desconocidos, el vehículo y la expresión de un conocimiento sin consecuencias. Nos saludamos y ya está: nos reconocemos como miembros de la misma especie y reconocemos, al mismo tiempo, la posibilidad de un espacio común libre de conflictos en el que sólo existe la alegría de este reconocimiento entre -momentáneos- iguales. Es la afirmación, por así decirlo, de una igualdad al pasar, de paso, que quedaría rota sin duda en el caso de que el saludo se prolongase en una relación más estable o más profunda. Como quiera que sea, hay algo muy universal y esperanzador en este placer banal y completo de intercambiarse rutinariamente un saludo con un desconocido; la intimidad no depende de la intensidad sino de la costumbre y la sociabilidad pura, fruición del animal humano, genera ilusiones vertebrales inseparables de la construcción de un mundo habitable. En definitiva, que el hombrecito de bigote blanco que dirige el tráfico en el Belvedere y con el que me cruzo camino de mi trabajo, se ha convertido, con más razón o por las mismas razones vigentes en facebook, en un «amig0». «Somos amigos de facebook», se dice, y con mucho más fundamento podría decirse: «somos amigos de cruce de caminos».
Ahora bien, el hombrecito del bigote es un amigo extraño. Desde el mismo momento en que nuestras miradas se engancharon dos veces y nuestros saludos adquirieron el carácter normativo de una rutina, se trenzó entre nosotros una singular relación de poder. Una relación de poder, en efecto, que ilumina también algo así como el átomo o la partícula elemental de toda relación de poder. Fuera por mi condición visible de extranjero o por nuestra común condición de machos o por la necesidad de afirmar la dignidad de su auto-empleo o contra mi placer manifiesto de saludarlo, lo cierto es que mi amigo de cruce de caminos comenzó a utilizar el saludo, expresión y herramienta de nuestro vínculo, para una guerra pequeña y a su modo fascinante que aún continúa: unas veces, en efecto, me saluda y otras no y, cuando me saluda, lo hace modulando la altura de la mano o el tono de la voz en combinaciones tan variadas, ricas y precisas que me mantienen, como manifiestamente quiere, pendiente de su juego. Si yo dejo de saludarlo a propósito tras dos días sin respuesta, él se reengancha, temeroso de haberme perdido para siempre, con entusiástico aparato, después de lo cual, en los días sucesivos, vuelve a rebajar poco a poco el gesto y el registro de la voz hasta la expresión más amortiguada, hasta el borde mismo de la in-significancia: un gestito de la palma de la mano, abierta junto al muslo, mientras mira hacia otra parte, fingiendo un digno atareamiento. Es una relación de poder pura, purísima, pues no tiene más medios que el propio vínculo gestual -el saludo- y no obtiene nada, ni dinero ni servicios ni homenajes, con su victoria. O quizás sí. El obtiene, supongo, un placer mayor que el que acompaña a un simple saludo y que tiene que ver con el de la -momentánea- desigualdad: esta desigualdad al pasar, de paso, que invierte su posición social en el mundo y administra a conciencia mi suspense y mi atención. Yo, por mi parte, obtengo el placer privilegiado de esta experiencia antropológica fundamental: la gestación inocua y, por tanto, neta, incontaminada, como de laboratorio, de un embrión de poder.
Puedo decir que la astucia de mi amigo de cruce de caminos me lo hace aún más simpático y hasta interesante. Ha politizado el átomo social del saludo gratuito y, estirando mis prejuicios favorables, columbro ahí una tenaz voluntad anticolonial. Es, en todo caso, un hombre complejo en su simplicidad, refinado a pesar de sus escasos medios. Al mismo tiempo, sin embargo, la lección que me propone tiene una dimensión inquietante. O dos. Por un lado me hace entender que en ninguna parte, ni siquiera en los cruces de caminos, hay relaciones entre iguales, entre humanos desnudos que dejan a un lado su formación, su clase, su nacionalidad, su sexo, para intercambiarse un saludo entre potenciales hermanos, como puros miembros de la misma especie socializada -como esos futbolistas que se intercambian banderines y entrechocan sus manos antes de comenzar el partido. Por otro lado, me embarga una cierta desesperanza al interpretar que, incluso en el mejor de los mundos posibles, desactivadas o atenuadas las fuentes de conflicto -clase, género, nacionalidad- las relaciones de poder seguirán contaminando todos los vínculos en la medida en que es el poder mismo, y no la riqueza o el homenaje o el sexo, el verdadero objetivo de cada gesto.
No, no lo creo. Volvamos al principio. El hombrecito del Belvedere no tiene más medios que un saludo para expresarlo todo; como otros tienen que detener una hemorragia con un pañuelo de seda que antes se han atado en la cabeza para protegerse del sol o a veces hay que quemar un piano, en el que se ha tocado a Bach, para encender un fuego. Un saludo puede servir para muchas cosas, como una navajita suiza, y mantener intacto, sin embargo, su impulso inicial, su origen estrictamente comunicativo y placentero. Recuerdo nuestro primer saludo, un puro intercambio de banderines antes de comenzar el partido, la fruición elemental de proclamar la propia humanidad, de reconocerse como congéneres, de frotar las palabras y los gestos como dos perros o dos corderos se huelen y frotan sus cuerpos en el zaguán. No es evidente, es verdad, que las cosas comiencen por el principio; no es evidente que no hayan comenzado siempre ya (desde el poder y sus avatares), pero el principio no es el poder sino el saludo y el solo hecho de saludarse, el hecho de que sigamos saludándonos entre desconocidos, sin más propósito que el de esta afirmación pública de sociabilidad, dibuja el marco constituyente de otro comienzo posible con otras corrupciones posibles. Saludarse estará siempre lleno de peligros, pero comencemos, mientras podamos, por el principio: saludémonos.
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